Me parecía verle los mismos gestos de mis mayores, de quienes entendí apreciarlo tanto. Se enorgullecían, procuraban llevar inspiración a los suyos, contando una y otra vez, de cómo aquel otro ilustre intibucano se le plantó al destino, le arrebató oportunidades negadas y lo doblegó. Anduvo, creció y a pulso se ganó cada aplauso y cada honor recibidos. Contra la suerte que le había sido echada, resistió la mediocridad de un sino ominoso, para alzarse dócil o altivo y triunfó. Sabía estar, con elegancia y lucidez. Su vocación de maestro la imprimió en cada una de sus gestas. Que así entendía la vida quien de haber nacido sin futuro, se hizo de uno brillante y a hacerse uno a muchos ayudó. Al presidir el Congreso Nacional, don Rafael Pineda Ponce promovía la formación parlamentaria y patrocinó un Diplomado en Función Parlamentaria y Gestión de Calidad Total con la Universidad Católica. Junto al rector Elio Alvarenga, atendían virtuosos, como si de párvulos sedientos del saber se tratara, los conocimientos en los que desde mucho tiempo atrás ya eran expertos. Siempre buscó enseñar.
Aun ante la disidencia intolerable, se proponía elevar, engrandecer, corregir, nunca someter, reducir, menos destruir. Así trasciende. Por entonces valoró a aquel diputado a quien más tarde llamara “Cipote Malcriado” con un deje de reproche, pero admiración creciente. Notó sus talentos. Debió verse un poco en él. Las mezquindades propias del medio y las veleidades de la política vernácula mermaron aquella relación de enriquecimiento mutuo. Aun favorecida por el afecto familiar fue implacable conmigo. Hombre justo, debió ser merecido y castigó para disuadir a otros de la desavenencia partidaria. Pero era comprensivo y generoso. “Prudencia, mi niña” sabio me aconsejaba. Y no he querido seguir su instrucción. Disculpe presidente Pineda Ponce, sea mi imprudencia la que hoy con gran cariño abrace su ejemplar memoria.