Se ha hablado todos estos días y seguirá la otra semana sobre las elecciones en los Estados Unidos, y sin un ganador claro, muchos echan los dados por uno y otro: Kamala Harris o Donald Trump. ¿Qué cosa cambiará?, ¿qué seguirá igual?, ¿quiénes se beneficiarán?, ¿quiénes serán afectados? Para nuestro país -sometido y explotado- será solo más de lo mismo.
Primero, los demócratas, alborotados por Kamala, pretenden darle seguimiento al gobierno de un vacilante y casi extraviado Joe Biden, cuyas promesas de reformas a las leyes de extranjería no pasaron del intento y la regulación de la estadía para los inmigrantes sin papeles no pudo concluir.
Disconforme con un muro fronterizo, Biden intentó atajar la masiva inmigración de varias formas, desde la búsqueda de una generosidad escondida en terceros países para que acogieran irreprochables a los inmigrantes, hasta la ilusión de programas sociales que socavaran los orígenes de la inmigración: violencia, pobreza, injusticia y desigualdad.
Le siguen los republicanos, representados por un Trump altivo, procaz y enjuiciado, que no tiene filtro para calificar a los inmigrantes como vagos, criminales, ladrones y marginales, y que ufano amenaza con la mayor deportación de personas de la historia.
Como los antiguos emperadores chinos, Trump cree que una gran muralla del Atlántico al Pacífico estadounidense detendrá la masiva “invasión” de inmigrantes que por millones golpean la frontera, víctimas de una política fallida de ocupación y neocolonialismo ejercida por su país por más de un siglo.
Por su inocultable condición humana, la inmigración es lo que más se nota, pero, naturalmente, con los Estados Unidos hay una relación más amplia y, aunque sea desigual, los vínculos comerciales nos obligan a acercarnos a este país y a medir las condiciones de la nueva Casa Blanca.
Los estadounidenses, que a las buenas o a las malas tratan de imponer su sistema y sus formas a todos los demás, ni siquiera tienen elecciones como las nuestras. Los ciudadanos no votan directamente por el presidente, sino por un grupo de electores que posteriormente escoge quién gobernará el país. No tienen un Tribunal Electoral y, como es de suponer, jamás permiten observadores internacionales.
A algunos les recuerda aquella vieja e insostenible creencia del “Destino manifiesto” -atornillada en la mente de más de la mitad de los estadounidenses- de que Dios los escogió para que se expandieran y dominaran el mundo, como una herencia bárbara de los padres fundadores fundamentalistas. Más tarde sería la deplorable “doctrina” del presidente James Monroe.
También es antigua la costumbre religiosa y conservadora de no votar los domingos como los demás países -porque es el día de orar y guardar-, van a las urnas los martes, de modo que el 5 de noviembre indirectos elegirán a su nuevo presidente o presidenta y para nosotros será la misma cosa.