Este relato narra un caso real.
Se han cambiado algunos nombres y se omiten algunos detalles a petición de las fuentes.
VEA: El día más oscuro (parte 1)
SERIE 2/2
La madrugada del martes 2 de septiembre de 1986, un grupo de ladrones se robó la imagen de la Virgen de Suyapa de su propio templo. Los fieles católicos se conmovieron y la indignación corrió por todo el país. Mientras las oraciones subían al cielo y la Policía buscaba a los delincuentes, estos convertían en dinero las joyas y el oro de la Virgen, pero un agente del DIN encontró a uno de los ladrones… y le arrancó las uñas buscando la verdad…
Llamado
Deseo agradecer a los muchos lectores y lectoras que me escribieron respecto a este caso. Muchas gracias por ser fieles a esta sección de diario EL HERALDO y muchas gracias por sus opiniones. Y lo mismo me dirijo a quienes opinaron positivamente como a quienes creen que pueden reírse de las creencias ajenas. Esto no es correcto porque sabemos que, así como todo lo ajeno debe ser respetado, de la misma forma debe ser respetado todo aquello que para muchos es sagrado, aunque nosotros no lo consideremos así. Lo mismo sucede con la forma de pensar de unos, que difiere de la forma de pensar de otros, pero que debe ser respetada por todos. Esto es parte del derecho ajeno, del derecho inalienable a tener nuestras propias creencias, ideas y opiniones, sin imposiciones ni discriminaciones de ningún tipo. Es, además, una de las libertades del ser humano. Por eso, con todo respeto, llamo a los lectores y lectoras a practicar la tolerancia, a reconocer el derecho de los demás y a cultivar la paz y la armonía en la sociedad practicando, sobre todos los valores humanos, el respeto.
Sacrilegio
El hombre volvió a limpiarse la boca con el pañuelo húmedo, miró a su esposa, que lo atendía con verdadera devoción, y le sonrió en agradecimiento.
“Creo que el Señor me ha castigado por lo que hice –murmura, poco después–, pero en medio de lo que merezco, me dio esta buena mujer, que es mi mayor apoyo en estos momentos difíciles”.
“Es el deber de una buena esposa –dijo don Renato–, y bendito es el hombre que encuentra un tesoro como ella…”
La señora sonrió mientras una lágrima asomaba en sus ojos.
“Esa noche me tomé medio litro de guaro –agregó el hombre, luego de toser una vez más–, había llovido y yo estaba nervioso; no era algo que me alegraba hacer, pero estaba desesperado por dinero… y me habían ofrecido una buena paga…”
“¿Quiénes?”
“El..., bueno, ellos, mis compañeros… Lo habían planificado desde hacía meses y conocíamos la rutina en la iglesia… Abrían temprano, pero era imposible llevarnos a la Virgen en la mañana… Siempre había gente y, además, la plaza nunca estaba vacía… Y en la tarde, cuando la ermita se quedaba sola, había también su riesgo, por eso decidimos que sería mejor en la madrugada… pero yo tenía que meterme… y por eso les pedí guaro. Así, sin nada, no tendría valor de robarme a la Virgen”.
El hombre hace una pausa para descansar, su respiración es agitada y la palidez de su rostro es mayor conforme se esfuerza por hablar. La saliva se le escapa por las comisuras de los labios y vuelve a limpiarse con mano nerviosa. Después de esto, su esposa le cambia el pañuelo.
Preparativos
“Fuimos a la ermita muchas veces –agrega–, unas veinte o treinta, y estudiamos bien la plaza, las casas de los alrededores, la gente y los perros…”
“¿Los perros?”
“Sí –responde él, levantando un poco la cabeza–, los perros… Siempre hay un montón de perros en la plaza de Suyapa, perros callejeros que andan buscando comida, pero que conocen bien a la gente de ahí…”
Hizo otra pausa.
“Fuimos una vez en la noche –dijo, después–, y la plaza estaba vacía… Allí nos dimos cuenta que los perros serían un problema si llegábamos de noche porque nos ladraron… Eran unos diez, y estaban por todas partes, como si tuvieran la misión de cuidar la plaza. Entonces, se decidió volver al día siguiente, o sea, en la noche, y envenenarlos…”
Esto alarmó a los vecinos de la ermita porque, una mañana, ocho perros aparecieron muertos. Estaban por todos lados.
“¿A quién le estorbaban los animalitos?” –se preguntó una señora que vendía golosinas en la plaza.
“Es la maldad del hombre” –dijo una monja, mientras varios hombres recogían a los animales muertos.
El hombre suspiró.
“Los envenenamos a todos. Después me di cuenta que tres perros más aparecieron muertos atrás de la iglesia…”
“¿Cómo se dio cuenta?”
El hombre no responde de inmediato. Piensa. Algo se revuelve en su interior, como un arrepentimiento que lo atormenta desde hace mucho tiempo.
“Los animales no tenían la culpa –dice, después–, pero los matamos y eso me remuerde la conciencia… Sé que por eso también tengo que pagar…”
Nuevo silencio.
“Esa noche fuimos a Suyapa de nuevo y nos estuvimos más tiempo que las noches anteriores –agrega–. Como estábamos en invierno, llovía temprano y hacía mucho frío, y nosotros queríamos saber a qué hora la plaza se quedaba sola, pero esa noche no llovió y había gente afuera de las casas, niños que jugaban, carros que iban y venían, y enamorados que se escondían en los lugares más oscuros, y esto era peligroso porque nosotros teníamos que hacer las cosas sin detenernos desde el momento en que nos bajáramos del carro… Y desde la calle, donde pensábamos dejar el carro, hasta la puerta principal de la ermita, hay un buen trecho, y estaba iluminado alrededor… Pero ya habíamos perdido mucho tiempo”.
La noche
La canícula había durado mucho tiempo, el calor se hizo sentir por largos días y para finales de agosto se mantenía el veranillo, pero una mañana, el cielo amaneció nublado, la temperatura era agradable y se pronosticaron fuertes lluvias.
“Y esa tarde cayó una tormenta de Padre y Señor mío –dice el hombre, acomodándose en su silla–, y nosotros nos alegramos…”
Don Renato intervino.
“A mí me dijeron que la planificación del robo fue de la noche a la mañana –dijo–; y también me dijeron que había sido un hombre solo”.
“Eso no era posible –replicó el hombre–, a menos que alguien se quedara escondido en la ermita y que cuando terminara la misa, a las ocho de la noche, saliera de su escondite, se llevara la imagen y después abriera las puertas para escapar, pero decir esto es más fácil que hacerlo… Es más, alguien quiso hacerlo así, pero no tuvo valor… Aparte de eso, un ladrón solo corre mucho riesgo”.
Nadie dijo nada.
“¿Cómo entró usted?”
“Primero, querían que yo me quedara adentro, después de la misa, pero tuve miedo, entonces, alguien dijo que iba a resolver eso…”
“¿Qué era eso?”
“La puerta”.
“No le entiendo”.
“La forma en cómo iba a entrar”
Robo
Los ladrones llegaron a la plaza de Suyapa a eso de las siete y media de la noche, hacía frío y quedaba una brisa suave de la lluvia de la tarde. Las casas estaban cerradas, no se veía a nadie en la plaza y el silencio era casi completo. Además, caía del cielo una especie de neblina que hacía más profunda la oscuridad.
“Estacionamos el carro lejos de la ermita –dice el hombre–, pero solo para esperar a que terminara la misa. A las ocho y minutos, la gente salió de la iglesia y cerraron las puertas. Todo se hizo más oscuro, lo que nos convenía. Cuando la plaza quedó vacía, nos acercamos y el chofer se estacionó frente a la iglesia. Como era muy temprano todavía, pasaba una que otra gente… Después supe que una señora le dijo a los del DIN que ella había visto un carro extraño frente a la ermita, pero que no sospechó nada… Por supuesto, la gente del DIN estaba lejos de saber quiénes eran los ladrones, y en San Pedro agarraron a una gente y dijeron que había agarrado hasta a los jefes, a los intelectos, a los que mandaron a robarse a la Virgen”.
“¿Y era cierto?”
El hombre sonrió enseñando los dientes amarillos. Un brillo extraño saltó en
su mirada.
“No voy a hablar de eso… Que Renato le diga lo que quiere saber”.
Don Renato hizo un gesto.
“Se dijo, también, que un militar estaba metido en el robo… Un alto militar”.
“Mire –explica el hombre, hablando despacio–, se dijeron muchas cosas, y mil cosas más que no salieron en los periódicos, pero todo fue porque un alto oficial de las Fuerzas Armadas se robó el pedazo de piedra de la luna que el presidente de Estados Unidos le regaló al gobierno de Honduras, para que lo tuvieran como recuerdo, y lo fue a vender a un gringo, allá en los Estados… Por eso fue que dijeron que un militar estaba involucrado en lo de la Virgen, pero solo fueron especulaciones…”
Siguió a esto un momento de silencio. El hombre tomó agua y siguió diciendo:
“No sé cómo abrieron la puerta de atrás de la ermita… Se dijo que habían sido forzadas las cerraduras, pero es algo que yo no sé porque a mí me correspondía entrar, no abrir las puertas… Cuando estuve adentro, sentí un fuego en mi interior, todo estaba a oscuras, pero al fondo brillaba el altar con un dorado pálido, como si fuera oro viejo… Yo tuve miedo, pero ya estaba montado en el macho y tenía que jinetearlo. Sabía bien dónde estaban cada banca y me acerqué al altar sin perder tiempo, me subí a un banco, o una silla, no sé qué era, y parecía mono. Me dolía la cabeza y parecía que tenía fiebre, pero ya no iba a detenerme. Con una mano agarré a la Virgencita, la metí en una bolsa y, así, la guardé debajo de mi camisa. Después me dejé caer y el ruido retumbó en la iglesia vacía. Me quedé agachado unos segundos y cuando supe que nadie me había oído, me fui… Pero todavía no recuerdo cómo fue que salí de allí. Cuando me subí al carro, temblaba de pies a cabeza y me bebí otro buen trago de guaro…”
Comprador
El ladrón se despertó al mediodía siguiente, cuando el escándalo cubría a todo el país. Entonces, lo fueron a buscar a su casa.
“Hay que devolver la Virgen” –le dijeron.
“¿Qué? Yo no me vuelvo a meter a esa iglesia ni loco”.
“No es allí… Hay que escoger un lugar donde dejarla”.
“¿Y las joyas? ¿Y el oro?”
“Ya está entregado… En la tarde te vamos a pagar”.
“Para entonces yo ya me había dado cuenta de lo que había hecho. Y me sentía mal. Al tercer día, dejaron la estatuilla en un baño del restaurante don Pepe, del centro de Tegucigalpa, y uno llamó a una radio… Dijo que allí estaba la Virgencita… Pero pelada, sin las joyas ni el vestidito y sin el oro… Estaba envuelta en periódico, eran unas páginas de EL HERALDO… Allí la habían dejado y a mí me calmó algo mi conciencia… Hasta que me agarró el DIN… pero esa es otra historia”.