Siempre

Selección de Grandes Crímenes: El cadáver de Jésica

Señales Los muertos también hablan, pero, por lo general, solo un buen criminalista entiende lo que dicen: Gonzalo Sánchez Picado
20.04.2019

(Primera parte)

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

Era una niña muy bonita; porque Jésica todavía era una niña cuando murió. Tenía apenas quince años. Medía un metro con cincuenta y seis centímetros, lo que nos dice que no era muy alta, pero ya tenía formas de modelo, esto es, de una mujer preciosa. Y su belleza se complementaba con la blancura rosada de su piel, su cara redonda y atractiva, sus ojos grises y verdes y sus labios gruesos y rosados detrás de los que se escondían dos filas de dientes blancos y casi perfectos.

Pero, con todo esto, Jésica no era feliz. O, al menos, parecía ser infeliz. No reía mucho, o casi no reía, platicaba poco y pasaba horas y horas con el celular y encerrada en su cuarto, el mismo cuarto en donde la encontraron ahorcada, colgando del cuello con una cuerda que estaba amarrada a una viga, cerca de su cama.

Fue una mañana de domingo, una de esas mañanas pesadas en las que nadie quiere hacer nada y en la que las horas pasan despacio y
en silencio.

A eso de las nueve, su mamá la llamó para que bajara a desayunar. Era el último desayuno que tomaría en su casa porque esa tarde viajaría a Olancho, para pasar un buen par de meses con su papá biológico, lo que, en parte, le había cambiado el ánimo y la había llenado de alegría, esa alegría que había perdido hacía algún tiempo, aunque nadie podía decir cuánto.

Las maletas estaban a un lado de su cómoda rosada, llena de figuras de Hello Kitty, a la que era muy aficionada. Eran dos valijas pequeñas y una mochila en la que llevaba sus cosas más preciadas. En una silla estaba la ropa que se iba a poner para el viaje: un pantalón azul, roto de las rodillas y los muslos, y una camiseta con una Hello Kitty rosada al frente.

Y el par de tenis que su papá le había mandado desde Catacamas una semana antes. Y todo quedó allí, en silencio. Jésica murió temprano, por ahorcamiento, según dijo el forense.

“Esta niña se suicidó entre las dos y las cinco de la mañana” –aseguró.

Pero la madre no estaba de acuerdo.

¿Por qué iba a suicidarse su hija?

Es cierto que en los últimos meses había cambiado su actitud, ya no platicaba con ella, reía poco, salía menos y se había alejado de sus amigos.

Además, huía de la comida y había enflaquecido, sin dejar de ser hermosa y atractiva.

“¿Estaba deprimida su hija, señor?” –le preguntó un agente de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC).

“Que yo haya sabido, no –dijo la señora, a media voz, limpiándose las lágrimas–; aunque había cambiado un poco, no se deprimió nunca”.

“¿Qué quiere decir con eso de que había cambiado un poco?”

“Bueno, que ya no era la misma niña desde que yo me casé de nuevo…”

“¿Usted se casó de nuevo?”

“Sí”.

“¿Ella se oponía a ese matrimonio?”

“Eso no lo sé porque nunca me dijo nada, pero me casé hace dos años…”

“Y, ¿desde ese tiempo ella cambió su conducta?”

“No desde ese tiempo porque recuerdo que ella misma me ayudó a organizar mi boda. Hasta me dijo que era bueno que me casara porque no podía quedarme sola, ya que su papá se había casado en Olancho, y era feliz”.

“Entonces, ¿por qué dice usted que ella cambió cuando usted se volvió a casar?”

La mujer se quedó pensando largos segundos.

“En realidad, su cambio se notó hace unos seis u ocho meses… Por ahí…”

“¿Qué cambios le notó?”

“Bueno, que hablaba poco conmigo, que se había vuelto seria, que comía sola o que comía poco, y que ya no salía como antes… con los amigos, quiero decir, porque seguía en el colegio normalmente…”

El detective tomaba notas en una libreta pequeña.

“Dígame –dijo, poco después–, ¿por qué considera usted que ella tuvo esos cambios?”

“No sé”.

“¿Habló usted con ella sobre eso?”

La mujer bajó la cabeza, se limpió las lágrimas, y dijo:

“No… No hablé con ella”.

“¿Por qué?”

“No sé”.

“Bien… Ahora, dígame, ¿por qué cree usted que su hija se suicidó?”

La mujer levantó la voz, con ojos desesperados.

“Yo no sé… Jésica no tenía motivos para suicidarse… Todavía anoche estuvimos platicando de su viaje a Olancho, a la hacienda de su papá… Ella estaba alegre y se había ilusionado porque estaría con él casi sesenta días, antes de regresar al colegio… Decía que aprendería a ordeñar vacas y que andaría en caballo… Eso la ilusionaba mucho…”

El detective la miró.

“Entonces –le dijo, taladrándola con la mirada–, en su opinión, su hija no tenía razones para quitarse la vida…”

“No, señor; no tenía… ¿Cómo iba a matarse si estaba tan feliz de que iba a estar con su papá…”

Se interrumpió.

“Pero, está muerta” –le dijo el policía.

Ella no dijo nada.

El padrastro

Llegó a la casa poco antes de las doce del día. Jésica seguía colgada de la cuerda, con los ojos fuera de sus órbitas, la lengua, morada ya, asomando entre los dientes, y pálida.

“Salí de la casa a las cuatro de la mañana –les dijo a los investigadores–; viajo con frecuencia, por mi negocio, y tenía que estar en San Pedro Sula a las nueve de la mañana… Pero, cuando iba por Villanueva, mi esposa me avisó que Jésica se había ahorcado… Entonces, me regresé…”

“¿Sabe usted por qué pudo ella quitarse la vida?”

La voz del detective sonó áspera.

“No, no sé…”

“¿Se despidió usted de ella antes de su viaje?”

“No, en realidad, no”.

“¿Cómo era su relación con la niña?”

El hombre pensó un poco antes de contestar.

“Pues, lo normal… –dijo–. Nos llevábamos bien, o sea, lo normal entre un padrastro y su hijastra… Al principio platicábamos, salía con nosotros y hasta veíamos películas en familia, pero de hace un año, más o menos, ella se hizo retraída, callada, y se aisló…”

“¿Le preguntó usted por qué?”

“No; nunca le pregunté…”

“¿Trató usted de acercarse a ella después de este cambio?”

“No sabría decirlo… Yo viajo mucho, tengo muchas responsabilidades y estoy poco en la casa…”

“Y, cuando estaba en la casa, ¿no se extrañaba de que Jésica ya no se acercara a ustedes como antes?”

“Yo subía a su cuarto, para conversar con ella, pero hablaba poco y como que no estaba interesada en mis pláticas… Pero no noté algo en ella que dijera que tenía problemas serios, o sea, de esos problemas que obligan a los jóvenes a suicidarse”.

En aquel momento, uno de los técnicos de inspecciones oculares llamó al detective.

“¿Qué tenemos?” –le preguntó éste.

“Dos cosas interesantes –le respondió el técnico–; un condón usado y lleno, y con un nudo…”

“¿Dónde lo encontraron?”

“Debajo de la cama de la muchacha”.

El detective arrugó los labios.

Pensaba.

“¿Sabés si fue usado recientemente?”

“Pues, me parece que sí”.

“Vamos a ver”.

Hallazgo

El preservativo estaba lleno, y parecía nuevo.

Habían bajado el cadáver y lo habían tendido en el suelo, sobre un enorme plástico blanco. Fue en ese momento en que el detective a cargo del caso tuvo una idea.

“Quiero hablar con el fiscal” –dijo.

El representante del Ministerio Público, con las manos enguantadas y una mascarilla colgando del cuello, se acercó a él.

“Quiero pedirle algo, abogado” –le dijo el detective.

“¿Qué es?”

“Si esta niña estaba alegre por su viaje a Olancho, y tenía listas sus maletas, no creo que tendría suficientes motivos para matarse, a pesar de que había cambiado mucho su conducta… ¿Me entiende?”

“Sí”.

“Ahora, este condón usado recientemente nos dice que alguien en este cuarto tuvo sexo seguro anoche… A menos de que alguien haya plantado este condón debajo de la cama, lo que no me parece probable…”

“¿Qué quiere decir? ¿Por qué alguien plantaría aquí un condón usado y lleno?”

“Eso me pregunto y, aunque no descarto esa idea, creo que alguien tuvo sexo aquí anoche”.

“¿Usted cree que la niña tenía sexo con alguien?”

“Es posible… Tal vez quiso despedirse del novio…”

“Si fue así, ¿de muy poco servirá ese condón?”

“Tal vez, pero nadie ha dicho que ella tuviera novio…”

“¿Ya lo preguntó?”

“Sí, y nadie sabe si ella tenía novio; además, supongo que no lo tenía porque iba del colegio a la casa, y pasaba mucho tiempo sola y encerrada… Además, estuve revisando su celular y en sus mensajes no aparece ninguno a un novio, lo que resultaría lógico si es una despedida…”

“Entiendo”.

Dijo esto el fiscal y se quedó pensando por largo rato.

“Vean esto –dijo, de repente, el mismo técnico de inspecciones oculares, señalando con un índice enguantado una parte del lazo con el que se había ahorcado la muchacha.

“¿Qué es?” –preguntaron a coro el detective y el fiscal.

“Me parece que aquí hay restos de piel y de sangre…”

Todos se miraron con mil preguntas en los ojos.

“¿Estás seguro?” –preguntó el fiscal.

“Seguro, no; eso se verá en el laboratorio, pero si lo vemos con una lupa, parecen restos de piel y sangre”.

El fiscal y el detective vieron aquella parte del lazo por largos segundos.

“Quiero que me autorice a algo” –le dijo, después, el agente al fiscal.

“¿Qué es?”

“Quiero que el forense revise a la niña…”

“Eso se hará en Medicina Forense, por supuesto”

“Lo sé, pero tengo una sospecha, y quisiera que lo haga aquí…”

Después de pensarlo un momento, el fiscal accedió.

Cuando el médico se acercó, dijo:

“No es el procedimiento normal”.

“Lo sabemos, doctor –replicó el detective–; lo sabemos, pero quisiéramos evacuar una sospecha…”

“¿Quieren que le revise la vagina aquí mismo?”

“Y ahora, doctor”.

Hicieron salir casi a todos. Solo quedaron en el cuarto un técnico de inspecciones oculares, el fiscal, el agente de homicidios a cargo del caso, y el médico.

“No estoy muy de acuerdo en hacer esto aquí –protestó el doctor, ajustándose los guantes–. Pero, díganme, ¿qué creen que vamos a encontrar?”

“Este condón dice mucho, doctor –respondió el detective, levantando la bolsa transparente en la que habían embalado el preservativo–, y creemos que hay piel y sangre en esta parte del lazo con que se ahorcó la niña…”

“A ver –dijo el forense, tomando en sus manos el lazo–; veamos”.

Con una lupa miró con atención el lazo. Luego de un minuto, levantó la cabeza y puso los anteojos sobre su frente, como una diadema. Y suspiró:

“No se equivocaron ustedes –les dijo–; esto son restos de sangre y piel”.

“¿Está seguro, doctor?” –gritó el detective, encendido el rostro.

“Estoy seguro, aunque debo confirmarlo en el laboratorio…”

“Pero, ¿podemos decir con certeza que es sangre y piel?”

“En un cien por ciento”

“¡Excelente!”

El agente dio tres zancadas hacia la puerta, la abrió de un solo golpe y llamó a sus compañeros. Estos entraron rápidamente.

Continuará la próxima semana

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