TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Marina llora. Han pasado muchos años de aquello, pero el dolor sigue latente en su corazón. Nada se ha borrado de su memoria, y el sufrimiento se despierta de repente en ella, a impulso de sus recuerdos, y, entonces, odia, y su odio la daña más a ella que a nadie.
“Lo sé –dice–, pero no puedo evitarlo. Por eso dicen bien los que dicen que recordar es volver a sufrir”.
No se limpia las lágrimas, a pesar de que el agente de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) le ofrece su pañuelo.
Marina es alta, hermosa, de piel canela, ojos color miel y cara más que bonita. El pelo lo lleva cortado muy bajo, casi como un varón, pero le da una elegancia que atrae miradas. Además, tiene un cuerpo de esos que son capaces de detener a un ejército, sin embargo, si alguien lo ve, como vino al mundo, se asombraría al ver en él múltiples cicatrices, causadas todas por el afán de Marina de borrar “la suciedad que llevo encima”, haciéndose daño.
“Soy abogada, Carmilla –me dice–, y tengo éxito en mi trabajo. Solo que no vaya a dar más detalles. Si se dan cuenta, me corren, o mis clientes se retiran…”.
Hace una pausa. Deja que las lágrimas corran libremente, aunque estruja con ira mal reprimida el pañuelo.
“Yo era una niña –agrega–; tenía solo seis años… Y lo veía a él como mi padre, como ese padre que nunca tuve… Pero él… él…”.
No puede seguir.
Las lágrimas se acumulan en su garganta, rechina los dientes y cierra los ojos, como tratando de calmar el infierno que lleva adentro.
“Y ella –exclama, de repente–; ella… ¡Maldita sea ella! ¡Y bendito sea Denis Castro Bobadilla!”.
Se calma después de un minuto de esforzarse por detener el llanto y aplacar la ira. Luego, pide permiso y va al baño. Cuando camina por el pasillo que forman las mesas, muchas miradas la persiguen. Marina es realmente hermosa. De una hermosura que hipnotiza.
El agente
“Carmilla –dice, abriendo una carpeta donde me trajo copia del expediente del caso–, a nosotros nos llamaron en la madrugada. El hombre que llamó dijo que en un cuarto del Motel XXX había un cliente muerto”.
Hace una pausa el detective. Me muestra la transcripción de la llamada al número de emergencias, y da vuelta a la página. Pone la fotografía donde se ve la entrada al motel.
“Aquí fue” –dice.
Sigue adelante, y me muestra una serie de fotografías que terminan en la escena del crimen.
“La víctima estaba en la cama –agrega–, como bien puede ver, y estaba como dormido. Es más, en las fotos se ve que estaba con la cobija hasta el cuello. No hay señales de violencia en el cuarto, no hay huellas de violencia en el cuerpo, y no hay alcohol, tabaco ni drogas, nada. Tampoco hay preservativos, aunque el forense dijo que sí había tenido relaciones con alguien…”.
Marina tarda más de lo previsto.
El agente continúa.
“El forense no encuentra signos que hayan provocado la muerte de aquel hombre, y duda de que haya muerto de un ataque cardíaco porque tampoco encuentra señales de esto; entonces, se pregunta: ¿se murió o lo mataron?”.
Da vuelta a otra página.
“El cuerpo está desnudo, boca arriba, con los brazos a los lados, la cabeza en la almohada, las piernas juntas… –dice–, por lo que yo pienso que todo aquello fue ordenado por alguien, no que amara a la víctima, tampoco que quisiera arreglar la escena del crimen… Más parecía un intento maternal de darle dignidad a la muerte… Porque estaba claro de que acomodaron el cuerpo después de muerto. Como bien puede ver usted, la cama es matrimonial, pequeña, y él cuerpo está en el centro”.
“Entonces…”.
“Pensé que había llegado con alguien que conocía desde hace tiempo, con quien había tenido relaciones muchas veces, y que, de repente, le vino la muerte, y la persona que lo acompañaba, que lo estimaba mucho, o que tal vez lo quería, lo acomodó en la cama, lo cubrió con la cobija, y lo dejó allí, dignamente, para que lo encontraran…”.
“¿Quién lo encontró?”.
“Un empleado del hotel que fue a decirle que ya había terminado el tiempo y que si quería seguir ocupando la habitación tenía que pagar de nuevo”.
Hizo otra pausa.
“Cuando nadie le contestó, se alarmó, le dijo a su jefe, y fueron juntos a tocar la puerta, pero esta estaba abierta, el carro seguía estacionado y nadie respondía. Entonces, subieron, entraron a la habitación, y lo encontraron en la cama, como si estuviera dormido. Lo llamaron varias veces, y nada… Buscaron en el baño, y la persona que lo acompañaba había desaparecido. Cuando lo tocaron para despertarlo, se dieron cuenta de que estaba muerto… No respiraba, no le palpitaba el corazón, y estaba helado, y no era a causa del aire acondicionado porque este estaba apagado. Y, asustados, llamaron a la Policía”.
“¿Y la mujer, o la persona que estaba con él?”.
“No había nadie”.
“¿Por dónde salió?”.
El agente me mostró otras fotografías. Del patio del motel, de la salida, donde se alzaba un portón amplio que se abría cada vez que entraba o salía un vehículo.
“Seguramente salió por este portón –dijo, poco después–, pero, el empleado encargado de abrirlo y cerrarlo, eléctricamente, por supuesto, dijo que no vio salir a nadie, y que él no le abrió el portón a nadie que fuera a pie”.
“¿Hay cámaras de seguridad en el motel?”.
“Sí, pero, por esas cosas de la vida, extrañas por cierto, solo dan al portón, y no cubren la entrada a las habitaciones…”.
“Entonces, sí vieron los videos de seguridad”.
“Sí, claro. En las cámaras quedó grabado el momento en que el carro entra al motel, pero nunca sale”.
“Y la persona que acompañaba a la víctima tampoco se ve en los videos”.
“Tampoco, y eso es lo que hace misterioso este caso, y lo que me hizo quebrarme la cabeza días y noches enteras. No se le ve salir por ninguna parte, y, a pesar de que presionamos al empleado, este demostró con los videos que nadie salió a pie del motel. Por supuesto, nosotros sospechábamos que él le hubiera ayudado a la persona a salir. Pero los videos nos demostraron lo contrario. La persona se había esfumado”.
Forense
El detective se toma un tiempo, ordena las páginas y los recuerdos en su cabeza, y habla consigo mismo. Después de unos minutos, dice:
“Este es el reporte de la autopsia, o necropsia… como usted guste…”.
“¿Qué dice?”.
“Léalo. Esta copia es suya, solo que le pido que, si alguien le pregunta, no mencione mi nombre nunca…”.
“No se preocupe”.
Leo por un momento, y, de repente, miro al agente, que me ve sonriente, como si esperara aquella reacción de mi parte.
“¿Fue asesinado?” –le pregunto.
“Exactamente. Aunque allí dice: Causa de muerte: Homicida. En realidad, fue un asesinato, y muy bien planificado”.
“Hay que ver…”.
“Por eso, Carmilla, este es uno de los mejores casos que han caído en mis manos…”.
Él
La víctima era un hombre de cincuenta y seis años, fornido, sin ser gordo, no muy alto, de facciones regulares, pelo con algunas canas, de piel blanca y sin cicatrices visibles.
Llegó al motel en una camioneta, poco después de las siete de la noche. Pagó la habitación sin dejarse ver y se encerró, como todo el mundo. Pero, a las once y minutos de la noche, no contestó a las llamadas del encargado del motel, por lo que fue a tocar su puerta.
“No contesta el teléfono de la habitación –le dijo a su jefe–, y no responde cuando le toco la puerta”.
Cuando llegó la Policía, estaban nerviosos. Era la primera vez que un cliente se moría en el motel.
“Pero no se murió” –le digo al agente.
“No. Lo mataron”.
“¿Cómo lo mataron?”.
“Siga leyendo”.
Voy de sorpresa en sorpresa, a pesar de que en este oficio se han visto casos más impresionantes, como el de aquel bárbaro que decapitó a su hijita de cuatro meses, aquella mujer que se mató después de ahorcar a sus hijos, de aquel que le dio veneno en una malteada a sus tres varoncitos y se suicidó después, o el caso de la anciana que le dio a su hija cuadripléjica dos pastillas para curar frijoles…
“En esto no se deja de aprender nunca –comento–; los criminales siempre van a encontrar alguna forma de dar la muerte…”.
“Sí –contesta el detective–, creyendo, equivocadamente, que la Policía se chupa el dedo…”.
Marina regresa del baño, se retocó el maquillaje, aunque brilla en sus ojos la humedad de las lágrimas. Y, como siempre, atrae muchas miradas.
“Se la van a comer” –le dice el agente.
Ella sonríe.
“Sí –responde, después de sentarse–, los hombres me miran con hambre, y muchas mujeres también, y lo peor de todo es que no saben que soy un dulce amargo… muy amargo…”.
Se acomoda en la silla.
“Mire, Carmilla –agrega, viéndome con algo de tristeza en su rostro–, ¿puedo confesarle algo?”.
“Si usted gusta…”.
“Es algo muy personal”.
“La escucho con gusto, pero usted decide si me lo dice o no”.
“Quiero decírselo, Carmilla, no solo para sacarme esta angustia del pecho, sino también para que la gente que lea este caso sepa hasta donde llega el daño de un depredador desgraciado, de un destructor de inocentes…”.
Suspira, para mitigar su cólera y su dolor, que, según parece, son permanentes en su espíritu.
“Está bien –le digo–, si usted quiere decírmelo… y no le afecta que lo escriba”.
“No… no me afecta…”.
Hace una pausa, levanta la cabeza, tal vez para detener las lágrimas, o, quizá, para tomar valor del aire. Luego, viéndome por un segundo, dice:
“Tiene que creerme…”.
“Le creeré, por supuesto”.
Baja la cabeza, las lágrimas saltan de sus ojos, a pesar de que se esforzó por detenerlas, y, sin mirarme, me dice:
“Yo jamás he sabido lo que es un orgasmo… ¡Nunca he tenido uno!”
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA...