Los seres humanos del siglo XXI estamos hiperconectados e hiperinformados, con la desinformación que eso conlleva. Nunca como hoy fuimos tan públicos, con lo positivo y lo negativo que implica serlo.
Gran parte de la construcción de nuestro ser simbólico y nuestro ser-imagen, es decir, lo que piensan los demás de nosotros, está conformado por lo que publicamos o dejamos de publicar en las redes sociales. Lo peor de todo es la grave confusión, no solo de los demás, sino de nosotros mismos, de creer que eso que proyectamos es lo que somos. La mentira es tan grande que la damos por cierta.
Esa no distinción entre lo que proyectamos y lo que somos tiene como consecuencia que las recompensas emocionales que dan las redes sociales no se quedan en estadística o simple interacción, sino que tienen un fuerte impacto en las personas. Lo proyectado se mezcla, entonces, con el ser en una masa amorfa, cuya identidad se basará en la marea de las redes sociales y sus tendencias.
Esta lógica que se ha implantado en muchos y muchas desemboca en que las buenas acciones son rentabilizadas. Como bien nos ha enseñado el mundo moderno, todo tiene que ser rentable, todo tiene que ser monetizado, todo debe implicar una ventaja para nosotros porque el mundo es cosa de individuos y no de comunidades, por lo tanto, solo el individuo salva al individuo. La renta puede ser económica, social, política (en algunos casos) y hasta emotiva.
Las empresas y organizaciones, por su parte, lo tienen muy claro, las buenas acciones son rentables, porque a todos nos conviene/nos gusta “ser buenos” o por lo menos sentirnos y aparentarlo o apoyar las buenas acciones.
Y creo que bajo la lógica de que si más publicidad de buenas acciones llevará a más buenas acciones, podría ser aceptable, sin embargo, se corre el riesgo de que en el momento que deje de ser rentable se dejen de hacer, por no hablar de la esencia y la intención verdadera de las acciones, que para muchos estoy seguro podría ser un tema álgido de discusión.
El altruismo y el desarrollo normal que deben tener las instituciones y las personas se ha mercantilizado: lo peor de todo, en ocasiones se queda a nivel de discurso, puede que en el fondo ni siquiera haya acciones que impacten verdaderamente la vida de las personas, porque como en todo tipo de espectáculo, las redes sociales obedecen a un grado de espectaculabilidad, importa en todo caso lo que se ve.
¿Será posible que se haga el bien bajo el principio del versículo bíblico: “Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”: (¿Mateo 6,3)? Parece que cada vez es más difícil.
El problema es que aparentemente quien no actúe así se queda rezagado, socialmente no existe. Todo sirve para hacer publicidad y potenciar la imagen.
Paradójicamente, esa libertad que supuestamente dan las redes sociales a las personas, instituciones o empresas, las ha vuelto presas de no poder parar, porque simplemente a estas alturas de la historia nadie va a parar, y el que pare será para desaparecer.
Insisto en que por lo menos una parte de la solución pasa por la alfabetización digital, cuyo objetivo es que las personas sepan usar las herramientas y medios digitales, pero también que tengan un mayor grado de pensamiento crítico en las redes sociales.