Siempre

El ángel que nos mira

En 2011 Flores Garca tuvo su primer acercamiento a la obra de Thomas Wolfe, fue un regalo bajo la premisa de que la mejor novela no es aquella que parte de lo académico y formal, sino del arrojo y el pálpito propio de las emociones, el talento, la experiencia, las lecturas y la imaginación
14.06.2024

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Por estos días se cumple un nuevo aniversario luctuoso de Lucille O. Templetton, quien no sólo impulsó mis primeras inquietudes literarias sino que, además, incentivó mi idea de estudiar Historia para ser un escritor que, al menos, procurara cultivar “una escritura sustentada en el porqué de las cosas”.

Muchos de los grandes escritores —dijo— escribieron a partir del impulso y la intuición, pero necesitaron de un conocimiento general del mundo para ficcionar su propia realidad a través de signos y palabras.

Albany Flores: “En Honduras, dedicarse completamente a ser escritor es un tanto suicida”

Cuando en 2011 recibí como obsequio suyo una novela norteamericana escrita por Thomas Wolfe y titulada “La mirada del ángel”, me insinuó que el libro, como otras grandes obras de la época, estaba escrito en un ritmo trepidante y compulsivo que nada tenía que ver con el cálculo asimétrico de la novela actual.

La mejor novela —afirmó—, como la mejor escritura, es aquella que no parte estrictamente de la planificación académica y formal (sin que esto deje de ser importante), sino del arrojo y el pálpito propio de las emociones, el talento, la experiencia, las lecturas y la imaginación.

Por esos años yo había pasado una temporada de exploraciones en Belice, y no tuve el cuidado de leer el libro, que terminó por extraviarse.

Pero la vida tiene extrañas formas de revelarnos lo importante y, dos años después de la partida de Lucille, en 2020, me encontré con un raído ejemplar de la novela en una venta itinerante del centro de Tegucigalpa.

Al leerlo descubrí que aquellas palabras de Lucille, pronunciadas hacía casi una década, eran más que la advertencia sobre un libro que no sólo estaba escrito con estrépito y extravagante belleza, sino también con desgarro y dolorosa insatisfacción familiar.

La historia, cuya trama despliega la carga autobiográfica del autor, narra la vida cotidiana de una familia estadounidense de principios del siglo XX en un ambiente marcado por los conflictos sociales, la depresión económica y la presencia del estrés producido por la explosión de la Primera Guerra y el período de entreguerras.

El relato, conformado por tres partes extensas, inicia con la llegada de un viajero de apellido Gant a tierras norteamericanas, cuyo hijo, Oliver Gant, fascinado por la ilusión consoladora que emanaba de la estatua angelina encargada por su padre, decide convertirse en cortador de piedra.

Luego de innumerables fracasos, Oliver se convierte en alcohólico, huye de su primer matrimonio y forma una nueva familia. Con su segunda esposa, Eliza, también tiene una relación disfuncional, pero procrea nuevos hijos, incluido el protagonista del libro, Eugene Gant, con quien Oliver sostiene una buena relación y a quien le inculca su amor por los libros, el arte y la literatura.

Eugene Gant (alter ego de Wolf) va narrando peripecias de su intimidad familiar, así como su propia percepción e inconformidad con el mundo que lo rodea, hasta el punto de construir un patetismo que, no obstante, desarrolla una escritura caótica con profundas reflexiones y matices poéticos pocas veces logrados en la literatura de la época.

Como en todas sus obras (“Del tiempo y el río”, “El niño perdido”, etc.), Thomas Wolfe se introduce en una honda introspección sobre el espíritu del ser y el individuo, de un modo tan atroz y hermoso que el lector no puede más que conmoverse.

Ese estilo desafiante, lleno de vida y pulsaciones, ha hecho que su obra haya sido constantemente comparada con el trabajo de grandes autores universales como Franz Kafka o Marcel Proust. De hecho, sólo un año después de la publicación de “La mirada del ángel”, con motivo de la recepción del Premio Nobel de Literatura que había ganado ese año de 1930, el novelista norteamericano Sinclair Lewis expresó que un día no lejano, los libros de Wolfe también merecerían el premio.

Por desgracia, la muerte le llegó a Wolfe en 1938, víctima de una tuberculosis cerebral y con tal sólo 37 años.

Ahora, muchos años después de mi primer acercamiento al libro, al pensar en él y en Lucille, espero que ella, donde sea que se encuentre y como Oliver Gant, también tenga un ángel que la consuele y la mire.