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Tegucigalpa, Honduras.- “por otro rumbo el añejo cañón/que alguna vez vigiló el puerto/apuntaba hacia el resplandor de la bahía” (p. 18)
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Hace un año el novelista León Leiva Gallardo publicó el poemario “La última estación”, en el que sobresale la primera parte intitulada “Las luces del puerto”.
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Allí procede a repasar las cicatrices de Amapala, de donde es originario, y desata “sus tormentas de ira rezagada” (p. 9).
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En el poema “Plaza Morazán en Amapala” (1998) alude a un puerto marcado por la decadencia, la decrepitud y “el profundo hastío de lo inúַtil” (p.14). Ello contrasta con una ciudadela que fue el epicentro decimonónico de Honduras en el golfo de Fonseca, “del aislado sur” (p. 10).
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La poesía de Leiva Gallardo genera aquí su paisaje propio, el de “las alucinantes islas del golfo” (p. 13), y recrea la textura de la isla del Tigre, sus meandros y drenajes, mediante la curva precisa del lenguaje.
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Ello lo consigue gracias a “la intensidad de la atención” como denominaba Auden al trance amoroso.
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Lo que prevalece es el caos, el desplome en medio de las ruinas. Aquí, en medio de “vapores varados” y de “lanchas ladeadas” (p. 13), el autor refina los instrumentos de la intuición y se constata que la poesía no es sino la vida en su dimensión más intensa y significativa, aunque se sabe que el “significado” solo es la trampa que el ladrón le coloca al perro guardián del intelecto.
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En todo caso, se trata de purgar lo trivial y lo estereotipado, y Leiva Gallardo procede a plasmar las mutaciones de su experiencia personal, donde aún escucha “desde el muelle el silbo de un vapor” (p. 18), hasta convertirla en una forma poética definida.
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Desde el territorio de “Las luces del puerto”, tras recoger las hebras que moldearon su infancia y pubertad, el poeta refina una estructura de palabras que le permite evitar hundirse en la masa indiferenciada u homogénea. Desde su condición de lugareño “del sur del surrealismo” (p. 9) fluye una amargura irónica.
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No en balde se trata de un lugar fantasmal, “puerto que se tiende como un pez golpeado” (p. 9) y vivo apenas en la memoria de sus habitantes.
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Rilke decía que antes de que haya arte debe haber memorias, y antes de que estas surjan debe haber experiencias.
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Gracias a las facultades de su imaginación creativa León Leiva Gallardo evoca la gravidez de su pasado inserto en el esqueleto de Amapala, aunque, al final podría rondar la idea de que “todo ha sido el delirio de un náufrago” (p. 25).
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