Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Ante todo, no hagas daño

Los juramentos los cumplen solamente aquellos que tienen nobleza de espíritu: Michelet Cherenfant, misionero
25.05.2019

(Primera parte)

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres y algunos detalles a petición de las fuentes y algunos de los involucrados.

Al principio, cuando los policías llegaron a su casa, José no entendió por qué estaban allí, y mucho menos, por qué lo apuntaban con sus armas a la cabeza.

Seguro de que no le debía nada a nadie, creyó que la Policía se había equivocado de casa, pero, cuando un hombre vestido de civil, que se identificó como fiscal del Ministerio Público, dijo su nombre completo, José se estremeció. El hombre agregó que venía de la Fiscalía de la Niñez.

“Está usted detenido por suponerlo responsable del delito de violación en perjuicio de su menor hija…”

“¿Qué? –gritó José–. ¿Qué es lo que está diciendo usted?

El fiscal no le hizo caso.

“Tiene derecho a guardar silencio…”

“¡Yo no he violado a nadie!”

“Todo lo que diga…”

“¿Cómo es posible que me acusen de haber violado a mi propia niña?”

Dio dos pasos hacia atrás, tratando de buscar la protección de su sala, pero un policía le gritó, sin dejar de apuntarle con su fusil:

“¡Alto! Usted está detenido. Si da un paso más le disparo”.

José estuvo a punto de desmayarse.

Cuando le pusieron las esposas de acero, ya no sabía ni donde estaba.

“Yo soy inocente” –decía, pero nadie le hacía caso. A nadie le importaba. Habían capturado a un delincuente, y eso era todo. Ahora le tocaba declarar.


'¡Alto! Usted está detenido. Si da un paso más le disparo’.
José estuvo a punto de desmayarse.
Cuando le pusieron las esposas de acero, ya no sabía ni donde estaba.
‘Yo soy inocente’ –decía, pero nadie le hacía caso. A nadie le importaba”.

“Yo no he violado a nadie”.

Pero nadie le creía.

“¿Conoce usted a la señora Sara…?”

“Sí –respondió–; es mi esposa…”

“¿Es su esposa?”

“Bueno, es mi esposa pero desde hace dos años vive en Estados Unidos…”

El fiscal lo interrumpió con un gesto que casi parece una cachetada.

“Su esposa Sara interpuso una denuncia en el Ministerio Público en su contra. Dijo que su hija de nueve años le confesó que usted la violaba… Ante eso, ella se vino de Estados Unidos…”

“¿Mi esposa está en Honduras?”

“Así es”.

“Pero, yo no la he visto”.

“Y ella no desea verlo, pero sí a la hija que tiene con usted…”

José hizo un gesto de desesperación.

“Yo soy incapaz de violar a mi hija… –exclamó, sin contener las lágrimas–; es mi niña… yo la vi nacer y la he criado con amor… ¿Cómo es posible que yo le haga daño?”

Los fiscales, por lo general, son de piedra. Dejan sus sentimientos a un lado para ejercer su trabajo en nombre del Estado, y guardan su corazón donde ninguna lágrima ni ninguna súplica lo contaminen. Por esa razón, el fiscal no hizo caso de las explicaciones de José. Nada de eso le importaba. Perseguía un delito, deseando, por supuesto, que fuera verdad, ya que su misión primordial es llenar las cárceles, hundir a cualquiera que sea acusado de lo que sea. Un trabajo digno, como todos, pero que deja su huella en la conciencia, la que se manifiesta a largo plazo con agudos remordimientos.

“La niña ha sido llevada a Medicina Forense para que la examine el médico…”

Sus palabras fueron frías, dichas con sin la menor emoción.

“Vamos a confirmar la denuncia”.

José trató de reponerse.

“Quiero hablar con mi hija” –suplicó.

“Eso no será posible, señor”.

“Ella les va a decir la verdad”.

“¿Qué verdad, señor? ¿De qué verdad me está hablando?”

“Que yo no la he violado. Que yo jamás la he tocado. Ella les va a decir que yo la he cuidado desde que su mamá se fue para Estados Unidos y que nunca le he puesto una mano encima”.

El fiscal, con la máscara de verdugo que se había puesto, sonrió, enseñando los dientes como el pitbull que amenaza con morder.

“Dígame la verdad, señor, y solo voy a pedirle al juez que lo condene a diez años…”

José abrió los ojos. El fiscal lo miraba directamente, como ven las serpientes, y su sonrisa maligna se hizo más amplia.

“Su hija declaró que usted la había violado, señor”.

José abrió los ojos, que parecieron querer salir de sus órbitas, trató de decir algo, pero las palabras se quedaron en su garganta, mientras su corazón daba tumbos en su pecho.

“Mi hija…” –musitó.

“Su hija, señor –le dijo el fiscal, sin dejar de verlo, y con un extraño brillo en sus ojos, uno de esos destellos que muestran el placer que produce el sufrimiento y la desesperación ajena–; su hija”.

“Eso…es imposible”.

“¿Usted cree?”

“Ella me quiere”.

“¿A pesar de que usted la ha violado?”

José no dijo nada. Poco a poco se iba quedando sin palabras.

“Lea esto –le dijo el fiscal, de repente–; es la declaración de su hija en la Cámara de Gessel”.

La declaración

José temblaba de pies a cabeza. No podía creer que todo aquello fuera cierto. Por un momento imaginó que estaba en una pesadilla y que, al despertar, estaría en su cama, y que todo pasaría… Sin embargo, nada hay más real que la realidad, aunque esto parezca una verdad de Perogrullo.

'Ese hombre va a estar su buen tiempo en El Pozo… Allí ya no le volverá a hacer daño a nadie’.
‘Pero él asegura que es inocente y hay quienes hablan bien de él’.
‘Siempre es así; en la cárcel no hay inocentes, y los detenidos siempre tienen quien hable bien de ellos’”.

“Es que mi papá me hace cosas” –decía el escrito que acababa de poner el fiscal ante sus ojos desesperados.

“¿Qué cosas?”

Silencio.

“Me toca mis partes”.

“¿Qué partes? ¿A qué partes se refiere?”

“Me toca aquí, entre las piernas”.

“Y, ¿qué más le ha hecho?”

“Me pone a hacer cosas cochinas”.

José retiró el papel de su vista. Lloraba mientras el fiscal reía.

“Odio el delito –me dijo–; lo odio porque es una de las peores manifestaciones de la maldad del hombre, y nosotros los fiscales tenemos la obligación de combatirlo con todos los medios a nuestro alcance”.

El fiscal hace una pausa, sonríe y me mira con esa misma fría mirada con la que ve a todo el mundo.

“Yo no perdono –agrega, con voz amarga–, y menos a un violador de niños… ¡Y menos a un maldito que viole a su propia hija!”

Expediente

Dice esto y, con un gesto rápido, pone una parte del expediente del caso ante mis ojos.

“Lea estas declaraciones –me dice–. La esposa dice que siempre fue un depravado y que él mismo le contaba que le gustaban las niñas porque eran más puras… ¿Es, entonces, este un tipo normal? No, ¿verdad? Entonces, cuando su esposa decidió irse para Estados Unidos, a buscar una verdadera vida mejor, quiso que su hija se quedara con su madre, pero José se opuso, y, como le corresponde en derecho la custodia de su hija, pues, se quedó con la niña, con segundas intenciones, por supuesto”.

Yo escuchaba en silencio, tomando notas y preguntando algunas veces para reforzar lo que me decía el fiscal.

“Ahora –agregó–, que vamos al juicio, estamos preparados para pedir quince años contra este señor…”

“Pero, ya lleva dos años preso, ¿no es verdad?”

“Sí, dos años y meses…”

“Y, ¿está usted seguro de que lo van a condenar?”

“Seguro, como debe ser. Tenemos las declaraciones de la víctima y el juez que llevará el juicio escuchará de su viva voz todo lo que le hacía el papá…”

Suspiró, dio vuelta a algunas páginas, y agregó:

“Ese hombre va a estar su buen tiempo en El Pozo… Allí ya no le volverá a hacer daño a nadie”.

“Pero, él asegura que es inocente, y hay quienes hablan bien de él”.

“Siempre es así; en la cárcel no hay inocentes, y los detenidos siempre tienen quien hable bien de ellos, sin embargo, como se dice, la realidad no se equivoca y aquí, en este caso, la última palabra la tiene la niña, la víctima, su propia hija”.

“¿Sigue sosteniendo la niña que su papá la violó?”

“No que la violó; que la violaba, o sea, muchas veces… ¿Me entiende?”

La defensa

“La defensa dice que su cliente saldrá con sobreseimiento definitivo”.

“A menos que los jueces sean sordos y mudos, o que no crean en la versión de la niña. Yo pediré quince años para este violador asqueroso, y quince años serán los que esté en prisión. Por supuesto, me gustaría pedir cien años, pero…”

El fiscal se detuvo en éste punto y suspiró, apuró el whisky que aún quedaba en su vaso, y se preparó a despedirse.

“El juicio será en tres semanas –me dijo–. Supongo que estará ahí”.

“Ahí estaré –le respondí–, si Dios lo permite”.

Me sonrió y se puso de pie.

“Una última cosa” –le dije.

“Dígame”.

“¿Sabe usted quien forma parte del equipo de la defensa?” –le pregunté.

“No. ¿Quién?”

Ahora fui yo el que sonrió, y miré fijamente al fiscal para no perderme su reacción. Aun así, agregué:

“¿Recuerda usted el Síndrome Denis Castro?”

El fiscal arrugó el ceño.

“¿Por qué me pregunta eso?” –me dijo, y, sin esperar a que yo le respondiera, exclamó: –¡No me diga que Denis Castro forma parte de la defensa de este hombre!”

“Así es. El doctor Castro está dirigiendo la investigación del caso para presentar la defensa…”

El fiscal no dijo nada. Lo vi sudar y respirar con la boca abierta.

“En todo tiene que andar ese señor” –murmuró.

“Pero nada va a lograr el doctor –le dije–; si la víctima ha dicho que su papá la violó, los jueces le van a creer a ella…”

“Así es, Carmilla –me contestó, levantando la frente pálida–. A mí, ese señor no me amedrenta…”

“Ah, ¿es que hay a quienes amedrenta el doctor Castro?”

“Mire, Carmilla, yo sé que Denis Castro es un buen elemento, o sea, un buen profesional, y que muchos de mis compañeros tienen miedo de encontrárselo en los juicios, pero yo no, y menos cuando tengo en la bolsa la condena del violador… A mí, Denis Castro ni me presiona ni me impresiona”.

“Eso es bueno…”

El fiscal suspiró.

“Carmilla, este caso no lo pierde el Ministerio Público –me dijo–; la declaración de la víctima lo hunde…”

“¿Y la madre?”

“Ya está de regreso en Honduras y va a declarar en contra de su exmarido… Y también la suegra y dos de sus cuñadas… Como ve, ese hombre no tiene salvación… Cuando los jueces escuchen el testimonio de la menor, todo se habrá acabado para él… ¡y ni Denis Castro lo salva de la cárcel!”

Ahora sonrió.

El juicio empezaría en tres semanas y yo estaría en él. Pero antes debería entrevistar a varios de los involucrados… incluida la madre de la menor… y a Denis Castro Bobadilla…

“Es un caso difícil –me había dicho el doctor, unos meses antes–; las declaraciones de la niña hunden al papá, y no sé cómo vamos a plantear la defensa… Es más, desde aquí, y según el fiscal ha planteado la acusación, es un caso perdido, y creo que ese hombre se va a pasar un buen tiempo en la cárcel…”

El doctor Castro suspiró.

“Y, lo peor es que el dictamen de Medicina Forense dice que la niña fue violada…”

Tomó un sorbo de café, mordisqueó un buñuelo, y concluyó:

“Y si el forense dijo eso y lo certificó en su informe, es porque él vio, comprobó… Y su palabra es como un Evangelio… Como médico hizo un juramento y debe cumplir con él al pie de la letra…”

Hizo otra pausa, terminó el café, y dijo:

“Ni modo; si este hombre es culpable, seguirá en la cárcel hasta hacerse viejo”.

“Las declaraciones de la víctima –le dije yo–, y el dictamen del forense del Ministerio Público son determinantes para que el fiscal logre una condena”.

“Así es –me contestó el doctor Castro–. ¡El que hace lo que quiere, que espere lo que no quiere!”.

Continuará la próxima semana...

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