Millones de hondureños y hondureñas no cuentan hoy con un empleo que les permita tener un salario digno con el cual agenciarse fondos para comprar los alimentos básicos para sus familias. Son hombres y mujeres sin acceso a una vivienda digna, es decir, que viven en viviendas precarias, en hacinamiento, sin acceso a servicios de agua potable o de salud y educación; con altos niveles de desnutrición, con bajas tasas de escolaridad. Personas que viven expuestas a la violencia y a la delincuencia, a las maras y las pandillas que les acosan.
Ellos son quienes forman parte del 64.1% de hondureños que viven en condiciones de pobreza y del 41.5% en condiciones de pobreza extrema, según las cifras oficiales.
Y es que la pobreza sigue siendo hoy el principal flagelo que golpea a los y las hondureñas, pero al mismo tiempo, el principal tema de las campañas políticas de todos los aspirantes a cargos públicos que cada cuatro años salen a la caza de sus votos, con ofertas electorales esperanzadoras para mejorar sus condiciones de vida.
Acabar con la pobreza es un reto difícil, es la deuda pendiente de quienes han tenido el privilegio de llegar a gobernar el país, pero que una vez siendo gobierno se olvidaron de sus promesas electorales de sentar las bases y trabajar en la construcción de los cimientos necesaria para lograr una sociedad más justa y equitativa.
En esta tarea, los gobiernos tienen la responsabilidad de crear políticas públicas y programas que promuevan el desarrollo económico y social, asegurar el uso transparente de todos y cada uno de los recursos disponibles para hacer frente al flagelo, de una lucha fuerte contra la corrupción y la impunidad; de asegurar los espacios para fomentar la inversión y la creación de las necesarias fuentes de empleo que demanda la población y la sociedad en general de acompañarlos para asegurar que tales propósitos se cumplan.