Una desoladora imagen que se repite en los barrios capitalinos y, desde luego, en diferentes pueblos y ciudades de todo el país; esta vez en una colonia, digamos, de clase media, un menor que no pasaba de los 13 sentado en una silla plástica a la orilla de la calle, frente a él una mesa repleta de todo tipo de explosivos: cohetes, triángulos, chispitas, estrellitas, volcanes y los mutiladores morteros.
Como empezaba la noche del 24, seguramente muchos de su edad estaban estrenando, viendo la tele o en el ajetreo de la casa antes de la fiesta navideña, mientras este pequeño esperaba a los transgresores clientes, tal vez con una tibia advertencia de no dejar fumar a nadie cerca y que no lo timen con los billetes. ¿Sus padres o tutores? A saber.
No ha habido forma, campañas, prohibiciones que convenzan a los hondureños de una maldita vez de lo bastante cercano a la estupidez que está quemar pólvora, particularmente por las lesiones que han sufrido tantos, que por descuido o intrepidez mal entendida se mutilaron, se discapacitaron para siempre; dolorosamente muchos niños.
Sólo en las fiestas por Navidad ingresaron 14 personas en los hospitales hondureños, la mayoría menores de edad, que pasaron de la celebración y la comedera a quemaduras de tercer grado en sus manos, y a un adulto tuvieron que amputarle irremediablemente dos dedos en San Pedro Sula ante la gravedad de su lesión por los explosivos.
Poniéndonos pragmáticos, recordamos que cada lesionado por quemaduras de este tipo, es decir, insensatas y evitables, le cuesta a la salud pública unos 100 mil lempiras y, en varios casos muchísimo más. Está de más decir que así como dejaron los gobiernos pasados los hospitales nacionales no sobra para atender estos accidentes por contravención y negligencia.
Si nos ponemos austeros podríamos coincidir en que comprar productos de pólvora es un disparate, pues las prohibiciones de las diferentes municipalidades han vuelto irreconocibles los precios, desde 100 lempiras por un paquete de cohetes, hasta un estruendoso y potencialmente letal mortero de 800 lempiras, que desaparece en cinco segundos.
Y si nos hacemos los interesantes y nos preocupamos por el medio ambiente, casi nos desquiciaría la nube baja y grisácea que cubre las ciudades tras las explosiones de pólvora, inundándonos los pulmones con sus partículas de potasio, bario, antimonio, estroncio y cobre, que le dan color a la pirotecnia y su inconfundible olor tóxico, rebajándonos a la tos, el mareo, las náuseas, sin contar con la contaminación del ruido que nos deja zumbidos en los oídos.
Falta la fiesta de fin de año, la más bulliciosa, descontrolada y explosiva. Ojalá que las autoridades sigan incautándose de este terrible producto, y que las muchas familias que viven y sobreviven de este negocio puedan encontrar otro de menor riesgo para ellos y para todos los demás.