TEGUCIGALPA, HONDURAS.- RESUMEN. A don Germán lo raptaron en una carretera solitaria cuando iba hacia su hacienda. Dos testigos dijeron que hombres encapuchados, con rifles largos y con guantes en las manos, lo sacaron de su vehículo y se lo llevaron. Horas después, don Germán fue encontrado muerto. Lo torturaron antes de quitarle la vida estrangulándolo con un torniquete de alambre. La Dirección Policial de Investigaciones (DPI) se enfrentaba a un caso en el que no había ni una pista, ni una huella digital, ni un tan solo rumor que les ayudara a saber por qué mataron a don Germán. Pero, los agentes de Delitos contra la Vida tenían que resolver el misterio. Así me lo dijo el ministro de Seguridad.
“Carmilla -me dijo el general Héctor Gustavo Sánchez-, este caso, la muerte de don Germán es uno de los más complejos que ha tenido la DPI. Un asesinato planificado por mucho tiempo, y ejecutado por criminales fríos y sin piedad. Una muestra más del poder oscuro de la criminalidad en Honduras, lo que estamos combatiendo con todos los recursos a nuestro alcance. Y el que la DPI haya resuelto este caso es una muestra de que nuestra Policía Nacional sí le da buenos resultados a la población”.
“¿Por qué? -se preguntaba la esposa de don Germán, abrazando su cuerpo con desesperación-. ¿Por qué me lo mataron?”.
Sus hijos estaban a su lado.
¿Qué había pasado? ¿Por qué don Germán fue asesinado de esa forma? ¿Quién estaba detrás del crimen?
“Después de ver la forma en que se lo llevaron y la forma en que le dieron muerte -me dijo el general Sánchez-, estaba claro que se trataba de una venganza. Pero, ¿quién quería vengarse de este señor? ¿Qué hizo don Germán en su pasado para merecer tanto odio? ¡Era algo que la DPI estaba obligada a resolver!”.
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EQUIPO
Un equipo de agentes de la Policía de Investigación Criminal llegó al velorio de don Germán. El fiscal decidió entregarle el cuerpo a su familia y no realizarle la autopsia, y, desde las nueve de la noche, sus amigos, vecinos, empleados y parientes acompañaron su cuerpo, en la sala de su casa, la que habían llenado de flores. Su esposa estaba sentada a la cabecera del ataúd, recibiendo las condolencias de sus amigos. Vestía de negro, tenía puesta una chalina sobre la cabeza, y la acompañaban sus tres hijos y los hermanos del difunto. Este parecía dormido. Le habían cerrado los ojos, le pusieron maquillaje en el rostro, y el cuello de la camisa y la corbata cubrían la lesión que había dejado el torniquete en el cuello. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, enlazadas con un rosario de plata. Sobre el ataúd estaba un enorme ramo de rosas amarillas, cerca de una fotografía de don Germán.
Los agentes llegaron a la vela, a eso de las diez de la noche, y lo primero que hicieron fue hablar con el hijo mayor de don Germán.
“Necesitamos su ayuda -le dijeron-. Queremos que se fije bien en cada una de las personas que están en la vela de su papá. Creo que las conoce a todas”.
“Sí; eso creo” -dijo el muchacho.
“Bien. Pero lo que necesito de usted es que me señale a alguien que no conozca; alguien que le parezca extraño; alguien a quien usted no haya visto nunca. ¿Me comprende?”.
“Sí... Lo comprendo bien”.
“Excelente. Entonces, sería bueno que dé un paseo por la sala, salude a todos los presentes, y dele las gracias. Pero fíjese bien en cada cara”.
“¿Por qué me pide eso? ¿Es que cree que alguien...”
“Solo haga lo que le pido”.
HERMANOS
El hermano mayor de don Germán caminaba con bastón, e iba de su silla al ataúd, con lágrimas en los ojos.
“Hermano -decía-. Hermano querido... Años de no verte, y venir a verte así... Ay, hermanito querido...”
El agente de la DPI se acercó a él
“Quisiera hablar con usted” -le dijo. Y le ayudó a volver a su sillón.
“¿Conoce a alguien en el pasado de su hermano que quisiera vengarse de él?”.
“No, señor... No... Mi hermano no le hacía daño a nadie. Tenía su carácter; pero era así desde niño, y siempre fue bien aparte... Y por esa terquedad fue que se casó con aquella mujer, a pesar de que mi papá le decía que no lo hiciera, que le iba a ir mal con esa muchacha... Pero, él estaba enamorado, y ella estaba encinta... Y se casó... Esa fue la única vez que no le hizo caso a mi papá. Tuvo una hija con ella”.
El hombre tosió.
“¿Es la muchacha que murió?”.
“Sí... ¿Ya sabe eso?”.
“Sí. Nos dijeron que había tenido una hija con su primera esposa, pero que la niña murió siendo adolescente; a los quince años”.
“Sí -dijo el hombre-. La niña murió, y nosotros nunca supimos de qué fue que le vino la muerte... Pero, algo que notamos es que, desde la muerte de la niña, mi hermano y su esposa se distanciaron; y así, hasta que se divorciaron... Y, cosa rara; la mujer mostró un odio muy feo por mi hermano... Y esto que mi hermano le dejó la casa que les había regalado mi papá el día de la boda, dinero en el banco, parte de la hacienda, y otros bienes”.
“¿Usted notó el odio que la esposa tuvo por su hermano?”.
“Todos lo notamos. Era raro, porque se suponía que se querían; pero, de la noche a la mañana, ella lo detestó. Él se fue a Canadá por un tiempo, después del divorcio, y solo regresó cuando mi mamá cayó enferma. Después mi papá, y ya no se fue. Eso pasó hace como veinte y tantos años... Después, se casó con esta señora, y tuvo otros hijos... Y empezó de nuevo... Hasta que lo mataron”.
“¿Sabe por qué lo odiaba la esposa?”.
“No”.
“¿De qué murió la niña?”.
“Nadie supo... Una tarde nos avisaron que había muerto en el Hospital Materno Infantil... Que la habían llevado hasta allí del colegio, y que murió antes de que la operaran no sé de qué”.
“¿El Materno Infantil?”.
“Sí... Es que allí atienden niños”.
“Sí”.
LA EXTRAÑA
En ese momento, el hijo mayor de don Germán se acercó al policía.
“Venga” -le dijo.
El agente se puso de pie y acompañó al muchacho.
“¿Ve a esa mujer que está frente al ataúd de mi papá?”.
“Sí”.
“Mire que nadie la conoce por estos lados; al menos, no creo que sea de aquí... Se acercó al ataúd, no saludó ni le dio el pésame a mi mamá, como hacen todos, y se paró allí, viendo a mi papá”.
Era una mujer delgada, de unos cincuenta y tres años, no muy alta, pelo corto, el que llevaba cubierto con un chal calado; vestía de negro y acababa de entrar al velorio, sin saludar a nadie. El agente tuvo una corazonada, y regresó al sillón donde estaba el hermano de don Germán.
“Venga conmigo -le dijo-, y ayúdeme en algo. Tal vez usted conozca a la mujer que está viendo a su hermano, la que está de pie frente al ataúd”.
El hombre avanzó hacia el ataúd apoyándose en el bastón. Se acercó, y dio un grito ahogado.
“¡Marlene! -dijo-. ¡Marlene! ¿Qué hacés aquí, si vos odiabas a Germán?”.
La mujer levantó la cabeza despacio, y miró al hombre con ojos inyectados en sangre, como si la consumiera por dentro una ira profunda.
“Y lo sigo odiando -le dijo-. Lo voy a odiar hasta el final de mis días”.
Un murmullo se levantó en la sala. El agente le presentó su placa de la DPI, y la cogió de un brazo.
“Señora Marlene -le dijo-, soy la Policía, y le informo que está usted detenida por considerarla sospechosa del rapto y asesinato de su exesposo don Germán... Tiene derecho a guardar silencio”.
Una carcajada salió del pecho de aquella mujer.
“¿Detenida? ¡Ja, ja, ja! ¿Detenida yo por la muerte de este asesino? ¡Ja, ja, ja! ¿Sabe usted, señor policía, a quien está deteniendo? ¿No, ¿verdad?”.
“Señora, tiene que acompañarnos”.
El fiscal se acercó al detective.
“¿Qué pruebas tenés para detener a esta mujer?”.
“Ninguna, por supuesto; pero tengo algunas sospechas”.
Marlene los miraba con ojos enfurecidos.
“¿A qué se dedica usted, señora?”
-le preguntó el fiscal, sin saber en realidad qué preguntar.
“Soy comerciante” -dijo ella.
“Venga -le dijo el detective, sin soltarla del brazo-. Vamos a hablar en privado”.
Entraron a un saloncito donde había un escritorio, una lámpara en el techo, un estante con libros y carpetas de contabilidad y varios cuadros y fotografías.
“Siéntese” -le dijo el agente a la mujer.
“No veo razones para detener a esta señora” -insistió el fiscal.
“Veamos -dijo el agente-. Ella y don Germán se casaron muy jóvenes; casi niños, y tuvieron una hija que murió en el Hospital Materno Infantil antes de ingresarla al quirófano. A la niña la llevaron de emergencia desde el colegio al hospital... ¿Por qué la iban a operar? Pues, en verdad no era una cirugía común; aunque sí era algo común: un legrado”.
La mujer se puso de pie de un salto, y gritó:
“¿Cómo saben eso? Ustedes no tienen derecho a enlodar el nombre de mi hija”.
“Siéntese, señora -le dijo el agente-. Ya tendrá oportunidad de hablar cuando esté con usted su abogado”.
“La niña estaba enamorada. ¿De quién? No sabemos... Y estaba embarazada. Y alguien la obligó a abortar”.
“¡Fue el maldito de Germán! -gritó-. ¡Él la obligó! ¡Él la mandó a la muerte!”.
“Usted estuvo de acuerdo con él en que su hija era muy niña para que tuviera un hijo; y estuvo de acuerdo en que abortara”.}
“¿Cómo saben ustedes todo eso? ¡Nadie sabía por qué murió mi niña! ¡Nadie!”.
“Y usted, después de todos estos años, preparó su venganza contra su esposo. Lo sospeché desde que su cuñado me dijo que se separaron después de la pérdida de la niña, y que usted empezó a odiar a Germán”.
“Y lo odio... Hoy como ayer”.
“Entonces, usted esperó para vengarse”.
“Se lo merecía”.
“¿Por qué no lo hizo antes? -le preguntó el fiscal-. ¿Por qué esperar tantos años? Más de veinte”.
“Quería que se sintiera seguro; que fuera feliz; que tuviera una familia... Entonces, llegaría el momento de castigarlo”.
“Y esperó el momento en que le detectaron a usted un cáncer terminal, ¿no es verdad?”.
Estas palabras del detective hicieron que Marlene lo viera de frente y con la boca abierta.
“¿Cómo sabe eso?” -dijo ella.
“Primero, bajo el chal lleva usted una peluca, está muy delgada, su piel se ve amarillenta y quebradiza, y en su brazo derecho tiene las cicatrices queloides que dejan las agujas de la diálisis... O sea, que usted se quiso asegurar de que su exesposo muriera antes que usted... Fue por eso que me dijo si sabía yo a quién estaba deteniendo... Y ya que no es usted una persona poderosa, debe ser una mujer enferma, y a un paso de la muerte”.
Marlene sonrió y bajó la mirada.
“Usted es un buen policía -dijo-. Jamás me imaginé que venía a meterme en la boca del lobo... Pero, como ya le dije, ¿sabe a quién está deteniendo? A una moribunda... Viví sola más de veinte años, odiando, llorando a mi hija, y arrepintiéndome de haber estado de acuerdo en que abortara... Hoy mi nieto estaría conmigo... Pero, me uní a Germán para hacer lo malo, y a la larga, lo malo que hice lo pagué mil veces, y con dolor... Hoy, soy doblemente asesina”.
“Ahora -le dijo el detective-, nos va a decir quiénes son sus cómplices”.
“Eso no lo sabrán nunca”.
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NOTA FINAL
“Se encontró una huella digital en el tablero de uno de los vehículos -me dijo el general Sánchez-, y se identificó a un hombre. Era el dueño del carro, y dijo que lo reportó como robado la tarde en que dos hombres se lo quitaron a punta de pistola en la salida de un negocio, en San Pedro Sula. En las cámaras de seguridad se ve a dos hombres en moto, con los cascos puestos. La moto no tiene placas, pero tiene una señal especial, y sé que la DPI la va a localizar... Así, los agentes van a cerrar este caso, y los lectores de EL HERALDO van a saber, una vez más, que la Policía sí le responde a la población”.