Honduras comenzó el siglo XX (exceptuando a Terencio Sierra y Miguel R. Dávila), bajo el mando de dos olanchanos: Manuel Bonilla y Francisco Bertrand.
Una naciente oligarquía estimulada por las prebendas de los gobiernos de la 'reforma liberal' ya estaba extendiendo sus tentáculos en el mar político, dominando cuales titiriteros a los diputados marionetas y funcionarios que, sin escrúpulos de ninguna clase, vendieron la patria. Tuvimos también guerras civiles sangrientas, instigadas por aquellos que decían ser nuestros 'mesías'. Eso sí, éramos para entonces el mayor productor de bananos en el mundo, aunque eso no significaba nada para el desarrollo del país; y nuestros escritores eran, para entonces, los mejores de Centroamérica.
El siglo XXI lo comenzamos igual: dos olanchanos en el poder, una oligarquía que tiene el poder político a su favor, aunque ya no somos el mayor productor de bananos, pero sí estamos en las listas de mayores exportadores de tilapia, café, y la maquila, esa industria esclavizadora de la modernidad. Ya no tenemos los mejores escritores de la región. Pero no es ese el punto.
Somos -las estadísticas así lo dicen- el país más violento del mundo, aun cuando no hemos tenido guerras en décadas. Contrario a Cuba, (esa nación satanizada hasta el paroxismo, donde la UNICEF declaró inexistente la desnutrición infantil) tenemos serios problemas de salud, comenzando por el desabastecimiento en los hospitales públicos, y un largo etcétera.
La Policía -que debería cumplir su rol de defender la ciudadanía- es ahora uno de los tentáculos del crimen organizado, sumada a otros, cuya labor ha sido tan bien hecha que ahora preferimos colocar enormes portones y muros alrededor de nuestras casas, mientras cuestionamos a aquellas personas que son asesinadas a medianoche, como si ser noctámbulo fuera un delito. Mientras quienes delinquen andan libres por las calles, con licencia y apoyo de los que deberían evitarlo, nosotros estamos presos, cautivos en nuestras propias casas, en arrestos domiciliarios inauditos.
¿En qué clase de país estamos viviendo? El Congreso Nacional protesta -un año después, tarde obviamente- por el aumento del cobro al pasaje de bus, mientras la señora que vende las tortillas en el mercado, o el zapatero que anda por las calles buscando trabajo, o la vendedora de chips de teléfono, caminan más en las peligrosas calles porque 'no ajusta para pagar dos buses de camino al trabajo'. En el gobierno, una rectora de la UNAH protesta -con el apoyo de menos voces de las que debería- porque un 'Estado' incompetente no ha podido hacer aquello para lo que fue concebido: defender los intereses y el bienestar de sus ciudadanos. El Ministerio de 'cultura' -que en otros países es la cara de los gobiernos- es un nido de podredumbre, gobernado por un ministro que se refugia en su color para enarbolar como bandera la excusa de que es víctima de racismo.
Para rematar, una influyente cadena internacional de noticias se preguntó hace poco, 'Honduras: ¿Estado fallido o ausente?'. Eso solo refleja la percepción que allá afuera tienen de nosotros, y que no hace más que alejar a los turistas, esos generosos viajeros que traen sus dólares y ayudan a reactivar la economía del país, que tan alicaída está. El punto es que las cosas no han cambiado en los últimos cien años y el pueblo no va a esperar otros cien más de soledad y miseria.
No hay necesidad de revoluciones en Honduras. Solo hay que hacer los cambios. Solo hay que usar el sentido común, que tanto necesitamos en esta tierra hundida en la más triste y absurda de las ignominias. Dios nos ampare.