TEGUCIGALPA, HONDURAS.- “Quiero ir a la universidad, ser militar o andar manejando aviones”, es el sueño de la pequeña Stephany. Solo tiene 10 años, pero su lamentable realidad para conquistar sus deseos es otra.
Stephany (nombre ficticio) vive en las entrañas de la pobreza en el corredor seco, justamente en Alubarén, Francisco Morazán.
Es la mayor de seis hermanitos de diferentes edades.
No asiste a clases todos los días porque tiene que trabajar y así aportar algo de dinero en su hogar, ya que su papá es agricultor, pero no tiene trabajo, y su madre es ama de casa.
“A veces los vecinos me dicen que les ‘jale’ agua. Voy hasta el pozo y me tardo hora y media porque está largo y paro a descansar”, cuenta a EL HERALDO.
Este rotativo atestiguó como los menores de 10 años tienen que laborar para poder comprar comida, pero solo ganan cinco lempiras y ni les ajusta para un huevo porque cuestan siete lempiras.
Los campesinos, por su parte, ganan 100 lempiras cuando hay días de trabajo, pero tampoco ajusta para sus extensas familias.
Mientras la pequeña niña está meciéndose en una rota hamaca en la sala de su vivienda de adobe y suelo de tierra, voltea a ver hacia su patio, pues escuchó que un vecino la llamó para halarle agua. Descalza, salió corriendo para atender el llamado, pero era una falsa alarma. Riéndose le dice al periodista: “Escuché que me llamaron”.
Son las 10:00 de la mañana y la menor debería de estar en su aula de clase, pero está a la espera de que alguien la solicite para cargar leña o agua y así ganar cinco lempiras.
“Quiero ser militar o azafata para poder ayudar a mi mamá”, repitió. “¿Y cómo si no tenemos dinero?”, respondió su mamá.
La familia de Stephany es de ocho integrantes (papá, mamá y seis hijos).
A falta de poder adquisitivo y ante la indiferencia de las autoridades a la situación del corredor seco -una extensa área rural azotada por el cambio climático, con largos períodos de sequía-, las familias sobreviven con ciruelas, mangos y hasta tomates podridos que les regalan.
“A ella le dan cinco pesos, pero mire eso ni para un huevo ajusta porque los venden a siete”, dijo su mamá, doña Darlin Oliva.
Mientras EL HERALDO sigue recorriendo el caluroso y polvoriento Alubarén se encuentra con Juan, un niño de 12 años que viene con una carga de leña en sus hombros.
“Cómo estás”, preguntó el reportero.
“Bien, un poco cansado”, contestó.
¿Y esa leña es para tu familia”, consultó el periodista.
“No, un vecino ahí me paga por jalarle. A veces me paga cinco lempiras y veces hasta diez. Cuando me paga diez, mi mama (mamá) compra café, pero si hay café compra un huevo y de ahí come el don (papá), mi hermanito y yo”, cuenta.
“Vengo caminando desde allá (señala un cerro que está a unos dos kilómetros de distancia)”. “Mi papá se dedica a la siembra, pero ahorita no hay nada de eso. Me toca a mí con cinco lempiritas o diez dárselos a mama (mamá) para que ella compre algo de comer.
Casi siempre nos acostamos sin comer, a veces quiero comprar un agua, pero desajusto para la comida”, es parte de la dura realidad por la que pasan estas familias.
La mayoría de testimonios a este rotativo aclararon que no es todos los días que se trabaja, sino “solo cuándo un vecino necesita un favor”.