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Tegucigalpa, Honduras.- Después de leer diversas publicaciones de odio en redes sociales en contra de España y la conquista, decidí comenzar una serie de artículos en defensa de la hispanidad. Este es el primero.
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Como bien sabemos, cada 12 de octubre saltan a la palestra renovados resentimientos hacia España, motivados por confusiones en la manera en que nos han contado la historia.
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Y nos hemos aferrado a estos resentimientos porque nos brinda el cómodo rol de víctimas que tanto nos encanta a los hispanos, y que nos libera de cualquier responsabilidad sobre nuestro propio destino.
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Aun así, aquí estoy, año tras año, sorprendiéndome como si no lo hubiera anticipado. Este resentimiento, por supuesto, no es fortuito. Ha sido cuidadosamente sembrado y alimentado por mentiras bien orquestadas y errores que hemos abrazado como verdades oficiales. No es solo un sentimiento, es parte del subdesarrollo en el que nos hemos instalado con tanta comodidad.
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Dentro de esta narrativa alimentada por la leyenda negra, surge un tema que muchos desconocen: la historia detrás del término “Latinoamérica”.
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El gentilicio “latinoamericano”, tan popular hoy, se usa para agrupar a los países donde se habla una lengua romance. Y no, no es poca cosa: desde Tijuana, Baja California, hasta el Puerto Williams, en Chile, más de quinientos millones de hispanohablantes poblamos este vasto territorio. Aunque, claro, lo que hoy entendemos como un símbolo de unión lingüística y cultural, no surgió por la sencilla camaradería entre naciones, sino como parte de una estrategia un tanto menos romántica, nacida de la histórica rivalidad entre franceses y españoles.
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Porque, sí, la denominación “Latinoamérica” no es simplemente una referencia geográfica inocente. Se trató de una jugada política que los franceses, siempre tan sutiles, nos impusieron en el siglo XIX, desconectándonos de nuestras raíces hispánicas.
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Michel Chevalier, un astuto político y economista francés, fue el primero en sugerir que América Latina debería contraponerse a la América Hispánica. ¿Ingenuo? Para nada. Sabía muy bien lo que hacía: despojarnos de lo hispano para alinearnos con sus intereses.
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Napoleón III, nunca dispuesto a dejar pasar una buena idea que sirviera a su gloria, adoptó esta noción y la hizo suya.
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Desde la presidencia de la Segunda República Francesa —y más tarde, como emperador—, trabajó duro para fomentar una identidad latinoamericana. El objetivo consistía en contrarrestar el poder creciente de Estados Unidos y, de paso, debilitar los lazos de Hispanoamérica con su antigua metrópoli, España.
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El plan era simple: empezar por cambiar la forma en que nos llamábamos, para luego eliminar poco a poco nuestra hispanidad, mediante la equivocada sentencia “lo que no se nombra no existe”.
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Pero claro, no fue un movimiento solitario. A esta lucha se unieron intelectuales hispanoamericanos —porque siempre hay alguien dispuesto a subirse al tren—, como José María Torres Caicedo y Francisco Bilbao.
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Lo interesante es que, mientras ellos creían estar forjando una resistencia cultural, los franceses se frotaban las manos, aprovechando la situación para justificar su influencia en la región. La política cultural francesa promovió el panlatinismo, que, con mucha elegancia, consolidaba su presencia sin tener que recurrir a conquistas territoriales.
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El resultado de todo esto es que terminamos incluyéndonos en el club de los “latinos”, junto a Francia, España y Portugal, como si nuestras historias coloniales fueran similares. Nos vendieron un concepto que nuestras élites compraron sin dudar, y aquí estamos, celebrando una etiqueta que poco tiene que ver con nuestras realidades.
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El problema no es solo que nos hayan impuesto una palabra. Es que al llamarnos “latinoamericanos”, nos hemos alejado de la rica herencia cultural que compartimos con España y otros países hispanohablantes. Ese alejamiento se ha debido a la estratagema foránea de posicionar a España como un monstruo medieval colonialista sin ninguna virtud, más a la manera de los imperios anglosajones, y ha hecho a la gente olvidar que su árbol genealógico proviene también de aquel reino allende el Atlántico. Desde la sangre que corre por nuestras venas hasta el arte, las leyes y las costumbres que nos definen, compartimos con España una historia y un mismo destino histórico.
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Así que, cada vez que usamos “Latinoamérica”, aceptamos un estereotipo geopolítico barato que reduce nuestro legado. Nosotros no somos “latinos”. Somos hispanoamericanos, y eso, lejos de ser un lastre, es una de nuestras mayores fortalezas.
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Pero claro, en lugar de unirnos bajo esa identidad compartida, seguimos viendo a España como el villano de la película: un país invasor, enemigo y saqueador, valorando la conquista con preceptos del siglo veintiuno que sacan de contexto los hechos, y que nos generan una deconstrucción de nuestra esencia.
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Es el resultado de una leyenda negra muy bien trabajada, tanto por los franceses como por el imperio del norte, que también le dio su empujón. Y mientras sigamos llamándonos «latinoamericanos», perpetuamos una mentira, por más que con el discurso de turno salgan expertos a explicarnos las diferencias lingüísticas entre las palabras “latinoamericanos”, “hispanoamericanos” e “iberoamericanos”. Sí, la lucha que propone este escrito puede parecer vana. Pero si continuamos usando esta etiqueta, lo que ignoramos no es una palabra: es nuestra verdadera identidad.
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Quien odia lo que es, no puede avanzar. Así de simple. A pesar de cualquier desacuerdo con la historia, asimilar nuestros orígenes es indispensable para respetarnos y forjar un futuro próspero.
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Y para concluir, ¿cómo deberíamos celebrar esta efeméride? Pues para mí es fácil responderlo: con una fiesta continental.
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Imagínense las calles de toda Hispanoamérica llenas de música, colores y ritmos que celebren lo que verdaderamente somos. Las plazas vibrando con marimbas, guitarras y tambores, hombres y mujeres desfilando con huipiles, sombreros y rebozos. Bailes que mezclen los movimientos indígenas con los europeos. Y, al caer la noche, fuegos artificiales iluminando el cielo, recordándonos que somos el fruto de una mezcla de culturas que nos define y nos fortalece. Porque, al final del día, la verdadera fortaleza no está en lo que nos impusieron, sino en lo que realmente somos.
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