SAN PEDRO SULA, HONDURAS.- Conocí a Eduardo Bähr en 2002 o 2003, o quizá antes, durante un encuentro literario en Tegucigalpa.
Recuerdo la impresión que me causó aquella vez: se presentó ante un grupo de poetas, algunos de ellos extranjeros, para valorar lo que, a su juicio, eran los malos modos de hacer poesía entre muchos jóvenes entusiastas pero sin formación de aquella época.
Lo curioso es que, más allá del riesgo que suponía ese atrevimiento, Eduardo soltó su crítica con un humor estupendo, casi con espíritu deportivo, como si eso de criticar poetas en un salón lleno de poetas no fuera un asunto peligrosísimo sino un acto de lo más prosaico que no acarrearía consecuencias de ningún tipo.
La última vez que hablé con él fue la semana pasada. Le pregunté cómo seguía de su padecimiento. Me dijo que bien, recuperándose, aunque “esa papada” no le permitía caminar. “Pero tengo autoestima y humor jodión al tope”, agregó.
Y, por supuesto, le creí, porque a ese humor suyo no le vi jamás padecimiento alguno.
Me concedió Eduardo, a finales del año pasado, la oportunidad de editar con Mimalapalabra en un solo volumen sus cuatro libros de cuentos “adultos” —los “infantiles y juveniles” debían integrar otro volumen—, pues consideramos que un autor de su talla merecía al menos ese pequeño homenaje.
El libro me permitió comunicarme más a menudo con él durante los últimos meses, después de apenas algunos encuentros esporádicos en Tegucigalpa, en San Pedro Sula e incluso en Managua, para la edición de 2017 del festival Centroamérica Cuenta, donde nos tomamos un par de cervezas en una tarde que recordaré, como a él, toda mi vida.
Hoy Eduardo le da una tregua a esa permanente alegría suya, tan jodedora y contagiosa, y nos deja, con su partida, una tristeza cabrona.
Pero que no crea que con esta nota triste es como lo recordaremos. Porque a hombres como él, a amigos como él, a escritores como él se les recuerda con un ánimo distinto, con la certeza de que en el centro de este aparente vacío hay otra fiesta suya, esperándonos.