No está en Honduras, pero ese no fue obstáculo para participar en el concurso de cuentos cortos inéditos Rafael Heliodoro Valle.
“Tic-toc” envió su cuento “Noche de luna” desde París; creatividad le sobra, y ganas de dar a conocer su trabajo también.
Arturo Daniel Echenique es un hondureño que por motivos de estudio tuvo que radicar en otro país.
Pero desde allá hizo manifiesta su alegría al saber que había ganado el segundo lugar en este concurso organizado por EL HERALDO. Su padre, Arturo Echenique Santos, muy orgulloso representó a su hijo en la premiación en la que también leyó el cuento, una historia cargada de inocencia e imaginación, y encarnada por un abuelo y sus tres nietecitos.
En correo enviado a Vida, el galardonado felicitó a El HERALDO por esta iniciativa y dijo que espera que este rotativo siga fomentando el talento nacional.
Cuento: Noche de luna
Cada noche de luna llena su abuelo los llevaba al jardín para contarles una historia. Los llamaba de mayor a menor, por el sobrenombre que él les había dado.
“Capitán soñador” era el mayor de los tres pero no el más grande, era bajito de estatura y un poco regordete, era un pelirrojo con mucha imaginación. A él no le gustaba mucho correr ni saltar, jugar a las escondidas o ir a nadar, a él lo que le gustaba era soñar. Si le invitaban al parque, él prefería viajar a un mundo donde los árboles eran dinosaurios. Si lo invitaban a nadar, él se encontraba en un mar de acuarela con delfines parlanchines. Siempre esperaba ansioso ver la luna llena para poder viajar nuevamente a través de las historias que su abuelo les contaba, dejando nuevamente su hogar y así explorar el espacio.
El segundo era “Merlín”, un niño muy inteligente, el mejor de su clase, aprendió a hablar muy rápidamente pero no a callarse, siempre estaba inventando algo nuevo. Su abuelo lo llamaba así por un gorro azul con estrellas que siempre llevaba en la cabeza, pero también tenía de mago y genio, pues él todo lo que se proponía lo conseguía. Pasaba su tiempo inventando fórmulas y planes, siempre tenía una idea para todo y una función para cada cosa. Merlín trataba de descifrar cada relato de su abuelo, disfrutaba comprender cada elemento: ¿Cómo volaba un avión?, o el ¿por qué el azul del cielo? y aun a las cosas sin explicación llegaba a encontrarle alguna lógica.
“El principito” era el menor, apodado de esta manera por su abuelo, ya que era un niño muy exigente a quien le gustaba ser escuchado. En algunas ocasiones
mucho más que eso, le gustaba ser obedecido. Su palabra era ley, por lo menos ante su madre que le complacía en todo por ser el menor. El principito era muy valiente, hacía todo lo que sus hermanos mayores hacían y aún mas, era muy osado, su único miedo era a la oscuridad.
Su abuelo, un hombre alto que todavía conservaba un color rojizo en su larga barba, era un apasionado del espacio. Les mostraba cada detalle del cielo, las constelaciones, los planetas pero sobretodo su pasión por la luna. Cada nueva historia que les contaba tenía lugar en el espacio exterior, entre los cometas y los astros. Al terminar su relato, los niños acababan siempre dormidos y él los llevaba uno a uno a su cama. Capitán soñador, entre dormido, siempre murmuraba el final que él le hubiera dado a la historia; Merlín, siempre se despertaba con un ojo abierto y otro cerrado, comenzaba a preguntarle al abuelo el porqué de las cosas; El principito no se despertaba hasta que lo habían metido a su cama, entonces trataba de convencer a su abuelo que él no se había quedado dormido, y al final le pedía que dejara encendido su foquito blanco que tenía en la pared.
Como cada luna llena, los niños se reunieron nuevamente en el jardín, pero esta vez no hubo historia. Su mamá les había explicado días atrás que su abuelo ahora vivía en el cielo y que desde allá los iba a estar cuidando, sin que los niños comprendieran realmente lo que su madre les había dicho. Esa noche de luna llena trataron de contar ellos mismos la historia. No pudieron ponerse de acuerdo. El Capitán soñador comenzaba un relato pero al cabo de unos minutos perdía sentido. Merlín era muy explícito con los detalles y detenía la historia haciéndose muchas preguntas, finalmente el Principito, que interrumpía a cada momento para ser el relator de
la historia, llegado su turno, se quedaba mudo sin saber qué decir.
Dándose por vencidos, los niños se quedaron en silencio mirando el cielo estrellado, preguntándose qué estaría haciendo su abuelo en ese momento. De repente, observaron en el cielo unos cuerpos celestes que se desplazaban muy rápidamente dejando trazos de luz en el firmamento. Mirándose entre ellos, sonrieron y comprendieron todo. Capitán soñador dijo entonces que su abuelo ahora estaba en el espacio viviendo las aventuras que un día les había contado. Merlín lo confirmó, pues sabía que su abuelo era muy audaz e ingenioso, y seguramente habría construido muchas naves espaciales. El Principito estuvo de acuerdo y concluyó que él había heredado de su abuelo su gran valentía. Empezaron entonces a narrar cómo en cada brillo de estrella, su abuelo realizaba una nueva proeza y así estuvieron toda la noche hasta quedarse dormidos.
Cuando su mamá les despertó para que se fueran a acostar a sus camas, miraron una vez mas al cielo y observaron que la luna estaba completamente roja, sorprendidos exclamaron: “El abuelo finalmente ha llegado a la luna, ahora desde allá nos contará sus historias”.
Su mamá los llevó uno a uno a sus camas, y cuando depositó a El Principito en la suya, le preguntó si quería que le dejara su foquito encendido como de costumbre, pero esta vez el Principito le respondió que no era necesario, pues ahora tenía un foquito mucho más grande desde donde siempre estará velando por él.