TANIA. Eran las seis de la tarde cuando llegó a su casa. Estaba cansada, trabajaba de sol a sol y se esforzaba porque no faltara nada en su casa, sobre todo, porque su esposo, su nuevo esposo, no tenía trabajo y el hecho de que cuidara todo el día a su hijo de siete meses, hijo que ella había tenido con su anterior marido, la comprometía aún más con aquel hombre bueno que, por desgracia, lo que tenía era mala suerte.
Llegó a la casa, con un plato de arroz chino para su marido, pero se extrañó de pronto de que todo estuviera en silencio, a pesar de que la luz de la sala estaba encendida. Llamó a su esposo por su nombre, le dijo “amor” varias veces, pero nadie le contestó. Entró al cuarto y, en la cunita de madera, estaba su hijo, dormido, cubierto con una sábana celeste. Cansada como estaba, se puso cómoda y esperó a que su marido regresara, creyendo que aprovechó que el niño dormía para salir a comprar algo. Pero el hombre nunca regresó y, cosa extraña, el niño dormía profundamente.
Cuando ella, una hora después, fue a ver al niño, se acercó para acariciarlo, y lo sintió helado. Lo movió, le habló y dio un grito horrible, tan fuerte, que alarmó a los vecinos. Tomó al niño en brazos y entendió que no dormía. Estaba muerto.
Salió con él a la calle, gritando como loca, hasta que dos vecinas le ayudaron y la devolvieron a la sala. El niño estaba helado y rígido.
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“Murió hace varias horas, vecinas” -le dijo una de ellas.
“Ya está durito”, -le dijo otra.
“Hay que llamar a la Policía” -opinó una tercera. Y, cuando la Policía llegó, llamaron a la DPI y a Medicina Forense.
Aunque no presentaba golpes a simple vista, en la autopsia descubrieron una laguna de sangre en el abdomen del niño. Le habían dado un golpe fuerte, tal vez una patada, que le había quitado la vida.
“¿Quién cuidaba al niño?” -le preguntó a la mujer un agente de la DPI.
“Mi marido” -respondió ella.
“Mire -intervino una vecina-, yo desde como a eso de las tres de la tarde no oigo llorar al niño. Fue como a eso de las dos que lo escuché así como que lloraba, pero se calló pronto y no le di importancia…”.
“Pues, yo como a eso de las tres y minutos fue que vi al esposo de Tania que salía de la casa… Pero, no sé si regresó”.
“¿Llevaba algo cuando lo vio salir?” -preguntó el policía-.
“Pues, nada… No llevaba nada. Era como si solo iba por allí cerca”.
“Pues, debo decirles, señoras -suspiró el agente-, que al niño lo mataron de un golpe en el abdomen, como una patada. El forense halló sangre en la barriguita del niño, y en la piel algo como la huella de un zapato… Creemos que este hombre, o sea, el marido de la señora Tania, golpeó al niño tal vez porque lloraba demasiado, y al darse cuenta de que con el golpe le había quitado la vida, escapó sin llevarse nada, para no despertar sospechas en nadie, dejando al niño en la cuna, como si estuviera dormido”.
Hoy, mucho tiempo después de esto, la Policía sigue buscando al hombre. Nadie lo ha vuelto a ver. Tania llora a su hijo y maldice a su segundo esposo. Se “acompañó” de nuevo, y tiene dos hijos, pero nunca olvida a su primer niño, y desea que se le haga justicia.
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LA MADRASTRA. Nilsa hoy es una mujer avejentada, a pesar de los cuarenta años escasos que tiene. Está delgada, no hay brillo en sus ojos y habla poco. La condenaron a muchos años de prisión y, aunque ha dicho en varias ocasiones que se arrepiente de lo que hizo, se muestra violenta y con deseos de venganza.
“Ese maldito mujeriego me destruyó la vida -dice- si no lo hubiera conocido…”.
“¿Por qué lo hizo? -le pregunté-. ¿Quiere hablar de eso?”.
La mujer me miró con una aguda mirada. No había expresión en ella; estaban sus ojos vacíos, como ojos de muerto, y su respiración era lo único que demostraba en ella un hálito de vida.
“Aquí voy a morir -dijo, sin contestar a mi pregunta-; y estoy resignada”.
Calló de pronto y se sumió en aquel silencio profundo, tan común en ella.
Pero, ¿qué había hecho aquella mujer? ¿Por qué estaba en la cárcel?
“Me enamoré del hombre equivocado -murmura-; era un mal hombre, pero yo veía solo virtudes en él…”.
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JORGE. Es un hombre alto, blanco, de aspecto agradable y talante cínico; sonríe y hay desprecio en su mirada.
“No me importa esa mujer -dice, levantando la voz-; no me importa. Ojalá se pudra en la cárcel. Lo que me hizo es lo peor que se le puede hacer a alguien”.
Cruza una pierna sobre la otra, bebe media cerveza de un solo trago y eructa con educación.
“Que dé gracias a Dios que no la hice pagar con mis propias manos”.
Su primera esposa murió en un accidente, en la carretera a Olancho. Era comerciante. Se estalló una llanta delantera del pick up en el que viajaban, el carro dio varias vueltas, hasta detenerse en una cuneta, y el forense dijo que se habían roto varias vértebras de su cuello. Murió de inmediato.
Jorge, su esposo, sobrevivió a los golpes y, luego de dos años de luto, se enamoró de nuevo. Esta vez de Nilsa, una mujer joven, bonita, hermosa y trabajadora que se hizo cargo de su hija como si fuera propia. Sin embargo, Nilsa tenía un solo defecto. Era celosa, celosa en extremo. Y a él le gustaban demasiado las mujeres. Y ese fue el final de todo, su apego demasiado hombruno hacia las mujeres.
LIGIA. Sirve el almuerzo con una sonrisa que me parece forzada.
“Tal vez yo sea la culpable de todo esto -dice-; si no me hubiera fijado en un hombre ajeno”.
“Aquí la única culpable es ella -la interrumpe Jorge-; ella fue la que se dejó llevar por la cólera… Ella fue la que provocó esta tragedia… ¡Ni siquiera a mí se me puede acusar de nada porque ella sabía bien con la clase de hombre que se metía… Si a alguien tenía que matar, es a mí…”.
EL NIÑO. Tenía siete años. Aunque sentía a cada momento la ausencia de su madre, se había apegado mucho a Nilsa, y la veía como a una madre. Pero, aquello no iba a durar eternamente. Nilsa se dio cuenta de que Jorge tenía relaciones con otra mujer, y la furia la invadió de pronto.
“¿Dónde lo vio? -le preguntó a su comadre-. Dígame dónde está ese maldito…”.
La comadre, que hacía causa común con Nilsa, le dio un nombre y una dirección. Nilsa entró a la casa, salió con una pistola en una mano, y se subió a su carro.
“Iba echa un demonio -dice la comadre-; le aseguro que si hubiera sabido lo que iba a pasar, mejor me trago la lengua… ¡No le hubiera dicho nada!”.
Cuando Nilsa llegó a la casa de Ligia, esta no estaba. Le dijeron que andaba en Tegucigalpa.
“Se fue con Jorge -le dijo un niño que jugaba en la calle-; iban en el carro”.
El niño era sobrino de Ligia.
Nilsa regresó a su casa. Iba más furiosa que antes. Estaba despechada, y más, porque su marido no le contestó ni una sola llamada.
Cuando se estacionó, el niño, el hijo de Jorge, le salió al encuentro.
“¡Mami -le dijo, con esa alegría natural de los niños-, ya volviste!”.
“Yo no soy tu mami, bicho hijo de tal” -le respondió Nilsa y, sin decirle nada más, levantó la pistola y le disparó en el pecho. El niño cayó de espaldas al suelo, con una mancha de sangre cubriendo su camisa. Murió en el acto. Dos días después la capturaron. Trató de esconderse en una finca, en Manto, Olancho, y de allí, emigrar a México o a Estados Unidos. Un trabajador de la finca le dijo a la Policía dónde estaba.
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LA HERENCIA. Martha dice que lo que pasó con ella es la voluntad de Dios, y que iba a suceder fuera como fuera.
Su hermano y ella se habían distanciado porque la herencia de sus padres había sido repartida “injustamente”. Una tarde en que ella no estaba en la casa, llegó su hermano a buscarla para reclamarle algunas cosas, y lo enfrentó su sobrino, un muchacho de diecisiete años. Enojado como iba, golpeó al muchacho, dejándole marcas en la cara. Cuando Martha llegó, se encontró con su hijo bañado en sangre.
“Fue mi tío” -le dijo a su madre.
Martha, que controlaba con dificultad sus impulsos, revisó en su cartera si andaba la pistola, una Pietro Beretta de 9 milímetros, y subió de nuevo a su carro. Llegó a la casa de su hermano, y este no estaba. Entonces, empezó a disparar al aire, contra la casa y contra los perros de su hermano. Pero, quiso la Desgracia, así, con “D” mayúscula, que su sobrina saliera de la casa a recibirla. Una de las balas le traspasó el abdomen. La niña, de siete años, murió en el hospital de Juticalpa. Martha regresó a su casa, furiosa todavía, y allí esperó, como si no se hubiera dado cuenta de lo que había hecho. A los dos días la capturó la Policía.
“Hice lo que hice -dijo-, y lo hecho, hecho está. Ya no se puede hacer nada. La niña se metió, y le tocó irse… Pues, ya se fue… Yo no quería matarla… No me arrepiento de nada…”.
Y así sigue, sin arrepentirse de nada. Fue condenada y cumple una larga sentencia. Aunque sonríe, hay un gran vació en su mirada. Se nota que no es feliz.
“No voy a salir viva de aquí -dice, sin preocuparse tanto-; estoy pagando un delito, y lo que más me pesa es que no maté a ese miserable que golpeó a mi hijo y le dejó marcada la cara para siempre”.
NOTA FINAL. Son muchos los casos como este. Adultos brutales que se ensañan con niños indefensos… Lo más grave de esto es que muchos de esos casos están en la impunidad…
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