Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se han omitido algunos datos.
OLOR. La mujer, un hermoso ejemplar femenino de unos cuarenta y dos años, no muy alta, piel clara, pelo negro, corto, enrollado en una cola de caballo sobre los hombros, piernas cortas y delgadas, aunque delicadamente torneadas, envueltas en la seda blanca del camisón de dormir que se pegaba a la piel con demasiada coquetería, avanzó decidida sobre el pasillo de cerámica blanca, fruncido el ceño, apretados los dientes y con un gesto de indignación y molestia en el rostro.
A pesar de las pantuflas de gamuza que calzaba, sus pasos sonaron pesados sobre el piso, mezclando su ruido ronco al resollar pausado que brotaba de su pecho.
No tuvo que caminar mucho. Se detuvo de pronto delante de una puerta que estaba casi enfrente de la suya y llamó con fuerza, estrellando los nudillos en la madera varias veces.
Cualquiera que la hubiera observado detenidamente se hubiera dado cuenta de que retenía la respiración lo más que podía, mientras golpeaba la puerta de nuevo. Llamó dos veces más y, al no recibir contestación, la cólera deformó su rostro por completo. Detrás de la puerta entreabierta de su apartamento apareció una sombra. Era un hombre alto, semidesnudo, que bostezaba.
“No hay nadie, Carola; vení a acostarte…”
La mujer, que al parecer se mandaba sola, dio un gruñido, golpeó el suelo con un pie, y estrelló con más fuerza los nudillos en la puerta.
“Ya son tres días de soportar ese horrible olor –respondió, sin dignarse a mirar a su marido–; tres días con sus noches…”
“Pero parece que allí no hay nadie, mujer… Esperemos a mañana para ver si vienen los dueños…”
“¿Mañana? Vos todo lo dejás para mañana…”
“Son las doce de la noche… Vamos a dormir”.
“¿Quién puede dormir con semejante tufo enfrente? ¡Voy a llamar a la Policía!”
LLAMADA. El teléfono de emergencia de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) sonó varias veces hasta que alguien se dignó a contestar. Al otro lado de la línea, la voz airada de una mujer estremeció los tímpanos de la operadora.
La mujer dijo que desde hacía tres días no soportaba un mal olor que salía del apartamento de su vecino, que había estado llamando desde entonces, pero que nadie le contestaba y que ahora el olor empeoraba.
Ella creía que había algo muerto en el interior y que sería mejor que mandaran a alguien a investigar.
“¿Ya llamó al 199?”
“Allí nadie contesta”.
“Entonces vamos a investigar nosotros, pero va a tener que esperar”.
La mujer gruñó una vez más y colgó. Tuvo que esperar dos horas más. Poco después de las dos de la
mañana, tres detectives de la DNIC, con ojos cansados y bostezando casi hasta desencajarse las mandíbulas, bajaron del ascensor en el octavo piso, acompañados por el guardia que iba más dormido que despierto. No tardaron en sentir el olor apestoso que inundaba el pasillo.
“Es allí” –dijo la mujer, tapándose la nariz con el escote del camisón, mostrando inocentemente uno de los senos. Los detectives golpearon la puerta.
Nadie les contestó. Llamaron de nuevo. Nada. Silencio absoluto.
Entonces a uno de ellos se le ocurrió girar el picaporte. Este dio media vuelta y la puerta se abrió un poco. Una bocanada de aire fétido salió del interior.
El detective empujó la puerta y se encontró con una sala iluminada y en perfecto orden. El televisor estaba encendido, había restos de pizza en dos platos sobre el comedor, aún quedaba refresco en dos vasos largos de vidrio y en un cenicero estaban apagadas dos colillas de cigarro. Los platos y los vasos estaban muy cerca uno del otro.
Las sillas frente a los platos estaban corridas hacia atrás.
Pero lo que más llamaba la atención era una grande y deforme mancha oscura que estaba sobre el piso. Medía unos dos metros de largo por uno de ancho y en algunas partes formaba una costra alta sobre la que nadaban gusanos blancos y negros.
“Esto es sangre coagulada y podrida” –dijo uno de los detectives.
“Y es mucha sangre –confirmó otro–. Parece que alguien se desangró aquí hasta la última gota”.
“Y después se fue caminando como si nada”.
El chiste pareció de mal gusto al jefe del grupo, sin embargo, a un metro de la puerta se notaban dos huellas de zapatos, marcadas claramente con sangre seca.
“¿Quién vive en este apartamento?”
La pregunta fue directa. El guardia tardó en responder.
“Solo sé que es un ingeniero… Se llama Román… Es un señor de unos cincuenta años, canoso, alto y gordo…”
“¿Vive solo?”
“Sí…, pero siempre trae amigos…”
“¿Cuándo lo vio por última vez?”
“Pues, hace unos tres días… La noche del viernes pasado… Llegó a eso de la una de la mañana… Entró por el sótano…”
“¿Usted lo vio?”
“Yo siempre estoy en el lobby, pero vi su carro y lo vi por la pantalla del monitor…”
“¿Vino solo?”
“Eso no sé, pero en la pantalla se veía a otro hombre… No le vi la cara y no sé si venía con él… Como aquí la gente entra y sale y mi oficio es cuidar, no fijarme en los inquilinos…”
“¿Lo vio salir?”
“No”.
“¿Y vio salir al otro hombre?”
“Pues, es que no me acuerdo porque yo creo que me dormí… Pero ahí están los videos para que los miren, si quieren…”
“Hay que llamar a Inspecciones Oculares, a la fiscalía de turno y a Medicina Forense. Aquí se cometió un asesinato… Alguien fue atacado a cuchilladas y se desangró hasta morir…”
“¿Y el cadáver?”
“Esa es una buena pregunta”.
“¿Se lo llevó el asesino?”
“Ni modo que se fuera solo. Hay que avisar a Pachico… Necesitamos que haga la prueba de luminol en el pasillo… Si el asesino se manchó los zapatos con sangre, seguro dejó huellas afuera… Esto nos servirá para saber por donde bajó con el cuerpo…”
EL DUEÑO. Se llamaba Román, se presentaba como ingeniero, vivía solo en el apartamento desde hacía un año, no hacía vida social con sus vecinos y casi siempre llegaba tarde. Los guardias dijeron que era serio, saludaba sin hablar y los fines de semana siempre traía amigos.
Su vida privada no le importaba a nadie. Cuando sus hijos aparecieron en la DNIC, se supo un poco más de él. Dijeron que no lo veían desde el lunes anterior, que llegaba a visitarlos todas las tardes y que siempre estaba en comunicación con ellos. No les extrañó que en tres días no diera señales de vida porque los fines de semana apagaba los teléfonos y viajaba.
“¿Conocen a alguien que deseara hacerle daño?”
“No, a nadie. Papá no tenía enemigos”.
“¿Por qué vivía solo?”
“Se divorció de mamá hace dos años”.
“Tenía algún socio en el negocio?”
“No sabemos”.
“Dice el guardia que la noche del viernes, mejor dicho, la madrugada del sábado, entró al ascensor y que un hombre iba con él… ¿Imaginan quién puede ser?”
“No”.
“En el comedor encontramos dos platos con pizza, dos vasos con refresco y dos sillas juntas, separadas de la mesa, como si dos personas estuvieron cenando muy juntas… ¿Tenía alguna novia su papá?”
“No sabemos”.
“Buscamos en la cocina y del cuchillero hacen falta dos cuchillos, uno largo y uno ancho, como de carnicero, según el catálogo de compra que encontramos en una gaveta de la cocina…
¿Imaginan quién pudo habérselos llevado?”
“No”.
EN LA DNIC. En el cuarto día de la llamada de medianoche, los detectives estaban en una encrucijada. Estaba claro que en el apartamento de Román se había cometido un crimen, que la víctima se había desangrado hasta morir y que era probable que la hubieran asesinado con uno o dos de sus propios cuchillos de cocina.
Además, se sabía que Román llegó acompañado a su casa, lo que era común los fines de semana, que comió pizza junto a su compañía, que bebieron refrescos y que fumaron cerca porque el cenicero estaba casi entre los dos platos. Lo raro era que todo estaba en orden en la sala, que el dormitorio estaba intacto y que no había señales de violencia en ninguna parte.
Pero faltaban dos cuchillos, había dos huellas de zapato marcadas con sangre seca en la salida, había un lago de sangre coagulada y podrida en el centro de la sala y faltaba Román, o su cadáver.
Ahora bien, el video de seguridad de la noche del viernes y madrugada del sábado no mostraba gran cosa. Se veía a Román viendo a una de las paredes del ascensor, sin decir nada, mientras la espalda robusta de un hombre se mostraba en parte; este llevaba gorra azul, bufanda alrededor del cuello y en todo momento estuvo inmóvil.
Pero salió del ascensor después de Román. No había nada más en el video de seguridad.
TESIS. Los detectives estaban seguros de que aquel hombre que se veía con él en el ascensor acompañaba a Román. Y estaban casi seguros de que él era el asesino. En algún momento atacó a Román, con un cuchillo, y lo dejó que se desangrara hasta morir.
Era posible que se hubiera llevado el cuerpo, pero no usó el ascensor. Las pruebas de luminol en la cerámica del pasillo mostraron la existencia de sangre hasta varias gradas de la salida de emergencia.
Las primeras tenían la forma de un zapato, luego esta forma se fue perdiendo pero quedó la huella que el luminol sacó a relucir, hasta que se perdió en el sótano.
Eran, tal vez, las dos o tres de la mañana cuando el asesino salió del edificio con el cuerpo de su víctima, y se lo llevó para hacerlo desaparecer.
Algo que les extrañaba a los detectives era que las sillas, los vasos y los platos estuvieran tan cerca, y que dos colillas estuvieran apagadas una junto a otra en el cenicero.
¿Por qué? ¿Es que habían comido juntos en una cena romántica? ¿Dos hombres comiendo pizza en la misma mesa uno casi encima del otro? ¿Por qué llevaba tantos amigos a su apartamento el ingeniero Román?
¿Por qué matarlo con tanta saña? ¿Qué había pasado entre ellos? ¿Qué motivó al asesino a quitarle la vida? ¿Y por qué se llevó el cadáver consigo?
Otro dato que complicaba más el misterio era que en el vaso de la derecha del comedor no había ninguna huella digital.
En el otro, los técnicos de Dactiloscopia encontraron huellas de Román. En el picaporte tampoco encontraron huellas, ni manchas de sangre, y tampoco había huellas en el respaldar de la silla del comedor.
Era como si el asesino cuidó cada uno de los detalles de su crimen, sin contar las huellas que dejaron sus zapatos.
¿Y los cuchillos?
¿Usó los dos cuchillos para asesinar a Román?
¿Por qué se los llevó consigo?
Y había un detalle más, un detalle gigantesco, imposible de pasar por alto: faltaba el carro de Román, una pick up Isuzu D-max, gris perla, de doble tracción y doble cabina.
Las llaves tampoco estaban en el apartamento. Además, faltaba el celular del ingeniero.
¿Qué había pasado en aquel apartamento?
¿Quién se había desangrado sobre la cerámica de la sala?
¿Era en realidad Román o este era el asesino de su compañero?
¿Por qué no encontraron huellas digitales en el vaso de la derecha?
¿Con quien comió, bebió y fumó Román esa madrugada?
Si el hombre que se venía con él en el ascensor era su compañero, ¿era él el asesino o era la víctima cuya sangre se pudrió en la sala por tres largos días?
¿Dónde estaba el carro de Román?
Los detectives de homicidios de la DNIC estaban ante un verdadero misterio, ante un caso que cada vez se complicaba más.
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA.