Con cierta vergüenza he de decir (como cristiano que soy), reaccioné al saber la noticia de que un connotado líder evangélico se iba “con toda su familia” a residir a Miami, producto de amenazas personales a su integridad y a la de su núcleo cercano.
Pero, ¿qué enseña la Biblia? Podría citar decenas de versículos en las que Jesús dejó muy claro a sus discípulos que lo importante es la conversión de las almas, la práctica de la piedad y la búsqueda del bien común. Contrario a lo que parecen predicar los flamantes “apóstoles” del siglo XXI, al carpintero de Galilea no le interesaban las riquezas terrenales. “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen…” (Mateo 6:19), “…mi reino no es de este mundo…” (Juan 18:36), solía decir.
El problema no es la riqueza del pastor ni el hecho de que haya recibido amenazas o intentos de secuestro. De hecho, casi todos los ricos y no tan ricos del país han pasado por situaciones similares: es su investidura, el cargo que ostenta, la doctrina que le dice qué cosas hacer y enseñar lo que entra en conflicto.
Vivimos en la segunda nación más pobre del hemisferio, con los índices de violencia más elevados del mundo -cifras que no comparto-, y, ¿un líder espiritual exteriorizando una riqueza cual insulto a la situación en que nos encontramos?, ¿es ético ser rico y guía de multitudes empobrecidas al mismo tiempo cuando la filosofía en que se basa ese liderazgo prohíbe estrictamente asociar ambas cosas?
La actitud del pastor es un reflejo de nuestra sociedad, decadente e inhumana: vivimos en un país del “sálvese quien pueda” en vez de “trabajemos juntos por mejorarlo”. Si aquellos que deben dar el ejemplo a seguir para una sociedad se comportan como ratas que escapan primero que nadie al hundirse el barco, ¿qué podemos esperar del resto?
Por ahí hay una rectora de la UNAH con un hijo muerto cuya voz no ha podido ser callada y cuyo temple por buscar cambiar este país sigue inamovible, a pesar de sus denunciadas amenazas; o un Alfredo Landaverde que reposa en el cementerio mientras su viuda -extranjera, por cierto- busca justicia a pesar de que también es amenazada de muerte. Ambas pueden irse del país y no son líderes espirituales -ni tan ricas como el pastor, quizá-, pero no lo han hecho. Es sencillo, tienen conciencia. Saben que, de una u otra forma, si dejan de luchar, probablemente sus seres queridos habrán muerto en vano.
A la mayoría de los ateos es la religión -sin distingos de denominación- la que los tiene asqueados. Mientras los “siervos de Dios” -aunque no todos, claro está- salen de las megaiglesias en carros de lujo importados, el resto de los feligreses se va hacia su triste realidad, en alguna colonia sobrepoblada, a descansar para trabajar duro -no pueden permitirse los lujos que sus pastores se dan- a orarle a un Cristo cuyos apóstoles -los originales y únicos- “…tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno” (Hechos 2:44-45).
El Maestro de Galilea no tenía ni “donde recostar su cabeza” (Mateo 8:20), y murió aun sabiendo que podía evitarlo. Dos mil años después, algunos de sus “apóstoles” prefieren huir, dejando abandonadas a las ovejas, a merced del lobo.