RESUMEN. Un hombre que cometió un delito grave escribe una carta con el deseo de que se hagan públicas, no sólo su crimen, sino, también, sus propias opiniones acerca de las motivaciones de quienes delinquen. Asegura que cada quien es responsable de sus actos, y que toma decisiones criminales sabiendo que los resultados son la cárcel o la muerte. “Nadie más que yo tengo la culpa de estar aquí, preso. No es culpable Dios. No es culpable el Estado. No es culpable el ministro de Seguridad. No es culpable la Policía. No es culpable el Ministerio Público ni el Poder Judicial. No es culpable mi padre, ni mi madre. Yo decidí hacerme criminal, creyendo, equivocadamente, que cometía el crimen perfecto. Y hago un llamado a la sociedad para que acepte con hidalguía que es en su seno donde crecen los monstruos que nos aterrorizan; que es en los hogares desintegrados, con padres violentos y madres descuidadas donde se forma y deforma la personalidad criminal; hogares donde se escucha el maligno, perverso y sucio reguetón; casas donde domina el vicio, las peleas y hasta la pornografía... En fin. Somos nosotros los creadores del mal que nos agobia como sociedad. Por eso, hago un llamado a quienes acusan a las instituciones del Estado de ser culpables de la ola de criminalidad que nos agobia, para que vayan más allá, a las raíces del crimen; al génesis de la maldad humana, capaz de causar daño sin el menor escrúpulo. ¿Cuándo acabará esto? Sólo Dios lo sabe”.
+ Selección de Grandes Crímenes: Una dolorosa despedida
Verdades
“No supe contener el odio. No pude controlar mis emociones. Al contrario, las cultivé cada día, pensando una y otra vez la forma en cómo habría de cometer el crimen perfecto. Estudié lo más que pude, para aprender cómo burlarme de la Policía. Y, cuando estuve seguro de que podía hacerlo, me impuse una fecha. Ya estaba decidido a hacerlo, y sólo Dios podría detenerme. Pero, está visto que Dios no aplaude la maldad humana. Todo lo contrario, le duele en su corazón ver cómo el hombre se inclina siempre hacia lo malo. Hoy lo entiendo. En aquellos días en los que planifiqué mi delito, no pensé ni siquiera en ello”.
“Esta carta, Carmilla, no tiene la intención de mostrar mi arrepentimiento. La intención más clara es la de advertirle a los que andan en el delito que, tarde o temprano, estarán en una celda, o en una tumba, y que, si lo piensan bien, y están a tiempo, se aparten del mal camino. La cárcel es un infierno. La soledad es horrible. Y, cuando no llega el momento en que el arrepentimiento llena nuestro corazón, la vida entre rejas se hace insoportable; más todavía, porque sabemos que pudimos evitarlo... Pero, es tarde ya, y estoy condenado. Es más, sé, con absoluta certeza, que no saldré vivo de aquí”.
+ Selección de Grandes Crímenes: Una dolorosa despedida (parte II)
La caída
”Cuando los agentes de la DPI me capturaron, había pasado mucho, mucho tiempo. Yo estaba seguro de que jamás me relacionarían con la desaparición de aquel hombre; y, aunque me entrevistaron dos veces, convencí a los policías de que nada tenía que ver en su desaparición”.
“La noche en que desapareció -me dijo uno de los agentes-, ya casi llegando la madrugada, él venía manejando su carro, cuando otro carro le cortó el paso en una zona oscura y sin vigilancia, y sin cámaras, ni nada, y, borracho como estaba, el hombre no se dio cuenta en qué momento pasó de su propio carro, al de la persona que lo apuntaba con una pistola. Lo demás fue sencillo. Se lo llevaron, y no se le ha vuelto a ver”.
“No sé nada de eso”.
“Creemos que usted tiene motivos para odiarlo”.
“¡Por supuesto! Ese miserable golpeó a mi hija de tres años, delante de la propia madre, mi exesposa, y la niña tuvo que ser hospitalizada, con un bracito quebrado, moretones y hematomas en las piernas, y con los labios hinchados por los golpes que le dieron para callarla y que no llorara más. Ustedes saben bien todo esto. Medicina Forense no miente; además, la muchacha que cuidaba a mi hija declaró en la Policía que los dos la castigaban cuando lloraba... ¡Por supuesto que tengo motivos para odiar a ese miserable!”.
“Podríamos pensar que usted se vengó”.
“Ustedes pueden pensar lo que quieran; ese es su trabajo. Pero, lo que piensen deben probarlo”.
“Hace diez días que no se sabe nada de él... Y sabemos que su exesposa huyó del país... Por miedo a usted, según declaró una de sus hermanas”.
“Sí, yo también supe eso... Y, gracias a Dios que esa mujer miserable se fue sin la niña, porque si se la hubiera llevado, soy capaz de buscarla hasta por debajo de las piedras”.
“Tenemos entendido que la niña está convaleciente todavía, y está en casa de sus padres, o sea, los padres de usted”.
“Así es. El juez de familia...”.
“Creemos que usted raptó al padrastro de su hija, y lo hizo desaparecer”.
“Prueben eso”.
“Usted puede ayudarnos”.
“Prueben lo que dicen”.
“El fiscal cree lo mismo que nosotros”.
“¿El fiscal puede probar lo que dice?”.
“No tenemos cómo probarlo, todavía”.
“Yo no pienso salir de Honduras... Cuando tengan las pruebas, búsquenme... Siempre van a saber dónde encontrarme”.
Tiempo
“Carmilla, nunca un crimen es perfecto. Siempre hay algo que les va a decir a los policías el camino a seguir hasta el delincuente. Hoy, me hace gracia la forma tan estúpida en que caí... Y felicito a los policías porque no son tontos. La DPI está trabajando muy bien. Lo que es, es...”.
“Señor -me dijo uno de los agentes-, está usted detenido”.
“Mientras me ponían las esposas, entendí que habían encontrado algo para incriminarme; y no opuse resistencia. Era inútil. Y cuando me llevaron a las instalaciones de la DPI, lo primero que hice fue preguntar ¿qué tenían para acusarme?”.
“Tiene derecho a que un abogado esté presente en su interrogatorio” -me dijo el agente.
“Si me dice qué es lo que tienen contra mí, las cosas van a ser más fáciles”.
“Ha pasado mucho tiempo, señor -me dijo el fiscal de turno-; casi dos años, pero, al fin, podemos decir que usted es culpable de rapto y asesinato...”.
“A ver”.
La evidencia
“El fiscal sacó de una carpeta varias fotografías que puso delante de mí, una por una. En ella estaba un enorme árbol de guanacaste, al pie del árbol, una fosa recién excavada, en el fondo de la fosa, restos de llantas quemadas, alambres, y pequeños restos de huesos, tan carbonizados, que era imposible sacar de ellos una muestra de ADN. Pero, había tres dientes; molares, y esos sirvieron para que el odontólogo confirmara que eran de uno de sus pacientes; uno que había desaparecido hacía casi dos años... Pero, había algo más, lo que me hizo soltar una carcajada. Eran los restos quemados de una billetera de cuero. La encontraron en una esquina de la fosa. Estaba quemada, y el hecho de que estuviera en una esquina, la salvó por completo del fuego. Y en ella estaban mi tarjeta de identidad, quemada a media, mi licencia de conducir, mi carnet del trabajo, tarjetas de débito y de crédito, y varios billetes quemados. Los policías, antes de ir por mí, averiguaron cuándo solicité de nuevo la identidad, la licencia de conducir, y el reporte de las tarjetas... Dos días después de la desaparición de aquel miserable. ¿Dónde había perdido mi billetera? No lo sabía. No lo supe hasta ese día. Y me causó risa. Me esforcé por hacer una fosa profunda, lejos, en una montaña donde solo hay pájaros y otros animales, y llevé suficientes llantas y madera de pino para quemar el cuerpo. Voy a omitir los detalles de mi crimen. Pero, lo hice pagar el mal que le hizo a mi hija. Y la violación...”.
“Así, Carmilla, los policías me dijeron que un campesino andaba buscando leña por esa zona, y le pareció extraño que hubiera grama por todas partes, y que en aquel rectángulo se viera seca, o que no creciera como en el resto del campo. Aquello le pareció raro, porque, como campesino, sabía que eso era anormal, y entonces, se puso a escarbar. La tierra estaba dura, pero, pronto, sintió un olor extraño.
Hizo más profundo el hoyo, y encontró alambres quemados. Entonces, imaginó que algo malo habían hecho allí, y llamó al auxiliar de la Policía. Y este llamó al delegado. Y con varios hombres, escarbaron más. Luego, llegó la DPI. Hallaron huesos, restos de llanta quemados, alambres, trozos pequeños de madera, quemados, también, y la billetera, o lo que quedaba de ella, con todo adentro. Entonces, fueron por mí. Y, desde ese día, estoy preso, pagando un error que cometí; el de haber perdido mi billetera... O, el de haberme hecho justicia por mi propia mano... Y esto, Carmilla, demuestra claramente que de Dios no nos vamos a burlar; que lo que sembremos, eso hemos de cosechar. Así que, concluyo esta carta diciéndole que no tiene la culpa de que yo esté en la cárcel ni el fiscal, ni los agentes de la DPI, ni el general Gustavo Sánchez, ni la presidenta Xiomara, ni Dios en el cielo, ni el diablo en la tierra. Yo, y solamente yo, soy el responsable de mis actos. Tal vez debí dejar que actuara la Justicia... Pero, hoy, estoy en Támara, viviendo en un infierno del que le voy a escribir más adelante para que sus lectores y lectoras de EL HERALDO conozcan que la cárcel es horrible, y que el delito no paga, y, así, tal vez eviten cometer la estupidez que yo, y muchos más aquí, hemos cometido: creer que podemos delinquir y salir indemnes... Jamás va a suceder eso. El que la hace la paga...”