TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Ese día madrugamos bebiendo guaro y cerveza con la gente que había enviado don Felipe Osorio a Chicaguare.
Ellos decían que no venían de parte de él, pero a mí no me engañaban. Era de cajón que viajaron de parte de don Felipe Osorio, quien se estaba postulando para presidente por el partido Conservador.
Venían para ofrecerme quince mil lempiras para matar a don Terencio Bonilla, candidato por los liberales, que en ese momento estaba pegando fuerte en todo el país porque hablaba confiado y con propiedad las cosas anunciando su plan para despatarrar a este país y dejarlo como carro recién chaineado.
Desde que anunciaron por la radio que venía a dar su discurso, la gente se puso como loca guindando sus carteles por todas partes.
Hablaban todos los días de las cosas que sabían de don Terencio Bonilla: de su miedo a nada y de sus métodos fuertes de mano dura para cambiar el rumbo del país.
Él a de haber sabido que la prueba de fuego para su campaña era aquí en Chicaguare donde tenemos fama de pueblo peligroso.
Los hombres que mandó don Felipe Osorio me traían una pistola cargada de contrabando desde la capital. Me sugirieron que salía mejor matarlo durante el discurso porque así se armaba el alboroto de gente y era más difícil que me topara la policía.
Por desvelarme con ellos hablando de política y cuadrando el plan me fui a dormir bien borracho a la cuartería y cuando me desperté fue por la algarabía de las personas marchando con banderas y pancartas hacia la plaza central donde daría el discurso don Terencio Bonilla.
Me cambié y me fui decidido a darle fin al oxígeno del señor. Me costaba creer que Chicaguare tenía tanta gente si éramos un pueblo relativamente pequeño, pero es que realmente estaban emocionados por el cambio que vendía don Bonilla.
Hasta yo acepto que cuando lo escuchaba por la radio de la llantera o en conversaciones ajenas en el parque me emocionaba cuando hablaba de empleo el don.
Secretamente me ponía a imaginar saliéndome algún día de ese trabajo de reparar llantas y de matar gentes para tener alguna chamba un poco más decente.
Cuando me colé entre la muchedumbre de la plaza, que parecía más una fiesta de triunfo, escuchaba que hablaban esperanzados de una forma que hasta me contagiaba un poco.
Me puso a dudar si en verdad valía la pena matar a don Terencio Bonilla, la voz del pueblo... Pero quince mil lempiras eran quince mil lempiras. Con eso podría comenzar mi propia llantera ¿y quién me los iba a ofrecer después?, si hasta por mil había matado antes porque el trabajo era tan escaso aquí en Chicaguare.
El problema ahora es que costaba mucho llegar hasta el estrado entre tanto campesino contento y ávido de verlo. Cuando llegué a tener una leve visibilidad de él, aún se medía lejos y el dolor de cabeza de la resaca me comenzó a calar más y a revolver el estómago, porque esos locos de la capital mezclan el guaro con tequila, el ron con cerveza y yo solo era de puro guaro.
La tripa me comenzó a fallar, parecía que era diarrea y volví a batallar entre tanto sombrero para poder salir y buscar el baño del merendero de doña Juana, donde uno que otro gato desayunaba.
Al llegar al merendero, se notaba que la doña estaba haciendo las ventas del año y desde ya parecía que estaba palpitando el empleo que tanto prometía don Terencio.
Se sentía el ajetreo por todos lados, hasta al amargado de don Chico, el lustrabotas del pueblo, se le dibujaba una sonrisa honesta por su fila de clientes.
Perdí bastante tiempo en el baño y al salir del merendero me apresuré a buscar a don Terencio Bonilla, pero ahora el gentío estaba más revuelto porque estaban tratando de salir. Ya había terminado el discurso y caminar ahora era más difícil.
Yo acepté un adelanto de cinco mil lempiras y el resto me lo darían cuando ya estuviera muerto el don. Cambiando de plan, me apresuré a seguir el camino hacia la cuartería para buscar mi moto y encontrarlo en la salida del pueblo hacia la capital.
Todos caminaban ilusionados por las promesas que escucharon en el discurso. Era tan contagioso el júbilo, pero a mí solo me entristecía porque los buenos políticos costaba que existieran y yo sería el culpable de esa tristeza nacional.
Llegué justo a tiempo a la salida del pueblo, ahí despuesito del rótulo que decía “Bienvenidos a Chicaguare”, pero llegué afligido casi que arrepentido. Me puse a actuar como si necesitaba ayuda con la llanta de la moto.
Don Terencio Bonilla venía con su comitiva y se paró a ayudarme él mismo. Con los ojos ya llorosos me temblaba la mano de la pistola porque lo único que pude pensar era que quince mil lempiras eran quince mil lempiras.