TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.
La señora se sentó al lado de su marido, en el sillón más grande. Tenía un pañuelo en las manos, para secar sus lágrimas, las que no dejaban de brotar de su alma desde el momento en que supo que habían matado a su hija menor.
El hombre, lleno de canas y de penas, le toma una mano para darle fuerzas, pero él mismo necesita apoyo porque está deshecho por dentro.
“Nada es más horrible que la pérdida de un hijo –dice, hablando despacio y tratando de esconder su dolor–; es peor que perder la propia vida. Desde esa noche, parezco muerto en vida… Era mi hija, y la amé desde el primer momento en que la vi, cuando nació, en el Hospital Santa Teresa…”.
Ya tenían cuatro hijos varones, y la esposa deseaba una niña “para que le hiciera compañía”, y Dios la bendijo dándole a su primera hembrita; luego vino la segunda y la tercera, y esta era bella, de toda belleza, sin embargo, “el diablo, que anda siempre como león rugiente a nuestro alrededor, buscando a quién devorar, se la llevó para siempre…”.
“La mató de la forma más horrible –agrega el padre, brillantes los ojos a causa de las lágrimas que quiere reprimir entre los párpados y que nublan su semblante con un halo de tristeza–; la mató a cuchilladas… y delante de su hija… ¡Delante de ella la mató! Y la niña solo tenía nueve años”.
“Nadie pensó que algo así iba a pasar –añadió la madre, luego de pasarse el pañuelo, húmedo ya, por las mejillas bañadas en llanto–. Ella se enamoró de él, y contra el amor nadie puede; por eso aceptamos que se casaran, y más cuando ella quedó embarazada…”.
“Él era uno de mis choferes –agregó el padre, cuando su esposa guardó silencio, luego de que un horrible estertor revolviera su pecho–; era callado, trabajador y muy responsable, pero no era estudiado, o sea, que no tenía profesión, pero no fumaba, no bebía y no era mujeriego… y se veía que quería a mi hija…”.
Después de esto se hizo el silencio, roto solamente por los gemidos dolorosos de la madre. Poco después, ella continuó:
“Pero, como ella estaba enamorada… ¿Qué podíamos hacer nosotros?”.
Nuevo silencio, esta vez más pesado. Los hermanos, cuatro varones enormes, de rostros serios y semblante triste, se acercaron a sus padres, tratando de consolarlos.
“Han pasado años –dijo uno de ellos, el mayor, un hombre recio y de facciones de piedra–, pero sigue pareciendo que fue ayer… Cuando la niña nos llamó, no lo podía creer, pero salí corriendo para la casa de mi hermana y vi el cabezal estacionado enfrente…”.
Se detiene de pronto, algo se atoró en su garganta, y no puede hablar por largos segundos. Al final, dice, a manera de explicación:
“Todos vivimos aquí –musitó–; cada quien en su casa, pero en el mismo terreno. Mi papá nos dio una parcela para que hiciéramos nuestra casa y viviéramos siempre cerca, unidos como una familia, y la casa de mi hermana es esa que está cerca de la calle… Todos le estábamos ayudando para que la construyera… Ella la quería de dos pisos, grande, con muchos cuartos, ventanas, baños y una gran cocina, porque le gustaba cocinar…”.
“Al principio –intervino la madre–, ella viajaba con él. Mi esposo le regaló un cabezal para que empezaran a trabajar y a hacer su propio patrimonio, por los hijos, y él la andaba para todos lados. Poco a poco empezaron a prosperar. Él manejaba el cabezal, y cuando vinieron los niños ella se quedaba en su casa, para cuidarlos y para esperarlo a él… Y todo iba bien… Prosperaron, compraron dos cabezales más, y empezaron a construir… Hasta esa noche, en que todo terminó…”.
La voz del hombre se quiebra. Su dolor brota en su pecho como gusanos en una llaga que no se cura nunca.
“¿Por qué? –dice la señora–. ¡Ay, Dios mío! ¿Por qué?”.
Su esposo la abraza. No puede hacer nada más. El dolor de aquella madre es inmenso. Sufrirá así hasta el último de sus días.
VEA: Selección de Grandes Crímenes: El pecado de los estúpidos (Parte II)
Sandra
Era bella, en el exacto sentido de la palabra. Blanca como la luna, alta, hermosa, de pelo de oro, como le decía su padre, ojos claros, grandes y hermosos, y labios permanentemente rojos. Era más linda que todas las mujeres más lindas del mundo. Y era sencilla, dulce, agradable y trabajadora.
Pero, una noche, murió, asesinada por su propio marido. Hasta hoy, nadie sabe por qué.
El forense contó treinta y cuatro heridas de cuchillo en la mano izquierda, y treinta y dos en la mano derecha. Seis heridas en el abdomen, cuatro en el pecho y una sola en el cuello, la que le quitó la vida.
“La degolló –dice el padre–. Le cortó la yugular, y mi muchachita se desangró… Mis hijas la encontraron tirada en el suelo, boca arriba, casi nadando en un charco de su propia sangre”.
Siguió a esto un momento de silencio.
“¿Por qué?” –gimió la madre, y ya no pudo decir nada más.
ADEMÁS: El pecado de los estúpidos (Parte I)
Preguntas
¿Qué había pasado realmente aquella noche? ¿Por qué aquel hombre endemoniado asesinó de esa forma a su esposa? ¿Qué lo llevó a cometer semejante crimen? ¿Cómo podría justificar aquella acción tan repudiable?
La niña dijo que su papá llegó a eso de las diez de la noche a la casa, que entró hecho una furia y que Sandra bajó del segundo piso para recibirlo. Pero empezaron a discutir. Él le gritaba, aunque la niña no recuerda lo que decía, y Sandra trataba de calmarlo.
Ella vestía camisón de dormir. Había acostado a los niños, pero con los gritos se despertaron. Entonces bajaron para ver qué era lo que sucedía. En ese momento, el padre les dijo:
“¡Váyanse a su cuarto que esto es solo entre su mamá y yo!”.
Y los niños, con miedo, volvieron a sus cuartos.
En ese momento, él se acercó a Sandra, le arrancó el camisón, la golpeó en el estómago y la tiró al suelo. Alguien, desde las escaleras, era testigo de aquella escena.
Luego, la violó, con fuerza, con violencia, estrellándola en el suelo. Al final, él se puso de pie, caminó hacia la cocina y regresó con un enorme cuchillo en
las manos.
“Te voy a matar –le gritó a su esposa–; te voy a matar”.
“No, Alcides –gritó ella–, no me hagás eso… Mir? que tenemos tres hijos… Yo jamás te he fallado…”.
En ese momento, él lanzó la primera cuchillada, hiriéndola en el abdomen, pero ella detuvo el golpe agarrando el cuchillo con las manos, que empezaron a sangrar. Siguieron más cuchilladas, y ella se defendía con desesperación. Y las heridas en sus manos se multiplicaban, hasta que ya no pudo más.
Fue en aquel momento en que la niña intervino.
“¡No, papá! –gritó–. No matés a mi mamá!”.
“Vos no te metás –respondió él, lanzándola contra la pared, que acababan de repellar–. Te dije que te fueras para tu cuarto”.
La niña se golpeó un hombro en la pared, dejando en el cemento granulado restos de piel.
De pronto, Sandra dejó de gritar. Acababa de recibir la cuchillada mortal. Se llevó las manos al cuello, tratando desesperadamente de contener la sangre que brotaba por la herida, abiertos los ojos desesperadamente, y respirando con dificultad. El hombre, seguro de que ya no era necesario herir más, dejó caer el cuchillo al suelo, mientras su esposa se desplomaba, viéndolo con ojos llenos de terror y desesperación.
Aun trató de decir algo cuando estaba en el piso, y agitaba las piernas como si quisiera escapar con ellas de aquella escena bestial. Alcides, satisfecho de su crimen, ajustó la faja del pantalón, miró a su hija, con ojos de orate, y dio media vuelta. Todo había terminado. Había venido a destruir, y había destruido. Había venido a dar muerte, y había matado. Nada más tenía que hacer en aquella casa.
Sin embargo, regresó a la cocina, tomó un vaso, lo llenó con agua y sacó algo de uno de los bolsillos del pantalón. Luego, puso el vaso en una mesa, regresó a la sala, llegó a la puerta de entrada, y salió de la casa. Cuando la niña llamó a sus abuelos, Alcides se había ido en el Toyota Hilux de su esposa. Allí quedaba estacionado el cabezal; allí quedaba su esposa, muerta, asesinada horriblemente, desnuda, sobre un charco de sangre caliente… Allí quedaban los restos de su hogar, los restos de su propia familia… Y, ¿por qué lo había hecho?
+ El hombre que compró su muerte
La madre
“Ella no salía nunca de su casa –dijo la señora–; siempre estaba pendiente de sus hijos y de su esposo, y lo esperaba con comida caliente. Jamás le fue infiel, jamás le dio un motivo, pero él era celoso…”.
“Creo que él se sentía menos que ella” –agregó uno de los hermanos.
“Sí –dijo otro–, porque se quejaba de que Sandra fuera estudiada y él apenas si había terminado el quinto grado… A lo mejor eso lo hacía sentirse inseguro de su mujer”.
Se hace el silencio después de este comentario, y, poco después, una de las hermanas dice:
“Nosotras llegamos a la casa corriendo. Ella estaba desnuda. Parecía que acababa de morir. El niño decía que había sido culpa de él porque no había defendido a su mamá… Que él no la había defendido de su papá…”.
“Nosotras la vestimos –agrega otra–; no queríamos que la encontraran desnuda…”.
Así la encontró la Policía.
“Era una escena horrible –dice La Chuchis, la agente de Homicidios de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) que estuvo a cargo del caso–; había sangre por todas partes, y la mujer estaba perforada a cuchilladas. Alguien había sacado a los niños de la casa, y la abuela le atendió el raspón que la niña mayor tenía en un hombro… Fue un crimen horrible, y lo peor es que nadie se explicaba por qué lo
había hecho…”.
TAMBIÉN: Selección de Grandes Crímenes: El caso de las botas vaqueras (Parte I)
Pastilla
La Chuchis hizo una pregunta obligatoria.
“¿Sabe usted a dónde pudo haber escapado?” –le preguntó al padre
de Sandra.
“Tal vez a la casa de la mamá –respondió este–; se llevó el pick-up de
mi hija…”.
“¿Dónde vive la mamá?”.
El hombre le dio la dirección. Estaba lejos de allí. Pero nada iba a detener a La Chuchis. Tenía que encontrar
al criminal.
Este, había llegado a la casa de su madre, estaba manchado de sangre y tenía los ojos desorbitados y el rostro pálido y desesperado.
“¿Qué es lo que te pasa, hijo? –le preguntó la señora–. ¿Por qué tenés sangre en la ropa?”.
“La maté, mamá –le respondió él–; la maté”.
“¿Qué? ¿A quién mataste?” –gritó
la señora.
“A Sandra, mamá; maté a Sandra. Maté a mi mujer”.
La señora, incrédula, replicó:
“No estés bromeando, hijo; con esas cosas no se juega… ¿Por qué decís que mataste a tu mujer?”.
“Porqué así es… Porque la maté…”.
“Fue en ese momento en que le sentí aquel olor horrible en la boca –dice la madre–; era un olor fuerte,
insoportable…”.
“¿Qué fue lo que te tomaste, hijo? –le preguntó ella, desesperada.
“Nada, mamá… Ya terminó todo… Ya no voy a tener más angustia… Ella está muerta, y yo ya no hago nada en
el mundo…”.
“Hijo –clamó ella–, tomá un poco de café y vamos al hospital…”.
Pero Alcides ya no dijo nada. Se dejó caer en un sillón, y perdió el conocimiento. Justo en ese instante, llego La Chuchis, con dos patrullas llenas
de policías.
“Se tomó una pastilla para curar frijoles” –dijo la madre.
“¿Sabe usted lo que hizo su hijo?” –le preguntó La Chuchis.
“Sí –murmuró la señora, sin poder contener el llanto–; dice que mató a
su mujer”. “Así es, señora…”.
LEA ADEMÁS: La peor de las noticias
Nota final
Varios policías sacaron a Alcides de la casa y lo subieron a una patrulla. Cuando llegaron al Hospital Santa Teresa ya estaba muerto. Hasta hoy, nadie sabe qué llevó a aquel hombre a asesinar a su esposa.
“Creo que estaba celoso –dice La Chuchis–, aunque nunca la mujer le dio un motivo para sus celos… Tal vez, en realidad, es que se sentía menos que ella, y eso lo hacía ser inseguro… Por eso dice la Biblia “¿Qué comunión tiene la luz con las tinieblas?”. Y hay un refrán muy sabio que dice: “Cada oveja con su pareja”.