Se han cambiado los nombres.
PEDRITO. Tenía año y medio y ya caminaba, tocándolo todo, como si la curiosidad por lo que le rodeaba le metiera prisa. Y era hiperactivo, demandaba cada vez más atención y lloraba hasta que se le concedía lo que deseaba. Lidia, su madre, de veinticinco años, lo cuidaba con esmero y trataba de complacerlo en todo. No en vano era su primer hijo, y un hijo deseado.
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Esa mañana, Pedrito estaba más inquieto que nunca, caminaba por la sala, se agarraba de la falda del vestido de su madre y lloraba. Pero Lidia estaba ocupada. Conversaba desde hacía unos minutos con Vicenta, su vecina, y el tema era apasionante.
“¿Ya sabe usted que la hija de doña Juana está bajándole dinero al viejo ruco de don Mario, el esposo de doña Marina?”
“¡Qué! ¡No se lo puedo creer! Si a mí ya me parecía que esa mosquita muerta era pizpireta, uñas escondidas… Y con ese viejo chancho”.
“Pues sí, así es. Ayer la llevó a comprar ropa al mall y le trajo de todo para la casa… Espérese que se dé cuenta doña Marina…”
“Ummm, para mí que doña Marina ya sabe en las picardías en que siempre anda su marido, pero se hace la nueva porque le conviene que el viejo le siga soltando el billete también a ella… Esa vieja es vividora, no lo dude”.
Pedrito empezó a llorar con más fuerza.
“¡Ay, no! -exclamó su madre-. Este cipote sí friega, y cuando la plática está en lo mejor… Espéreme, Chenta, lo voy a ir a acostar”.
Chenta se quedó en la puerta, esperando, y Lidia llevó a su hijo a la cama, le puso pichinguitos en el televisor y le dio una paila con mamones, jugosos, grandes y deliciosos. Pedrito se calmó y Lidia regresó a la puerta.
“Pues como le iba diciendo -le dijo Chenta-, esa cipota sí sabe bajar viejos”.
Lidia hizo un comentario, las mujeres rieron, bajaron la voz, vieron hacia afuera, por si alguien las estaba escuchando, y siguieron con la plática. Adentro, todo estaba en silencio, con excepción del televisor que se escuchaba en el cuarto.
“Vaya -dijo Chenta-, hasta que por fin se tranquilizó Pedrito”.
“Ay, sí; viera cómo está de impertinente ahora que ya camina… Caminó tarde, pero solo para hacer desastres por todos lados. Hay que tener cuidado con todo porque le ha dado por agarrar las cosas y metérselas en la boca… Pero mire, allí está quieto, viendo pichingos… A lo mejor hasta se durmió”.
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Después de esto, se unieron otros temas a la conversación y pasó el tiempo. Al final, Chenta se acordó de que tenía que hacer almuerzo.
“Yo no tengo problema con eso -le dijo Lidia-, porque mi marido viene hasta en la noche del trabajo… Y el niño y yo comemos cualquier cosa en el almuerzo”.
Se despidieron las mujeres y Lidia fue al cuarto a ver a su hijo. Cuando entró, lo vio tendido en la cama.
“¿Te dormiste, hijo?” -le preguntó.
El niño no se movía, y le pareció extraño que durmiera con los ojos abiertos. Además, tenía un color raro en el rostro, como oscuro, y él era blanco.
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Lo tocó su madre y ella dio un grito. Agarró al niño en sus brazos, lo sacudió, lo llamó mil veces, pero el niño no despertó. Corrió con él hacia una clínica privada que estaba cerca de su casa y el médico atendió al niño de inmediato.
“Este niño está muerto, señora -le dijo-; no puedo hacer nada por él”.
Lidia dio otro grito.
“Es que yo lo dejé solo unos minutos -dijo-, y le di unos mamones para que se entretuviera viendo tele”.
“Ah, ya. Vamos a llamar a la Policía”.
En la morgue, el forense le encontró a Pedrito un mamón a medio chupar atorado en la tráquea.
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“Esto lo mató -dijo-; a los niños no se les pueden dar estas frutas que son capaces de ahogar hasta a un adulto”.
EL TORNILLO
Juancito tenía poco menos de dos años, era gordito, rosado y bonito. Le gustaba jugar con tierra, y su papá le había comprado una pala de plástico para que se entretuviera. Cuando sus abuelos empezaron a hacerles un cuarto a su hija y a su yerno, Juancito empezó a jugar con la grava y con la arena, y se divertía mucho. Al final siempre había que bañarlo, pero de eso se encargaba la abuela, porque su madre, de veintiún años de edad, no soltaba nunca el teléfono celular. Pasaba chateando y hablando gran parte del día, y su madre, que la consentía mucho porque era su única hija, le cocinaba, le lavaba la ropa y hasta le arreglaba el cuarto en que vivían por mientras.Pero una mañana, a eso de las nueve, uno de los albañiles llegó a la cocina corriendo y alterado.
“Doña Carla -le dijo-, venga rápido, que el niño está bien raro”.
“¿Qué le pasa?” -gritó doña Carla, dejando todo a medio hacer.
“No sé -le dijo el albañil-, está tirado en la arena, como convulsionando, y tiene sangre en la boquita”.
Doña Carla levantó al niño del suelo, le limpió la sangre con una manta y lo sacudió para ver si reaccionaba. Pero el niño solo volteaba los ojos y hacía esfuerzos por respirar.
“Llevémoslo al hospital -gritó la señora-; el niño se nos muere”.
A esto, la madre no sabía qué hacer.
Se subieron al primer taxi que pasó y le pidieron al chofer que manejara lo más rápido que pudiera, pero de nada iba a servir. Cuando llegaron al hospital, el niño había muerto.
“No tiene signos vitales -les dijo un médico del Materno Infantil-; este niño está muerto… Hay que avisar a la morgue”.
La desesperación destrozaba el corazón de las mujeres. Se preguntaban por qué había sucedido aquello, y no encontraban respuesta.
En la morgue, el forense dijo que el niño se había tragado un tornillo goloso, que el tornillo se detuvo en la tráquea, causándole varias heridas, las que sangraron y formaron un coágulo que le impidió respirar. Eso lo había matado. Cuando llegaron los agentes de la DPI, la muchacha, la madre del niño, lloraba sin consuelo.
“Yo lo maté -decía-; yo maté a mi hijo, por haberlo descuidado… Todo por estar pegada a ese maldito celular”.
LA NIÑA
Un día, al caer la noche, varios hombres armados entraron a la casa de doña Rosa para robar. Doña Rosa tenía una pulpería y guardaba en la casa el dinero de las ventas del día. Pero también tenía una hija llamada Carminda. Era una muchacha de unos quince años, no muy agraciada y que padecía parálisis cerebral leve. Uno de los ladrones, al ver a la muchacha, les dijo a sus compinches que lo esperaran, y entonces agarró de un brazo a Carminda y, allí mismo, en el suelo, la violó. Luego, la violaron los otros dos delincuentes. Por desgracia, a los nueve meses, Carminda tuvo una niña. Era una niña bonita, sana y que, a pesar de todo, hizo las alegrías de su abuela.Pasó algún tiempo y una tarde llegó a la casa de doña Rosa su hermana mayor, Bertina, una solterona de carácter agrio y violento.
“Vengo a traer a la niña -le dijo-; vos no podés cuidarla porque tenés que estar pendiente de Carminda, así que yo voy a criar a la niña”.
Y, sin decir más, se la llevó. Nadie se opuso. Bertina era una mujer peligrosa.
Así pasaron dos años, la niña crecía y la abuela la veía de vez en cuando. En cuanto a su madre, ni siquiera se daba cuenta de lo que había sucedido en su vida. Pero una tarde un vecino de Bertina llegó corriendo a la casa de doña Rosa.
“Doña Rosa -le dijo-, vaya pronto a la casa de su hermana; allá tiene a la niña muerta…”
“¿Qué estás diciendo?” -gritó doña Rosa.
“Pues así como lo oye… Allá, en la casa de Bertina, su hermana, está la niña de su hija, o sea, su nieta, muerta”.
Corriendo llegó doña Rosa a la casa de su hermana y se encontró con que ella estaba en la cama tratando de reanimar a la niña. Esta convulsionaba, echaba espuma por la boca y los ojos se le movían sin control, hasta que se detuvieron en sus órbitas, uno viendo hacia la izquierda y el otro hacia la derecha.
“¡Me mataste a mi nieta!” -gritó doña Rosa.
“Yo no he matado a nadie, estúpida -le dijo su hermana-; la niña ya se va a componer”.
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“Hay que llevarla al hospital”.
Cuando se subieron al carro, la niña aún respiraba, con dificultad, pero se notaba que se movía su pecho. Sin embargo, murió en el camino.
En la morgue, la Policía llamó a Bertina.
“Dice el forense que esta niña tiene un golpe fuerte en la parte de atrás de la cabeza -le dijo-. Queremos saber qué fue lo que pasó antes de acusarla de homicidio”.
Bertina dio un grito.
“Mire, señor -dijo-, yo estaba bañando a la niña en el lavandero de la pila, le puse champú en el pelo, la enjaboné bien, y la sostuve con una mano para echarle agua. Agarré agua con una paila y se la eché en la cabeza, y la niña hasta saltó del gusto porque a ella le gustaba mucho que la bañara. Pero, en el salto, se me deslizó y se me fue para atrás. Pegó con la cabeza en el borde del lavandero. Yo creí que solo se había desmayado, así que la llevé al cuarto para reanimarla, pero no sabía que el golpe fuera tan grave”.
“Fue tan grave, señora -le dijo el policía-, que ahora la niña está muerta y depende del fiscal del menor levantar cargos por homicidio en su contra”.
“Pero yo no la maté, señor”.
“Eso lo veremos después”.
NOTA FINAL
¿Cuántos casos como este suceden a nuestro alrededor?“Muchos -dice don Jorge Quan, periodista de Canal 6-, y ocurren con más frecuencia de la que nos imaginamos. Cuando el padre, la madre, o el que está encargado de cuidar a un infante se olvida de su deber, entonces aparecen las tragedias… Y estos descuidos mortales deberían ser castigados con todo el peso de la ley”.