Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El que por su gusto muere…

Lo dicho, los refranes son sabios…
06.06.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

Se llamaba Carlos. Era uno de los mejores. Siempre estaba listo para cualquier misión. Se levantaba antes que todos, y era el último en acostarse; hacía los ejercicios como si fuera de hierro, y parecía que no se cansaba nunca. Además, su fusil siempre estaba impecable, y en las revisiones era el ejemplo de todos. Su uniforme, nítido, sus botas que brillaban como espejos; su cama, arreglada con pulcritud, y era valiente, siempre dispuesto a servir a sus compañeros. Y tenía otra virtud: era obediente y respetuoso con sus superiores. Aparte de esto, era el mejor de los soldados.

En los operativos se portaba como un caballero, trataba a la gente con esmerada educación, y esa forma de ser tan especial lo hacía único, y le ganaba el respeto de todos.

Lo llamaban “el prusiano” porque a nada le tenía miedo, y se podía contar con él para todo. Su iniciativa y su amor a la milicia lo hicieron merecedor de varios premios, y todos lo apreciaban. Pero, un día, en un retén en la salida a Danlí, se sintió mal, y cayó al suelo. Cuando sus compañeros quisieron auxiliarlo, ya estaba muerto.

¿Qué había pasado? ¿Por qué había muerto de esa forma aquel hombre que parecía de hierro?

“Lo llevamos al hospital, creyendo que algo podían hacer por él –dijo un sargento–, pero, cuando llegamos, los médicos dijeron que ya no tenía signos vitales…”.

“Este hombre está muerto” –dijo el doctor.

“¿Cómo pudo ser?”.

“No sé –respondió el médico–. ¿Padecía de alguna enfermedad?”

“No –contestó el sargento–. Era el más sano del batallón”.

“Entonces, en la autopsia vamos a saber de qué murió…”.

El sargento y los otros oficiales que llegaron al hospital no hallaban qué decir.

“No puedo creer que Carlos esté muerto” –dijo un teniente.

Pero, aquella era la verdad. El hombre de roble estaba muerto. Y apenas tenía veintidós años.

¿Qué había pasado?

¿Cómo era posible eso?

“Estábamos en el retén –dice uno de sus compañeros–, y él le hizo señal de parada a un camionero. El camión se detuvo y Carlos, con el debido respeto, saludó al chofer y le dijo que le mostrara sus documentos”.

Era mediodía, hacía calor y el sol daba de lleno sobre los soldados. El tráfico era escaso, y, aunque el trabajo parecía fácil, aquellos hombres estaban de pie desde las seis de la mañana, bajo aquel clima inclemente. Pero, aquello no molestaba a Carlos, “el prusiano”. Era de hierro. Sin embargo, estaba viviendo sus últimos momentos… La muerte lo rondaba de cerca…

“Yo estaba cerca de él –agrega el compañero–, y vi que… así de la nada, como de repente, se puso rojo, pero rojo como un tomate… Vi que abrió los ojos, como si estuviera desesperado, y apretó los labios con fuerza. Y, en un segundo, cayó al suelo… Quisimos auxiliarlo, pero ya nada se podía hacer por él… Llegó muerto al hospital… Bueno, lo levantamos muerto del retén…”.

No había respuesta para aquella tragedia. Sin embargo, así como hay un tiempo para cada cosa, así también hay una respuesta para todo.

“Este hombre murió del corazón –dijo el forense–; fue un ataque fulminante… No dio tiempo de nada…”.

¿Por qué pudo ser?

“Hablemos con sus compañeros –dijo el médico del batallón–. No creo que el ejercicio lo haya matado…”.

“Se ve que era un hombre sano –agregó el forense–. Imagino que tal vez tomó algo…”.

“¿Drogas, doctor?”.

“No veo signos de sobredosis –aclaró el forense–; más bien, me parece que este muchacho tomaba algo con frecuencia, como un vicio…”.

“¿Qué pudo ser, doctor?”.

“No sé, pero, por el daño que veo en el músculo cardíaco, me atrevería a decir que era adicto a las bebidas energizantes”.

“Es posible, doctor –dijo el médico del batallón–, porque siempre estaba alerta, era el que más resistía los ejercicios, y el que menos dormía de todos sus compañeros… ¿Hay alguna forma de averiguar eso, doctor?”.

“Sí, en el laboratorio; pero, la mejor y más rápida es preguntándoles a sus compañeros más cercanos. Alguien debe saber algo”.

Así lo hizo el médico, y no tardó en corroborar las palabras del forense.

“Mire, doctor –le dijo un soldado–, a Carlos le gustaban mucho esas bebidas energizantes. Siempre se tomaba una de medio litro en ayunas, y al mediodía otra, y para acostarse otra; y así hacía todos los días. Dijo que alguien se la aconsejó para rendir más en el trole”.

“Y, ¿nadie le advirtió del peligro que se corre al consumir esas bebidas?”.

“Eso no lo sé, doctor”.

“Pobre muchacho”.

“Él bebía bastante de eso –exclamó, con pesar, el soldado–. A lo mejor eso fue lo que lo mató”.

“No lo dudés –le dijo el médico–; eso fue lo que le hizo estallar el corazón…”.

El doctor calló por un instante. Luego, con algo de tristeza en la voz, dijo:

“Bien dicen que el que por su gusto muere, que lo entierren parado”.

LEA: Selección de Grandes Crímenes: La ballena azul

Moncho

La mamá de Ramón murió a unos días de haberlo traído al mundo. Unos dicen que fue de tristeza, porque el marido la había dejado desde que se dio cuenta que estaba embarazada. Pero, su hermana, Carminda, estaba segura que había muerto de hambre, porque desde que se quedó sola, no hacía más que llorar, y solo Dios sabía cómo no había perdido al niño.

Muerta la madre, Carminda se hizo cargo de Ramón, y juró que lo criaría como a su propio hijo.

“Yo seré su madre –dijo la mujer–; el niño no va a quedar moto”.

Y, con su buen corazón, lo crio de la misma manera como estaba criando a sus propios hijos. Pero, había algo diferente en Ramón. No le gustaba el estudio. Prefería el trabajo, y, desde muy niño, le gustó el dinero.

Trabajó de casi todo.

Fue lustrador, recogedor de basura, mandadero, vendedor de periódicos, en fin. Solo le faltaba peinar pericos y bañar perros. Y tenía, además, otra virtud: le daba la mitad de lo que ganaba a su tía Carminda, a la que consideraba como su propia madre. Sin embargo, también tenía una cosita negativa, porque, como dicen, no hay feo sin su gracia, ni bonito sin su defecto. A Ramón empezaron a gustarle las cervezas.

No es que Ramón fuera bolo consuetudinario. Por lo general, dejaba la tarde del sábado para comerse una porción de pollo con tajaditas de plátano y ensalada de repollo, tortillas y encurtido, acompañado, por supuesto, con unas diez o doce cervezas.

Además, le gustaba compartir con sus amigos, muchachos de la misma camada y que se habían criado juntos en el barrio.

Pero Ramón era tranquilo, jamás tenía problemas con nadie, y siempre regresaba temprano a la casa de su tía. Y siempre con una porción de pollo para ella. Llegaba, se acostaba, y el domingo se dedicaba a las cosas de la casa, como lavar su ropa, planchar y ayudarle a su tía en lo que fuera.

“Moncho nunca fue loco –dice su tía Carminda–; era bien centrado mi muchacho… Yo confiaba en él”.

Una tarde de sábado, le avisaron a Carminda que acababan de ver en HCH una noticia de último momento. Le dijeron que un carro grande se había dado vuelta allá por El Tizatillo, en la carretera al sur, y que se habían muerto todos los que iban en él.

“Y uno de ellos es Moncho, Carminda” –le dijeron.

“No –dijo ella–; no es posible… Moncho está en la glorieta, comiendo pollo y poniendo música en la rockola… Mi muchacho nunca se va a otra parte… No puede ser él el muerto”.

“Pues, ojalá que no sea él, pero allí un periodista de HCH dijo el nombre de los muertos, y están tres de los chavos que se llevan bien con Moncho. Sería bueno que vayás a ver, por si acaso… Ojalá que no sea él…”.

Salió Carminda de su casa, desesperada y con el corazón palpitando en su garganta, y llegó a la glorieta. Allí no estaba su hijo. Pero sí había mucha gente comentando la noticia.

“Son ellos, Carminda –le dijo una señora–; allí estaban el Juancho, Róger y Moncho… Se mataron en El Tizatillo… Son ellos”.

“¿Está segura, doña Lencha?”.

“Segura, mama. Se fueron en el carro de un compañero de trabajo. Dijeron que iban a ir a comer carne asada a la salida del sur, y se fueron todos. Los seis que iban en el carro se mataron… Se dieron vuelta en una curva…”.

Carminda estuvo a punto de desmayarse. Llamaron a HCH, para confirmar la noticia, y Pablo Gerardo Matamoros les repitió los nombres. Moncho era uno de los muertos.

“El chofer iba en estado de ebriedad, señora –le dijo–, y manejaba a toda velocidad. No pudo controlar el carro en una curva, y se dio vuelta… Murieron todos”.

Ya no le cabía duda a Carminda. Su muchacho estaba muerto. Salió volando de la paila del carro y se deshizo la cabeza en el pavimento. Su muerte fue instantánea.

“¿Cómo pudo ser eso? –se preguntó Carminda–.Moncho nunca salía del barrio los sábados…”.

“Pues, él fue el que insistió en ir al Tizatillo –le dijo la dueña de la pollera–. Los compañeros no querían ir, pero él casi presionó a los muchachos para que fueran porque el hombre del carro era un amigo del trabajo de Moncho. Y allí se fueron, unos en la paila, y bebiendo cervezas… Y, mire, allí están las consecuencias…”.

Carminda se sentó en una banca. Estaba pálida, y lloraba. No volvería a ver a su hijo adoptivo, aquel que había crecido en su corazón desde que su madre murió…

“Sus amigos no querían ir… pero…”.

Ya de nada servía lamentarse. Solo quedaba llorar por Moncho, y recordar todo lo bueno que fue. Ya estaba muerto, aunque viviría para siempre en el corazón de su tía.

Tal vez sea verdad aquello que dicen que la muerte llama… y que nadie puede escapar a su llamado…

ADEMÁS: Crímenes: Gusanos en la noche