Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El largo tiempo de la espera (parte II)

“Doctor, tal vez algún día se arrepienta de haberme salvado la vida... Tal vez”
18.06.2023

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- RESUMEN. A don Pedro lo llevaron al Hospital Escuela al borde de la muerte. Vomitaba sangre y pedazos de hígado a causa de una cirrosis mortal. Su hígado tenía treinta y cinco años de soportar el alcohol que don Pedro bebía como agua, tratando de ahogar una pena que lo puso de rodillas para siempre. Pero, en el hospital le salvaron la vida, aunque él le aseguró al doctor que lo atendió “que un día se arrepentiría de haberlo salvado”. ¿Por qué?

+Aquí la primera parte de esta historia

Médico

Sentados en la sala de su casa, mientras esperamos que sirvan el almuerzo de un domingo agradablemente frío, el doctor se acomoda en el sillón, se lleva a los labios su copa de vino, y dice:

“¿Ya conoce todo el caso, Carmilla?”

“Ya, doctor”.

“Yo le pedí al detective que le dijera que quería hablar personalmente con usted, para que contara en EL HERALDO la parte del caso en la que yo tengo culpa”.

“En verdad ¿tiene usted culpa en todo esto, doctor?”.

“Yo le salvé la vida”.

“Pero, ¿no creo que usted se la salvó para eso?”.

El agente de la Policía de Investigación intervino:

“Este hombre esperó treinta y cinco años... Treinta y cinco largos años”.

“La verdad -interrumpí-, don Pedro no había hecho absolutamente nada en todo ese tiempo; tal vez lo imaginaba; tal vez lo deseaba... pero, nunca hizo nada... ¿Por qué hacerlo después de tanto tiempo?”.

“No sé -respondió el doctor-. Él llevaba eso adentro, muy adentro de su corazón, y en el momento en que tuvo claridad en su mente, decidió hacerlo, tal vez porque nunca se sintió con fuerzas suficientes mientras estaba alcoholizado, lo que sucedía la mayor parte de su tiempo”.

“Es posible -dijo el agente-; aprovechó ese tiempo, un corto tiempo, y no se detuvo para hacer lo que había pensado desde hace treinta y cinco años... Después, cayó en el abismo del que lo libró usted, doctor... Y esta vez es para no salir nunca más”.

El doctor esperó antes de responder.

“Sí -dijo; ya no hay oportunidad para él”.

“El fiscal opina que llevarlo a juicio sería perder el tiempo... Además, no tenemos pruebas firmes contra él... Solo el testimonio de un hombre en silla de ruedas, amputado y ciego a causa de la diabetes, que dice que el asesino le dijo “que venía a cobrarse una vieja deuda; una deuda de treinta y cinco años”.

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El testigo

“Yo reconocí su voz -declaró a los detectives, temblando de miedo, buscando algo en la oscuridad eterna a la que lo condenó su enfermedad-; era la misma voz de hace años, aunque un poco temblorosa. No sé cómo entró a la casa, pero cuando oí voces en la sala, vine como pude, y él estaba hablando... aunque no hablaba mucho... Y allí fue cuando oí los primeros gritos... Elena, mi esposa, gritó varias veces, por el dolor. Yo dije no sé qué cosas, y escuché un bulto, algo que caía al suelo. Solo estábamos los dos. Los dos hijos que viven con nosotros estaban trabajando... Unos niños que iban para la escuela dijeron que vieron a un hombre extraño apoyado en un poste de la luz, con un sombrero y una camisa floja, grande, pues, como si no fuera suya; pero no le hicieron caso. Es el único hombre extraño que se vio esa mañana en el barrio. Aquí en El Lolo es bastante solitario, sobre todo en esta zona, y todos nos conocemos... Ahora sé que es él... Él... Y él mismo me dijo por qué lo hacía”.

El hombre estaba desesperado cuando habló con la Policía.

“¿Qué le dijo?”.

El hombre dudó unos momentos. Entonces, intervino su hija mayor.

“Mire, señor -dijo-; hace más o menos treinta y cinco años, murió el hermano mayor de nosotros; bueno, solo medio hermano porque era hijo solo de mi mamá y de un señor que se llamaba Pedro... El niño tenía cinco años, creo... Y se cayó de un árbol de tamarindo que había en el patio en ese tiempo... Pero, el papá, que vivía cerca, dijo que lo habían golpeado hasta matarlo... Y con esa creencia se quedó... Y juró que se iba a vengar de mi mamá y de mi papá, porque él no lo quería solo porque era hijo de otro... Y por eso lo castigaba”.

“Pero eso no es verdad -dijo el hombre-; yo no le pegaba al cipote... Aunque era travieso y rebelde, era Elena la que lo corregía... Yo nunca le puse una mano encima... Se lo juro por esta”.

Los detectives, acostumbrados a escuchar historias, tenían tiempo y paciencia. Los empleados de Medicina Forense habían levantado el cuerpo de Elena, una mujer de sesenta y cinco años, que fue asesinada a cuchilladas en la sala de su casa. El forense contó trece heridas mortales, y unas cuentas heridas de defensa en los brazos y en las manos. Los vecinos, que no se dieron cuenta de la tragedia sino hasta unas horas después, dijeron que no sabían nada, ni se podían imaginar por qué alguien había entrado a aquella casa solo a matar a Elena. Y a matarla de aquella forma.

“El asesino le dijo a mi mujer que la mataba para cobrarse lo que ella y yo le habíamos hecho a su hijo hace treinta y cinco años, y para cobrarse que la traición de ella le había destruido la vida... Y es que Elena se metió a vivir conmigo porque no soportaba los malos tratos que le daba el esposo... Y ya se habían dejado cuando ella se metió conmigo”.

El detective le hizo una pregunta:

“¿Usted reconoce la voz de Pedro? ¿Está seguro de que era Pedro el que vino a su casa ese día? ¿Su esposa lo reconoció?”

“Mire, vamos por partes, señor... -respondió el hombre-. Si Elena lo reconoció, eso no lo sé, porque yo solo oí los gritos de dolor cuando ese hombre la estaba matando... Y yo le grité, pero ella no me contestó... Después, todo se quedó en silencio, callado, callado, y yo me quedé solo... Me moví en la sala con la silla de ruedas, y me topé con algo blando... Era Elena, que todavía respiraba, pero no sé si decía algo... Y me agaché para tocarla, y sé que estaba empapada en sangre; su propia sangre... No supe qué hacer... Y no sé en qué momento fue que me puse a gritar”.

“Bien... Ahora, dígame: ¿Qué le dijo el asesino a usted?”.

El hombre tembló.

“Me dijo que a mí no me mataba porque ya Dios me había castigado suficiente, pero que él estaba seguro de que yo había golpeado a su hijo, y que era yo el que lo había matado, con la ayuda de mi mujer, la propia madre del niño”.

“Y, ¿cuál es la verdad?”.

El hombre se quedó callado.

“Mire, señor -dijo, después de pensar por largo tiempo-; yo era un poco severo en ese tiempo, no lo niego; y así fui con mis propios hijos... Y no le niego que en una o dos veces yo castigué al niño... La que le pegaba más duro era mi mujer... Y cuando yo le decía algo me decía que no me metiera, que ni mi hijo que era... Ahora, eso de que se cayó del palo de tamarindo”.

“¿Es verdad?”.

El hombre no dijo nada, bajó la cabeza y las lágrimas asomaron rodando por sus mejillas.

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Policía

El detective hizo una pausa en el almuerzo.

“Aunque parezca increíble, encontramos el expediente del niño en los archivos del hospital... No murió por ninguna caída. Lo golpearon con fuerza... Tal vez con puños o con algún tipo de objeto pesado... Tenía golpes fuertes en la cabeza, y llegó desmayado al Hospital Materno Infantil... No salió vivo de allí... De esto, hace ya treinta y cinco años”.

Tomó un bocado, bebió un poco de vino, y dijo:

“Fui a buscar a don Pedro... Estaba en el mismo lugar en que lo encontraron cuando se estaba muriendo... Estaba alcoholizado... No pude entenderle nada... Allí fue cuando uno de sus compañeros me dijo que se estaba muriendo... Y fue cuando me encontré con el doctor”.

“Yo no me sacaba de la cabeza a don Pedro -dijo el médico, en voz baja, como si se lamentara de algo-, y fui a buscarlo... Allí vi a la Policía, y este buen amigo me dijo que estaban buscando a un indigente porque creían que había matado a su antigua esposa en el barrio El Lolo, hacía solo unos tres días... Entonces, yo reconocí a don Pedro... Sé que él me reconoció, pero no me dijo nada. Sin embargo, yo sabía que en su mente estaba aquella frase que me dijo en el hospital un par de veces: Doctor, tal vez algún día se arrepienta de haberme salvado la vida... Tal vez”.

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GRACIAS GENERAL

Bien dijo el Predicador que “en todo tiempo ama el amigo, y que es como hermano en tiempo de angustia”; y eso me lo ha demostrado muchas veces el general Ramón Antonio Sabillón, sobre todo en los tiempos de angustia en que se pierde la salud propia y la de un ser querido que lucha sin descanso contra los peores males. Y allí ha estado el General, apoyándome, dándome ánimos, tendiéndome su mano amiga hasta dentro de los quirófanos, por lo cual mi agradecimiento será eterno para él. Dios puso al General en mi camino desde hace muchos años, y su amistad ha sido una gran bendición para mí. Gracias, General, su apoyo ha sido vital en estos difíciles momentos. Gracias. Y para don Juan González Ordóñez, mano derecha del General, gracias, también. Dios los bendiga mucho más. Dios los bendiga siempre.

Sinceramente, Carmilla Wyler.

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