Columnistas

Vengo de la música

Tras la nebulosa de los cuatro años la primera canción que recuerdo es “La múcura”, cumbia con alguna malicia, por lo que mi despertar musical viene de Latinoamérica. La siguiente debió ser “El cafetal”, vallenato, años después, repetido al cansancio en las rocolas de barrio Lempira, por entonces límite geográfico de San Pedro Sula. Desde allí y hasta la adolescencia me aficioné a los ritmos tropicales, tanto que en alguna ocasión llegué a bailar con mi propia hermana en los altos del palacio municipal de la urbe, lo que para la época era estar desesperado.

Y a los catorce o más o menos años me golpeó de frente, knock out técnico, una primera e inmensa ola de melodías estadounidenses que cruzaba América, haciéndome desde entonces admirador de jubilosos fulanos como Little Richard, Chubby Checker, rey del twist, y luego, simpático y genial, Elvis Presley.

La segunda ola, años posteriores, fue de más fina calidad: Paul Anka (canadiense), los crooners (Dean Martin, Sinatra) y la cúspide inevitable, el impresionante salto de popularidad mundial, los Beatles.Pero no voy a gastar mi columna citando nombres sino explicando cómo la música realizó en mi obra literaria una profunda transformación.

Lo primero es que me enseñó melodía y cadencia (“proporcionada distribución de los acentos y los cortes o pausas en la prosa o el verso”) obligándome desde entonces a intentar la armonía formal cuando escribía. Sin querer, por ejemplo, comencé a componer en prosa, sin importar el tema, con secuencias equilibradas. En el primer párrafo de esta nota, por ejemplo, he redactado: “cumbia colombiana / que alguna malicia / alertaba” que son en verdad metros de seis, seis y cuatro sílabas poéticas, y más delante: “desde entonces, / y hasta la adolescencia” que son de cuatro y siete sílabas poéticas, secciones agradables al oído ya que en total la frase suma un endecasílabo (11 sílabas), metro elegante.

Causa para que, sin yo detectarlo, el lector opine por veces: qué bonito escribe...La música cambió mi vida, no sólo porque se reacciona instantáneamente a ella, es gratuita y puede prolongarse y silenciarse a voluntad, sino porque admiro además la voz, siendo personalmente, desde púber, cantante frustrado.

Mis iniciales ensayos en ese arte fueron rancheras de José Alfredo Jiménez y Javier Solís que oía de mi padre y en el entorno, el Charro Avitia, la canción misquita Papanola y luego otra vez los Beatles, hasta terminar definiendo, en la madurez, a mis grandes héroes: Lucho Gatica, Alfredo Sadel, Sinatra y el mayor de todos, inimitable e inigualable: Sammy Davis Jr. (único en McArthur Park).

Al ocaso de los años se impusieron Pavarotti (Nessun Dorma), Eminem, de poco gusto para mayores pero mucho para los jóvenes, Plácido Domingo y la maravilla que acabo de descubrir: Dimash Kuodaibergen, casi extraterrestre.Mi palabra aprendió a imitar la dramática del sonido armonioso, su plasticidad de combinación, el intervalo de cierto diapasón y el atrevimiento.

Muchos de mis textos concluyen en graves o monosílabos (ser, paz), muchos más riman involuntarios (a veces cursimente) de una a otra línea en secretividad. Vean en este párrafo, verbigracia, la distancia y a la vez cercanía de los vocablos plasticidad y secretividad. Mañas que tenemos algunos para hacernos querer.