Afirmábamos anteriormente que el poder se materializa en expresiones simbólicas y que estas mutan con el paso del tiempo, conservando algunos ritos (por ejemplo, las tomas de posesión e inauguración de mandato de las repúblicas de hoy equivalen a la coronación y entronización de las antiguas monarquías).
Este simbolismo incorpora atavismos, como utilizar prendas o posesiones de gobernantes previos: la juramentación de los últimos dos presidentes norteamericanos sobre la misma Biblia en que lo hizo Abraham Lincoln hace 156 años es un ritual que se ha desarrollado prácticamente sin interrupción desde que lo hiciera con la suya el primer presidente George Washington. O la “piocha de O’Higgins”, medalla en forma de estrella de cinco puntas de aproximadamente 7 cm de diámetro, esmaltada en rojo, cuyo original fue mandado a elaborar por el prócer chileno Bernardo O’Higgins y que se coloca en el extremo inferior de la banda presidencial chilena; esta se utilizó sin cesar desde 1872 hasta 1973, cuando desapareció en el bombardeo al Palacio de La Moneda. Una pieza nueva, modelada a partir de fotografías de la original, se utiliza en la banda presidencial del país austral como elemento simbólico de la entrega formal del poder. La clave está acá en el simbolismo de la herencia personal como legatario de una figura histórica o de un caudillo.
La imagen y discurso, real o infundado de figuras patrióticas, próceres o mártires de causas políticas -hayan gobernado o no- se convierten así en iconos que alcanzan niveles de idolatría entre parciales y generan reacciones contrarias en opositores. Una boina negra rematada con una estrella de bronce o roja (originalmente de una brigada de infantería paracaidista), una espada libertadora, el sombrero del líder derrocado, quien a su vez lo heredó como sucesor indiscutible de un jefe extrañado del poder en similares circunstancias, como tantas otras representaciones simbólicas más o menos populares, apelan al mismo principio: el ejercicio del poder requiere legitimación ante propios… y extraños.
No podemos dejar de pronunciarnos sobre sus visibles manifestaciones arquitectónicas. En América Latina, ocupar el Palacio de Miraflores en Venezuela, la Casa de Nariño colombiana, la Casa Rosada de Argentina, la Casa de Pizarro del Perú y el Palacio Nacional en México son un claro ejemplo. Este último, por cierto, tiene la peculiaridad de estar ubicado en la que una vez fuera sede del poder virreinal de la Nueva España, que a su vez fue construido sobre parte del palacio del último Tatloani azteca; huelga decir la inequívoca interpretación y alcance psicológico que esto transmite entre los gobernados, en el marco del singular presidencialismo mexicano (Carpizo, Jorge, “El presidencialismo mexicano”, México, Siglo XXI, 1987).
El poder, como el amor, se demuestra con hechos y no solo con palabras. En la política poco o nada se deja al azar, mucho menos los símbolos del ejercicio del poder. Y quienes bregan en política lo saben bien
Publicado originalmente en CAREP, Magazine N°0, Edición Honduras.