SEGUNDA PARTE
RESUMEN. Hace ya mucho tiempo, en un apartamento de clase alta, encontraron el cuerpo de un hombre joven, desnudo y en un charco de su propia sangre. Lo habían matado a cuchilladas. El asesino dejó las huellas de sus zapatos en la escena, pero a los agentes de homicidios se les ordenó que no abrieran la boca sobre aquel caso. Hoy, después de mucho tiempo, este misterio ha envejecido, pero sigue vivo en los recuerdos del agente de la DIC que estuvo a cargo. Pero, como él mismo dice: “A pesar del tiempo que ha pasado, es mejor no contar ciertas cosas”.
Desaparición
Mire, Carmilla, este oficio es ingrato. A veces, deja satisfacciones, como las de ver que se le hace justicia a una víctima; pero, en lo demás, le queda a uno una carga emocional que parecen pesadillas con los ojos abiertos. Hay cosas que no se olvidan y que le marcan a uno el carácter; o que se quedan con uno para siempre. Y eso es lo que ha pasado con muchos de mis compañeros, y conmigo, con este caso en especial. Teníamos órdenes de olvidar lo que habíamos visto, pero, a veces, uno es terco, y yo me metí donde no me llamaban... Pero, es que así debe ser el buen policía... supongo yo”.
“Y supone bien”.
Sonrió de nuevo, y volvió a sus recuerdos.
“No encontramos el cuchillo, o sea, el arma homicida, y lo único que teníamos eran las huellas de los zapatos deportivos. Huellas pequeñas, como ya le dije antes, y que no eran las de un niño. Tampoco podrían ser las de un adolescente, porque aquel hombre era fuerte, y bien se hubiera defendido... Pero, esto no era lo más importante... Yo quería saber quién lo había matado, y muchas ideas daban vueltas en mi cabeza... Y, como buen metiche, me fui al Registro de la Propiedad... Allí empezó mi primer susto. El segundo fue al tercer día, cuando estaba por entregar mi turno, un sábado, y llegó una señora, acompañada de dos muchachos, un varón y una señorita, y la señora parecía que había llorado mucho”.
Suspiró, dejó que pasaran los segundos, y, al final de la pausa, dijo:
“Pero, vamos por partes, Carmilla”.
“Ajá”.
“El fiscal nos ordenó dejar la escena. Las fotografías que se tomaron no las vi nunca, y regresamos a la oficina... Cuando nosotros salíamos del apartamento, entraban cuatro hombres vestidos de blanco, con máscaras y con una bolsa de plástico grande. Y, cuando esperábamos el ascensor, vimos que venían seis hombres, encapuchados, y con escobas, trapeadores, agua, y todo lo que se necesita para limpiar... Al inicio no me puse a pensar en eso... Teníamos órdenes, y debíamos decir “Escucho y obedezco”. Pero, esa misma noche, me puse a pensar en quién sería la víctima, quién era el dueño del apartamento, quién daba todas aquellas órdenes, quién quería limpiar la escena tan rápido, y qué misterio había en todo eso... Pero, lo que más me intrigaba era cómo aquel hombre se dejó matar por una persona más baja que él y más débil... Y por qué había tantos policías y militares en la calle. Y no de los militares de ahora, que se acobardan ante esas leyes de los derechos humanos, sino de aquellos que usaban cascos de la Segunda Guerra Mundial, y que tenían cara de criminales en uniforme... Además, cómo había llegado el asesino al edificio, cómo sabía qué apartamento buscar y cómo entró al apartamento. Aparte de esto, cómo sabía que su víctima estaba en el dormitorio, sola e indefensa. Estaba claro de que iba a matar, que sabía a quién iba a matar, y que estaba seguro de que nada se lo impediría”.
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Hizo otra pausa, y esperó.
“Nunca supimos si la víctima estaba drogada o bebida de alcohol, aunque vimos botellas de varias clases en un bar, con copas y vasos. Lo que sí sabíamos es que estaba dormida cuando fue atacada, y que la primera, o las primeras cuchilladas lo despertaron... Trató de defenderse, pero fue herido en el pecho, y la herida empezó a sangrar mucho, a juzgar, Carmilla, por la cantidad de sangre que había en la cama, en el baño y en el pasillo que llevaba a la cocina... Y, mientras corría para escapar, el asesino siguió atacándolo, aunque, tal vez, las heridas no fueran mortales, ya que, corriendo como iba la víctima, el cuchillo no se hundía lo suficiente el cuerpo. Pero, de la cocina a la sala, todo cambió. El hombre resbaló, y allí las heridas sí fueron más profundas... Esos apartamentos eran bonitos, elegantes y lujosos; y eran a prueba de gritos, porque nadie se alarmó... Los vecinos, quiero decir; aunque, ahora que hablo de esto, ni siquiera un solo vecino salió de su apartamento para ver lo que había pasado... Ni siquiera el de enfrente, que estaba a unos dos metros de distancia, puerta a puerta”.
La madre
“Era una señora de unos cuarenta y cinco años. Vestía humildemente, aunque no con pobreza, y se notaba que había llorado. Dijo que quería denunciar la desaparición de su hijo, de veinticinco años, estudiante de Arquitectura, y que se llamaba Fulano de Tal...”
“¿Cuándo desapareció su hijo, señora?”.
“El miércoles en la mañana, señor... Salió para la universidad, y no regresó”.
“¿Tiene alguna fotografía reciente de su hijo, señora?”.
La mujer sacó una foto grande de su bolso negro, y se la dio al detective. Este dio un salto. Miró a la mujer, luego a los hijos que la acompañaban; miró la foto, y se puso blanco como el papel.
“¿Qué le pasa, señor? ¿Ha visto antes a mi hijo?”.
“No, señora... Es que no estoy bien del estómago, y me dan calambres”.
“Hemos ido a la Policía, a la morgue, a los hospitales, a las postas, y nada... No está en ninguna parte”.
“Mire, señora, nosotros le vamos a ayudar; pero, su hijo ha de estar por ahí con algunas amiguitas... Si gusta, venga el lunes, y si no ha aparecido, entonces, nosotros lo vamos a buscar”.El problema es que una madre no se engaña nunca, y aquella mujer vio algo más en el rostro del detective. Y no era el efecto de los calambres en su estómago.
“Mire, Carmilla -me dijo, después de pensar por largo rato-, aquella mujer no era ninguna tonta. Y me costó mucho convencerla de que volviera el lunes. Quiso dejarme la foto, pero le dije que la trajera el lunes, porque yo tenía limpieza de archivo ese día, y la podía perder... Pero, ahora iba yo por buen camino... Tenía dos nombres, aunque no se los había dado a nadie, y menos al fiscal. El primero era el del dueño del apartamento. Pero, solo de recordar aquel nombre me entraba frío. El segundo, el del muchacho muerto. Era el hijo desaparecido de la señora. Pero, me pregunté, ¿por qué no le han entregado el cuerpo a la familia?”. Así que fui a la morgue, y buscando otro cadáver, como desconocido, los vi todos, y ninguno era el hombre asesinado en el apartamento. Entonces, ¿dónde estaba el cuerpo? Yo vi a gente que fue a retirarlo de la escena, pero, ¿a dónde lo llevaron? ¿Era posible que lo enterraran en una fosa clandestina, o que se deshicieran de él de otra forma, de modo que no lo encontraran nunca? Y así, de pregunta en pregunta, llegó el momento en que las cosas se fueron aclarando en mi cabeza. Cuando quise hablar con el guardia que estaba de turno ese día en el parqueo del edificio, me dijeron que no lo conocían, y que no trabajó allí nunca alguien con aquel nombre... Y lo peor fue que, acababa de llegar de regreso a la oficina, cuando me llamó un hombre de voz gruesa, que, al inicio creí que era el fiscal, y me dijo que si quería mi trabajo, y que si amaba a mi familia, que dejara de andar averiguando cosas que no me importaban... Así fue que el lunes no estaba en la oficina, por si llegaba de nuevo la señora; pero, supe después que nadie había llegado a buscarme, ni habían puesto alguna denuncia de desaparición de una persona, un hombre... ¿Qué había pasado, Carmilla? Pues, solo Dios lo sabe... Pero, como hay cosas que no se pueden esconder, y como está dicho que no hay nada oculto que no haya de ser manifestado, andaba yo en Tránsito de la colonia Kennedy cuando vi que de una patrulla bajaron a un hombre que tenía algunos raspones. Al principio no llamó mi atención, pero, de repente recordé aquella cara, y era el guardia que estuvo de turno la noche del miércoles en que mataron al muchacho... Me acerqué a él, y le dije: ¿Se acuerda de mí? Lo he estado buscando. Pero, aquel hombre hizo como que acababa de ver a su peor enemigo, y pidió que se lo llevaran de allí. Después supe que había chocado su carro con una moto, y que el muchacho de la moto se había quebrado un brazo. Y, aun así, insistí en hablar con él. Y me dijo: Mire, señor; mejor váyase y déjeme en paz para resolver mi problema. Si esa gente se da cuenta que usted me ha visto, me van a matar”.
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Yo no le hice caso, y le pregunté:
“¿Cómo es que un guardia de seguridad tiene un carro?”.
“Ay, señor; váyase... Váyase... Yo no lo he visto nunca”.
Yo lo vi a los ojos, y le dije:
“Y si fue usted el que mató a aquel muchacho... Bien podemos detenerlo para investigación”.
“No. No. Yo no sé nada... Y si me quiere acusar, pues, dígale a mi familia que me vaya alistando el velorio”.
“Sólo dígame quién entró al edificio y subió a ese apartamento”.
“Yo no sé nada, señor”.
Dijo esto, y se acercó a mí, para hablarme al oído:
“¿Quiere seguir vivo? Pues, mejor déjeme en paz, y haga como que nunca me ha visto... ¿Entiende?”.
“Mire, Carmilla, el terror con el que aquel hombre me dijo esas palabras me puso los pelos de punta... Y entendí el mensaje... Sin embargo, como terco que he sido, me hice mis propias hipótesis... Aquel hombre, o sea, la víctima, era amante de un hombre acaudalado, homosexual, por supuesto, o, mejor dicho, bisexual, porque supe que tenía esposa e hijos, y muchos millones, y muchos amigos en el gobierno, en las Fuerzas Armadas, y en el mundo entero. Salía en los periódicos en las páginas de sociales, y me puse a escarbar periódicos en la Universidad Autónoma. Allí lo encontré, con la esposa, una mujer joven, bonita, de unos ciento cincuenta y siete centímetros de estatura; tal vez ciento sesenta... Él era alto, de unos cincuenta años, barrigón, aunque no mucho, y de bigote... Y, cuando vi aquellas fotos, incluso unas con el presidente Callejas y el señor Rodolfo Irías Navas, presidente del Congreso, entendí muchas cosas, empezando por imaginar quién era el asesino de aquel hombre... Y, para estar seguro, le pedí a un amigo que me averiguara dónde tenía cuentas bancarias la víctima. Y encontré una con varios depósitos grandes, de cincuenta y de cien mil lempiras. Y la cuenta estaba bien crecida. De esto deduje que el amante estaba chantajeando a su amado, y que este hombre estaba desesperado... Y que, alguien que lo estimaba y lo cuidaba, puso fin a todo aquello... Pero, este misterio seguirá envejeciendo, Carmilla, porque gente poderosa así lo quiso... ¿Me entiende?”
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