El poder de la avaricia

Siempre se ha de repetir que la causa de todos los males es la ambición al dinero.

  • 05 de enero de 2025 a las 00:00
El poder de la avaricia
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ANGUSTIA. Don Juan estaba desesperado. Solo, encerrado en la oficina de su empresa, tenía los codos apoyados en la orilla del escritorio, mientras con las manos se agarraba la cabeza. Había angustia en su corazón, y el miedo lo devoraba por dentro. Lo estaban amenazando de muerte, y, lo peor, era que acababa de recibir fotografías de gente armada, llamadas en la que lo insultaban de la manera más soez, y en las que le decían que sabían bien dónde vivía, y que si seguía “molestando” le matarían a toda su familia, empezando por sus dos niñas pequeñas.

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“Ni el perro de la casa te vamos a dejar con vida” -le dijeron. Y don Juan, sin saber qué hacer, temblaba de pies a cabeza.

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“Con nosotros no se juega, viejo hijo de p... Te metiste a cosas de hombre, y ahora vas a ver que solo vas a salir de esto con las patas por delante”.

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Solo, en su oficina, don Juan se preguntaba ¿en qué momento se metió con aquella gente? ¿Cómo llegó a esta situación? ¿Qué pasaría ahora? Y, entre las cosas graves que le estaban pasando, había una más: Su esposa no sabía nada de lo que le sucedía. No tenía valor para decirle la verdad... Pero, ¿qué era lo que don Juan le ocultaba a su esposa? ¿Qué pasaría con su matrimonio si ella se diera cuenta? Y, aquellas amenazas que recibió, ¿hasta dónde se harían realidad?

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Suspiró don Juan, estiró los brazos, y echó la cabeza hacia atrás. Miró al techo, como si buscara allí una respuesta a sus problemas, y, de pronto, tomó una decisión. Le diría todo a la Policía. No tenía más opción. Pasara lo que pasara.

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Hacía calor en San Pedro Sula, a pesar de que el cielo estaba lleno de nubes grises y oscuras, y que desde la cordillera del Merendón bajaba una brisa fresca. A pesar de esto, don Juan estaba helado cuando pidió hablar con alguien de denuncias.

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“Me dijeron que buscara al subcomisionado César Ruiz” -le dijo al agente que lo atendió.

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“¿De qué se trata su denuncia, señor?” -le preguntó el policía.

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“Es algo muy grave, señor -respondió don Juan, con la garganta reseca-, y deseo hablar con el señor Ruiz”.

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¿Qué era lo que le pasaba a don Juan? ¿Por qué estaba tan desesperado? ¿Por qué se notaba en sus ojos aquella horrible angustia?

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Cuando el subcomisionado Ruiz lo recibió, se sintió más tranquilo. Habló por largo rato, y, al final, el subcomisionado llamó a dos oficiales.

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“Que vengan el inspector Espinoza y la subinspectora Sauceda”.

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La pareja no tardó en llegar.

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INVERSIÓN

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Las cosas no iban bien para don Juan. Pero, no es que fueran tan mal. Sin embargo, deseaba ampliar su negocio, y buscó apoyo en los bancos. Pero los intereses eran demasiado altos, y estaba seguro que, al menos en el primer año, no podría cubrir las cuotas, y generar alguna utilidad. Por eso se entusiasmó cuando vio, por internet, que cerca de él, en San Pedro Sula, había una institución sólida que prestaba dinero a muy bajo interés, siempre y cuando se demostrara que la empresa era completamente legal y que generaba márgenes de ganancia aceptables.

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“No queremos afectar a nuestros clientes con intereses onerosos -le dijo a don Juan el gerente de la Financiera-. Por eso, siempre nos aseguramos de que la empresa genere ganancias para el cliente, y que este pueda pagar las cuotas sin ningún problema. Como ve, tenemos intereses bajos, ya que lo que nos mueve es el objetivo de captar más y más clientes para que se ayuden, y ayuden a la financiera a sostenerse y a seguir brindando el servicio a quienes más lo necesiten”.

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Don Juan estaba satisfecho. Necesitaba dinero para ampliar su empresa, y esta era su oportunidad. Tendría el capital, un período amplio para pagar, cuotas bajas e intereses que no encontraría en ningún banco. Dios lo había llevado hasta allí.

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“¿Cuánto dinero necesita para invertir en su empresa?” -le preguntó el gerente, entrando directamente en materia.

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“Cinco millones de lempiras” -respondió don Juan, con algo de nerviosismo.

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“Es bastante” -comentó el gerente, pensativo.

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“Creo que sí”.

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“Pero, no tenemos problema con eso... Veo que toda su documentación está en orden, y solo necesitamos saber que nos garantiza la devolución del dinero”.

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“Pueden venir a mi casa, si quieren -dijo don Juan-. Tengo bienes que pueden respaldar el préstamo”.

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“Me parece bien”.

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La cita era a la mañana siguiente. Don Juan vino por el gerente, que lo estaba atendiendo personalmente, y lo llevó a su casa; una bonita casa que agradó al hombre.

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“Bien -le dijo éste a don Juan-, no veo que haya problemas... Le prestaremos el dinero”.

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Don Juan sonrió satisfecho.

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“Tenemos algunos requisitos -le dijo el gerente, de vuelta en la oficina-; debe hacernos un depósito que sea una garantía para la cantidad que le vamos a entregar”.

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“¿Un depósito?”.

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“Sí... Digamos, el veinte por ciento de lo que solicita”.

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“Eso es un millón de lempiras”.

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“Exactamente... Es política de la empresa. Como ve, no somos un banco. Trabajamos con dinero en efectivo; entregamos los préstamos en cajas fuertes codificadas, y que sólo el cliente puede abrirla. De esta forma, evitamos ciertos pagos, como impuestos, por ejemplo, y declaramos las ganancias de modo que la Ley quede satisfecha con nuestras operaciones... ¿Me comprende?”.

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“Muy bien”.

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“Además, el dinero que usted deposite, es reembolsable; y podrá disponer de él en el momento en que lo solicite, siempre y cuando comprobemos que usted está invirtiendo bien el préstamo que le hemos hecho”.

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“No habrá ningún problema”.

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“Excelente”.

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Y don Juan entregó el millón de lempiras, en efectivo, aquella misma tarde. Firmó algunos documentos, y se fue soñando con nuevos éxitos. Pero, a eso de las cuatro de la tarde, recibió una llamada. Era el gerente de la Financiera.

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“Don Juan -le dijo este hombre, con voz apesadumbrada-, tengo una mala noticia para usted... Lo espero mañana a las once, en mi oficina, para devolverle su dinero. Los analistas de crédito me dijeron que un millón no es suficiente garantía para prestar cinco millones de una sola vez... A menos que usted acepte solamente dos millones y medio, para empezar”.

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Don Juan respondió de inmediato:

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“Pero, es que ya hice planes con el dinero que me prometió”.

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“Yo lo entiendo, pero no podemos ir más allá de la mitad de lo solicitado”.

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“Entonces, si necesita alguna garantía mayor, dígame”.

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“Creo que quinientos mil lempiras más nos ayudarían para que los analistas aseguren el retorno del capital de la Financiera”.

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“Usted me dijo que yo puedo disponer de mi dinero cuando lo solicite, ¿verdad?”.

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“Así es. Está escrito en los documentos ya firmados... Y si usted, en vez de quinientos mil, da en garantía un millón más, el dinero suyo estaría en su casa mañana mismo... por la tarde”.

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“Me parece bien”.

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Y, en la mañana, a eso de las once, don Juan regresó a la Financiera con un millón de lempiras en efectivo.

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“Firme aquí -le dijo el gerente-. Aumenté su préstamo a cinco millones y medio... Una pequeña deferencia, para que usted tenga algo más para invertir sin sentirse... ahogado, como dicen... ¿Me comprende?”.

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“Perfectamente... Y se lo agradezco mucho”.

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TARDE

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Don Juan esperó hasta las cinco de la tarde en su casa. Estaba solo, tomaba café, a causa de los nervios, y soñaba. Justo entonces, recibió una llamada.

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“Perdone la tardanza, don Juan -le dijo el gerente-; un problema pequeño en la contabilidad... Hemos hecho varios préstamos, y nos quedamos con la mitad de su dinero para entregar hoy... A menos que nos espere hasta mañana a las diez... Ya su caja fuerte está codificada y lista”.

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Don Juan esperó hasta las diez de la mañana. Aquella noche apenas durmió. Su esposa notó su nerviosismo, pero él la tranquilizó diciéndole que eran cosas de la empresa, y que ya le contaría mañana. Pero, en la mañana salió temprano, y esperó en su oficina la llegada de la caja fuerte. A las diez en punto, la caja estaba frente a él. Firmó el recibo, se despidió de los hombres, en uniforme de la Financiera, y dio gracias a Dios. Pero, una llamada interrumpió su alegría.

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“Don Juan -le dijo el gerente, con amabilidad y acento preocupado-, fíjese que tenemos un problema... El contador puso en su caja fuerte tres millones de lempiras, en vez de los dos millones y medio convenidos en la primera entrega, y necesitamos su ayuda para que las cuentas nos cuadren en la Financiera... Necesitamos que nos devuelva los quinientos mil que se agregaron equivocadamente”.

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“No hay problema -le dijo don Juan-. No se preocupe... Abro la caja fuerte, saco el dinero, y yo mismo le llevo los quinientos mil a su oficina”.

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El gerente suspiró.

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“Tenemos un problema con eso, don Juan -le dijo, después de una pausa-, y es que el sistema no le va a permitir abrir la caja si no se refleja en nuestras cuentas la cantidad exacta... Usted me comprende”.

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“Perfectamente”.

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El gerente volvió a suspirar.

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“Necesito su ayuda, don Juan, porque esto es culpa mía... Yo, sin autorización suya, y saltándome las reglas de la empresa, le aumenté quinientos mil lempiras a su préstamo... Y, creo que allí estuvo el error del contador”.

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“¿En qué puedo ayudarlo?” -preguntó don Juan.

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“Pues, si tiene usted quinientos mil en efectivo, me ayudaría mucho... Por mientras abre la caja, y repone su dinero... ¿Le parece?”.

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“Me parece bien”.

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Y don Juan, una hora después, estaba en la oficina del gerente de la Financiera con quinientos mil lempiras en efectivo. El gerente se disculpó, lo invitó una taza de café, y le deseó los mejores éxitos.

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“Tengo una pregunta que hacerle” -le dijo don Juan.

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“A ver” -respondió él.

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“Mi dinero... el que he depositado en garantía, está disponible para mí...”

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“Cuando usted lo solicite -lo interrumpió el gerente-; pero, si me permite un consejo, disponga de su dinero cuando haya recibido los cinco millones y medio completos... Creo que será mejor para su empresa”.

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Don Juan sonrió. Estaba agradecido.

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“Ahora, ¿puedo abrir la caja fuerte?”.

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“Apenas el sistema vea que no hay ningún desfase en las cuentas a su nombre, las de su préstamo, podrá abrirla”.

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“Excelente” -dijo don Juan. Y se despidió con la alegría pintada en el rostro. El gerente lo acompañó hasta la puerta.

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Era hora de abrir la caja fuerte, y don Juan soñaba con mejores tiempos para su empresa y para su familia. Cinco millones y medio, y a un bajo interés, con tiempo suficiente para pagar. Era una bendición.

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Llegó a su oficina, y se sentó detrás de su escritorio. Frente a él, en el piso, estaba la caja fuerte. Mediana, gris, fría, pero con una fortuna en su interior. Don Juan se tomó su tiempo antes de abrirla.

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CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA

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