TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Existen cosas insólitas en la imaginación de un joven escritor. La agonía de una rata fotogénica, por ejemplo, o las seis versiones lúdicas de un niño antes de dormir. Así podrían resumirse los dos relatos de Alex Ledesma que publicamos hoy.
Ambos cuentos aparentan cierta ingenuidad, los dos están escritos con un lenguaje juguetón pero preciso y la atmósfera en ellos es cómica y a la vez inquietante. Ledesma tiene la virtud de narrar con naturalidad asombrosa los hechos más absurdos.
“Seis H” es un relato sobre el poder de la imaginación infantil. “#Salvemoslarata”, en cambio, es una sátira corrosiva, amarga, que retrata cómo cualquier suceso puede convertirse en un espectáculo de redes sociales totalmente inútil, demasiado inhumano.
Este mismo humor oscuro está presente en las ilustraciones de Steve Cutts que acompañan estos cuentos y señalan los males del mundo moderno.
#Salvemoslarata
Era domingo por la noche. Caminaba en una de esas calles que conducen al barrio Abajo, aunque podía ser al Guanacaste, no lo recuerdo bien. De repente vi una rata. Parecía agonizar. Estaba sujetándose la cabeza y tenía la cola enrollada. Estaba a la vista de todos. Estaba en mitad de la acera. Era una rata pequeña.
Me detuve a verla un rato. Parecía respirar con dificultad. Alguien más se detuvo a mi lado. Luego otra persona. Quizás la envenenaron. O le dieron una patada. Un carro la remachó con una llanta.Opinaban. Hay que matarla, dijo alguien, apenas se había unido al círculo de curiosos. Una pareja que andaba en motocicleta se detuvo y sacó, cada uno, su smartphone, y tomaron varias fotografías. Con una piedra. Tírenla a la calle. Qué asco. Opinaban. Con la punta del zapato la moví. Torpe, se sacudió, intentó avanzar y se quedó con la cabeza de lado, con el hocico entreabierto, y empezó a tener estertores. Se volvió a enrollar sobre sí misma.
Es una rata pequeña, dijo alguien que iluminaba con el flash de su teléfono mientras hacía un video. De un solo, con una patada, quiébrenle el cuello. Aplástenla con una piedra. Opinaban.
Más personas hacían un semicírculo en torno a la rata. Orínenla. En una bolsa la ahogan. Orinen la bolsa con la rata dentro. Entonces un vagabundo me dio una bolsa de agua. Ahóguela compa, para que no sufra. Tomé la bolsa. Todos los ojos estaban sobre mí. Lancé un chorrito generoso a su espalda. A la cabeza, a la cabeza. Decían.
Apunté a la cabeza, la rata empezó a bañarse, se estregaba las orejas y parecía resucitar. Está viva. La rata vuelve a nacer. Ayudémosla. Démosle algo de comer. Opinaban. Los flashes iban y venían sobre la rata que parecía una celebridad recién descubierta de su anonimato. Salvemos la rata, salvémosla. Y sacaban sus smartphones. Posteaban en Facebook, en Twitter, en Instagram, probablemente en YouTube, con hashtags #Salvemoslarata, #Todossomoslarata, #Eldolordelarataesdenosotros o #Comunidadporlarata. Opinaban.
Entonces la gente se aglomeraba. La calle se llenó. Vino una multitud, en carros, en motos, a pie. Ya no cabíamos ahí. Se empujaban.
Todos querían una selfie con la rata. Íbamos a quedar emparedados en esa estúpida calle. Como pude logré escapar de ese pandemónium. No sé qué le pasó a la rata. Tal vez murió aplastada. Tal vez la llevaron en hombros hasta que las baterías de sus smartphones se agotaron. Tal vez fingió haber muerto para que la dejaran en paz de una maldita vez. No lo sé. Cuando me fui todavía llevaba la bolsa de agua en las manos. Pensé un momento en la rata. Tiré la bolsa. Luego seguí caminando bajo el cielo plomizo de Teguxibalba.
PerfilAlex Ledesma nació en Tegucigalpa, Honduras, en 1983. En 2011 salió finalista del concurso de cuentos breves convocado en el sitio oficial de Facebook del escritor Sergio Ramírez. Estudió Letras con orientación en Literatura en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. |
Seis H
Hora de dormir, dice mamá. H se acomoda en su camita. Mamá llega a darle un beso y verificar que se ponga las gotas nasales para su alergia, que la luz de la lámpara sea adecuada y que no haya polvo en el colchón. Le da un beso y cierra la puerta. Buenas noches, H. Noches, dice el pequeño H, y se cubre hasta el cuello con las colchas. Luego de algunos minutos el silencio se apodera de la casa. H se sacude despacito. Empieza a imaginar su otro yo y lo hace nacer. Un clon perfecto de sí mismo. El otro yace inerte sobre el colchón, con los ojos pegados, respira despacio y H lo sacude, lo peina a su antojo y le da un ligero bofetón. Plaf. Despierta. H se concentra y, por el arte del poder de su imaginación, produce cinco más, cinco copias idénticas de sí mismo. Los ojos se le cierran, pero antes le da instrucciones a su primer clon.
Nada de abrir la puerta ni hacer ruido, debe cuidar su sueño, espantar las pesadillas, dirigir a los otros, es su deber. Luego, el H original se sumerge en las profundidades del océano del sueño. El segundo cobra fuerzas y procede a darle vida a los cinco H. Los despeina y da un bofetón a cada uno. Repite las instrucciones que ha oído apenas unos instantes atrás. Prohibido hacer ruido. Cuidado con las pesadillas. Jamás abrir la puerta. Toma la tablet y se pone a escarbar con los dedos aquel aparato que no entiende. Los otros se palpan torpemente, se levantan, olfatean como cachorros cada rincón, se entretienen en el pequeño mundo que es la alcoba del niño. Pasadas las horas el primero siente un sueño brutal, sabe que ha finalizado su turno.
Antes de partir, les recuerda no fallarle a H. La vida se les va en ello. Cierra los ojos y se acomoda en la cama.
El segundo siente la imperiosa necesidad de agitar las manos y deshacer las pequeñas columnas que fluyen de la cabeza de H, son nubecitas grises y alteradas, malos sueños, entiende él. Los demás juegan a la lucha, sus gargantas sordas no rompen la catedral silenciosa que es la gran madrugada. El tercero y el cuarto se pelean por ponerse unos jeans de H, el quinto ha tomado la tablet. En cambio, el sexto ha aprendido a atarse los cordones de los zapatos. Es una maravillosa jornada para ellos. El segundo repite, como si fuera un espejo, las instrucciones de su predecesor.
H duerme en sueño REM. El frío ingresa bajo la puerta, se adhiere a las ventanas dejando su rastro de humedad. Se acaban los juegos. Es el turno del tercero, que ve con asombro cómo los otros se han encogido y quedado dormidos en unas posiciones imposibles, inverosímiles. Sus hermanos languidecen. El tiempo es breve. Cae el cuarto y los dos gemelos no tienen mayor alternativa que contemplar las nubes de colores de los sueños de los demás. El quinto deja su puesto en la duermevela y apenas le hace señas al último habitante de la alcoba. El sexto se entretiene haciendo bigotes y barba a sus hermanos caídos con un marcador negro que halló en uno de los zapatos de H. Llega su turno al alba. Se acomoda en el montículo de brazos y piernas que son los otros. Junta las manos, apoya la cabeza sobre ellas y cierra los ojos. La madrugada se ha ido.
El canto del gallo apenas atraviesa las paredes de la casa. Todos roncan al unísono. Suena la alarma y H despierta. Se queda quieto como reconociendo cada parte de sí mismo. Se libera del sueño. Abre los ojos bajo el terrible peso de la pereza.
Ha amanecido. Ve a su lado el pequeño ejército de clones dormilones. Poco a poco los junta, los empuja y, como si fuera un chef, el chef Haché, hace una masa de todos ellos, la bola se encoge a medida que la manipula y entonces la toma con ambas manos y hace un plaf. Desaparece. El pequeño H sonríe. Abre la puerta y estira los brazos. Bosteza. Todavía no se ha enterado del enorme bigote y barba que lleva en la cara. Es otro día para H.