Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres
Miedo. ¿Qué era lo que estaba pasando en aquella zona que llenaba de miedo a los adultos mayores, personas de más de sesenta años? Por la colonia San Miguel, La Travesía, La Sosa, Izaguirre y alrededores se oían noticias horribles.
Un grupo de delincuentes enmascarados, armados hasta los dientes, violentos y despiadados raptaba ancianos, solo hombres, los llevaban a lugares solitarios y los amarraban a algún árbol, desnudos y de espaldas; luego, los golpeaban con fajas hasta hacerlos sangrar. Algunos se desmayaban. Dos ya habían muerto en el hospital a causa de las heridas.
¿Quiénes eran estos asesinos? ¿Por qué hacían esto? ¿Qué estaba haciendo la Policía para detenerlos?
Se decía que un grupo de agentes estaba tras la pista de los delincuentes, pero como es bien sabido que la Policía es más lo que inventa que lo que investiga, y de esto hay infinidad de casos como pruebas fehacientes, pues, empezaron diciendo que se trataba de extranjeros que odiaban a los ancianos porque a su jefe, esto es, el jefe de la banda de los verdugos, lo había abusado un anciano en los lejanos días de su niñez, y ahora se estaba vengando de todos los viejitos con un odio feroz.
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Otros decían que era que buscaban a un anciano en especial, que les habían dicho que vivía en aquella zona, y que tenían órdenes de encontrarlo porque hacía mucho tiempo habían asaltado una joyería de las fuertes, en Tegucigalpa, y uno de los ladrones se quedó con el botín, mientras a los otros tres los capturó la Policía y fueron condenados a veinticinco años, los que tuvieron que cumplir completos porque eran muy malos reos. Y ya que los liberaron cuando eran viejos, buscaban al compañero para quitarle la parte del dinero que les correspondía, y habían contratado a un grupo de delincuentes para localizar al cuarto ladrón.
Por eso es que los fajeaban, para que a través de la tortura reconocieran que él era el cuarto delincuente de la joyería, y les dijera dónde tenía enterradas las joyas. Sin embargo, estas teorías pronto se deshacían en el aire. Y más la segunda, ya que, sabiendo los tres presos quién era el compañero, lo más fácil era buscarlo por su nombre. Hubo hasta un bárbaro que dijo que eran extraterrestres los que andaban golpeando viejitos para comprobar la resistencia de la raza hondureña.
Nada más absurdo. La verdad es que ya eran quince los adultos mayores golpeados, de los que trece le dijeron lo mismo a la Policía.
“A mí me llevaron de la calle cuando venía del trabajo -dijo don Marcelo-, me taparon la boca, me amarraron las manos y me llevaron a una montaña. Me amarraron a un palo y me dejaron desnudo; después, me agarraron a fajazos, y los malvados se reían cada vez que yo gritaba de dolor”.
“A mí me agarraron en el puente de la colonia Izaguirre -dijo don Juan-, me montaron a un carro, y no sé a dónde me llevaron. Pero sí sé que me amarraron a un árbol y me pegaron con varias fajas, hasta que me sacaron sangre y me desmayé”.
Los policías no entendían nada de aquello, aunque se supone que están entrenados para entender la maldad humana que impulsa al delincuente a cometer actos fuera de la ley. El director de la DPI relevó a los primeros agentes, porque algunos de ellos solo pasaban con el celular, otros bebían cervezas en horas de servicio, y un par más se encargaban de enamorar sirvientas, meseras y vendedoras de golosinas porque, según estos dos seductores de oficio, “es más fácil de conseguir una mujer con baja autoestima, y como nosotros somos policías, ellas se sienten seguras con uno, y entonces es más fácil comérselas”.
¡Maravillosos agentes de Policía! Con razón la mora en la investigación criminal es mayor a la deuda externa del país. Pero los pueblos tienen lo que merecen y la mediocridad policial es algo que no va a terminar jamás mientras sigamos con las mismas enseñanzas y con personal mediocre, con jefes mediocres y con superjefes mediocres, sencillamente, porque cuando se elige lo peor, lo que debemos esperar es el desastre. Y en medio de todo esto, más ancianos seguían pagando la displicencia con la que los agentes investigaban estos casos. La muchacha Don Ernesto tenía ya setenta y cuatro años, era alto, recio y buena persona. Trabajaba desde las seis de la mañana haciendo fletes en su viejo Nissan Junior, algo destartalado pero con fuerzas todavía. Día tras día lo podían encontrar en la estación de buses de la colonia San Miguel.
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Siempre había quien deseara trasladar una cama, sacos de granos, madera, una refrigeradora, algún motor, las cosas de una casa, en fin; y para eso estaba don Ernesto, que además cobraba muy barato. Un día, una muchacha muy bonita se acercó a él y le dijo que se iba a cambiar de cuarto y que quería trasladar las cosas, que eran pocas. Don Ernesto le dio un precio y la muchacha subió con él al Nissan Junior. En el camino, la muchacha le dijo a don Ernesto: “Pare, pare, que esos chavos me van a ayudar a cargar las cosas”. Eran tres muchachos que estaban sin hacer nada en la calle.
Detuvo don Ernesto el carro y la muchacha se bajó, subió uno de los muchachos con ella en la cabina y los otros dos en la paila. Y siguieron el camino. Pero, de pronto, el muchacho que iba en la cabina le puso un puñal en el cuello a don Ernesto y le dijo que manejara hacia la montaña, por el camino donde están las antenas de radio y televisión de los canales de Tegucigalpa.
“Este viejito ya vivió mucho -dijo la muchacha-; le vamos a dar una fajeada hasta que se muera... Nos vamos a divertir oyéndolo gritar”. El muchacho se rió y don Ernesto les pidió que no le hicieran daño. “Ya viviste mucho, viejo -le respondieron-; ya te toca salir de este mundo; pero primero te vamos a dar una buena fajeada”. “¿Ustedes son los que andan fajeando gente?” -les preguntó don Ernesto.
“¿Qué comés que adivinás?”. El Nissan Junior subió una cuesta, don Ernesto aceleró, aumentó la velocidad, y decidido a todo, lanzó el carro hacia la izquierda, y cayeron a un abismo de más de doscientos metros. Un mes Nadie vio a don Ernesto por un largo y desesperado mes. Siempre regresaba a las seis de la tarde a la casa; cuando más se tardaba era hasta las ocho de la noche.
Pero ese día no volvió. Lo buscaron por todas partes y nada. Hasta que un día, don Lencho andaba por una quebrada buscando leña, acompañado de sus dos perros, Cuki y Blue. Esa mañana decidió ir más lejos, por la calle que llaman Agua Blanca, cerca de una quebrada que baja de la montaña. Los perros, acostumbrados a andar libres por todas partes, se perdieron de vista por un tiempo, mientras don Lencho cortaba leña. Pero, de pronto, vio venir a Blue entre la maleza, con algo en el hocico.
Cuando el perro llegó hasta él, don Lencho vio que era una quijada humana. Sorprendido, siguió el camino por el que había venido el perro y se encontró con un carro que estaba destruido en el fondo del abismo; y adentro, un esqueleto humano.
Avisó don Lencho a la Policía, y con ayuda de los bomberos sacaron el carro del abismo. Alguien del punto de los fleteros de la San Miguel les dijo a los policías: “Ese es el carro de don Humberto, el viejito que desapareció hace un mes”. Llamaron a la familia, y por la ropa y por el carro, sus hijas lo reconocieron. Y, para estar seguros, en medicina forense llamaron al odontólogo de don Humberto, el doctor Edgardo Inestroza, y este confirmó que era su paciente. “¿Qué fue lo que pasó?” -se preguntaban los policías. “Si no lo saben ustedes -le dijo uno de los fleteros-, menos nosotros”.
“Mire -dijo otro-, hace como un mes, una chavala muy bonita vino a contratar a don Ernesto porque se iba a cambiar de cuarto y se fue con él”. “¿Sabe cómo se llama la muchacha?” “No, pero hace más o menos ese tiempo, me contaron que a unos muchachos los habían secuestrado y que los llevaban allí, por el rumbo de las antenas de televisión, y que los muchachos se tiraron del carro en que los llevaban.
Tuvieron suerte porque una gente que pasaba por allí les ayudó y los llevaron al hospital porque estaban todos golpeados, incluso, decían que la muchacha no podía mover las piernas”. “¿Cuándo fue eso?” “Hace un mes, más o menos”. Hospital Allí estaba la muchacha, enyesada y con vendas en casi todo el cuerpo. “Nosotros somos los que fajeábamos a los viejitos -le dijo a su mamá-; ese día, el viejito tiró el carro al abismo y nosotros nos tiramos, pero rodamos hasta abajo y nos golpeamos... Yo me quebré las piernas y mis amigos están casi como yo...” La muchacha, entre lágrimas, contó todo lo que hacían con sus amigos para divertirse.
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“Su hija no volverá a caminar -le dijo el ortopeda a la madre-; tiene rota la columna vertebral y seccionada la médula espinal”. Uno de los muchachos se quebró dos vértebras cervicales al caer de cabeza en la carretera. Quedó inválido de por vida. “Tardarán en recuperarse -dijo el médico, a los agentes de la DPI-; y uno de ellos ni siquiera abre los ojos; está en coma...” “Pues, vamos a esperar -dijo el agente-; el fiscal no se va a conmover por eso. Igual los va a llevar a juicio, y estén como estén, van a ir a parar a la cárcel... Recuerde que mataron a golpes a dos ancianos y eso no se puede quedar así”.
Nota final Bien dicen que el que mal anda, mal acaba, y estos muchachos, que se divertían martirizando ancianos, han pagado caro sus delitos. Así terminó la banda de los verdugos
Selección de Grandes Crímenes: La banda de los verdugos
Dicen que al malvado le va mal y a veces eso es cierto
06.03.2022
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