Veinte años no es nada, cantaba Gardel, y es lo que lleva Facebook invadiendo nuestras vidas. Aunque nació con la idea de conectar estudiantes y compartir sus buenas vibras, se ha convertido en un conductor de odios, descalificaciones, violencia inmaterial, especulaciones y noticias falsas.
No sólo Facebook, desde luego, en la autopista de internet también circulan a velocidad de vértigo Twitter o X, Instagram, TikTok y tantas redes sociales que pueblan las mentes y los momentos de todo mundo condicionando su estado de ánimo, y desafortunadamente lo que más se publica ahora son malas vibras.
Todavía apreciamos los primeros tiempos de las redes sociales, cuando los escasos megas y los teléfonos aprendices eran lentos y limitados, pero nos permitieron encontrar a familiares y amigos perdidos en la vicisitudes de la vida, extraviados en el tiempo, no localizables, a menos que un supermercado, una boda o un funeral nos reuniera sin proponérselo.
Así nos reencontramos jubilosos con viejos compañeros de colegio, con antiguos conocidos en otras ciudades, con primos que se fueron, con tíos que se quedaron, con flirteos que no pasaron del intento, con tantos recuerdos que paradójicamente no recordábamos. Unos conectaban a otros y la relación renacía en las redes sociales.
Descubrimos perplejos que algunos habían crecido, nos asombramos de tantos que engordaron, otros que perdieron el pelo y muchos que habían envejecido, y con toda seguridad algo de esto miraban en nosotros también; como sea, era una alegría que la tecnología permitiera reunirnos otra vez.
Luego llegó compartir fotos de viajes, qué comían, dónde estaban, qué vestían, presumir, pavonearse y aunque a algunos no les gustaba ver aquello, tampoco hacía tanto daño. Se publicaba una queja oportuna, una protesta válida. Después llegaron los memes y los videos jocosos, las frases célebres y la música popular, casi todo era buena onda.
Hasta que aparecieron los negacionistas de la alegría, los que odian y dividen, los frustrados, los acomplejados, los que mienten y destruyen, que en su estrechez de mente garabatean cualquier bobería, alguna necedad, y por esa simplezas del mundo, siempre encuentran quién les crea y los siga, como diría Umberto Eco “es la invasión de los idiotas”.
Del olvidado mensajero de Blackberry pasamos al WhatsApp, donde se han formado enormes comunidades de familiares, amigos, colegas, y por supuesto, aquí también irrumpieron avariciosos los “idiotas”, los que más ruido hacen, porque la gente prudente en redes prefiere, si acaso, sólo leer los mensajes, no participar.
Tengo un ejemplo directo, alguien me inscribió en un grupo de WhatsApp con más de 1,100 colegas bajo el inapreciable objetivo de compartir números e información, pero lo monopolizan 10 o 15 personas y algunos infiltrados de la politiquería que rumian mentiras y tuercen verdades, y para colmo con mala ortografía. Un día recuperaremos las redes.