Alemania es el país más popular del mundo, según una encuesta de BBC World Service de este año, lo que no está mal para una nación que probablemente se ha preocupado más por su imagen que ninguna otra. También es un enigma, un Estado poderoso desconfiado del poder, un líder sin brillo.
Mientras los líderes mundiales debaten la crisis de Siria, el poder dominante en Europa es conspicuo por su silencio. Murmura que el régimen debe ser castigado si se comprueba el uso de armas químicas y contribuye al espionaje, pero no quiere parte de ninguna réplica. El rechazo de Gran Bretaña a la participación militar da tranquilidad a la desconfianza de Berlín.
El lanzamiento de gas en Siria, vergonzosamente, es apenas algo que interese a los alemanes. Alemania es el fantasma de las relaciones internacionales.
POLÍTICA. Las elecciones federales se celebrarán en septiembre. El destino de la Unión Europea está en manos de Alemania. Sin embargo, cuando le pregunto a la gente cuál es el principal tema electoral, me encuentro con una mirada en blanco.
El éxito adormece. El desempleo, en 5.3 por ciento, es una fracción del promedio europeo. El crecimiento es robusto para los estándares europeos. El presupuesto está equilibrado. El consenso une y la desigualdad, si bien aumenta, es menos evidente que en cualquier otro lugar de Occidente.
No es de extrañar que los socialdemócratas de oposición, cuyo candidato es Peer Steinbrück, no hayan podido provocar un debate político sustancial. “Alemania es fuerte y debe seguir siéndolo”, grita un lema de la canciller Ángela Merkel, líder de la Democracia Cristiana, cuya victoria hoy está casi asegurada.
Pero, ¿seguir siendo fuertes para qué? Estados Unidos quiere que Alemania asuma un papel global acorde con su poder. Nadie ve una solución a la crisis del euro sin una participación alemana decisiva. Incluso Polonia, que pagó el precio más alto por el poderío alemán, ha llamado a Alemania la “nación indispensable” de Europa.
Ya es tiempo de una revisión de la realidad: Alemania no dirigirá. La palabra misma para liderazgo, “führung”, es problemática por la asociación histórica. La arquitectura institucional de la nación, una postura para contrarrestar los órganos federales, es un seguro contra el liderazgo asertivo. Los símbolos convencionales del poder nacional, como banderas o los militares, dejan indiferentes a los alemanes modernos.
FANTASMA DEL PASADO. Los gigantes de la posguerra (Adenauer, Brandt, Schmidt y Kohl) estaban bien cuando Alemania era débil, pero la fuerza actual de Alemania necesita una compensación, más que un señalamiento. Si flexiona su músculo recién descubierto, como dar lecciones de austeridad a las destruidas economías del sur de Europa, encuentra imágenes de Hitler resurgiendo. La psicología alemana contemporánea está en sintonía con el firme estilo de Merkel (una crítica frecuente sobre Steinbrück es que él es un “cañón suelto”).
“Las cicatrices de la historia son realmente muy, muy graves, por lo que tomamos la decisión de abandonar el concepto de un Estado basado en el poder y convertirnos en un estado comerciante”, me dijo Joschka Fischer, exministro de Relaciones Exteriores.
En la época del mundo del Internet sin fronteras, donde el Estado-nación se siente como una curiosa resaca, y en momentos en que las guerras después del 9/11 han cansado a europeos y estadounidenses del militarismo, este rechazo de lo que Fischer llamó el “machtstaat” (estado de poder) explica gran parte de la popularidad mundial de Alemania. Ninguna nación europea está menos obsesionada con la soberanía.
La economía también suscita admiración. La administración alemana, su austeridad, desconfianza de la deuda y su conciencia social fueron un producto de su amarga historia inflacionaria. Alemania se resistió al despilfarro y el desprecio por el riesgo que causaron la crisis de 2008.
El peligro del éxito alemán combinado con reticencia es la complacencia consigo misma. Pero sería ilusorio esperar grandes cambios después de las elecciones. Las personas claman por una “visión” alemana para Europa. Ha estado allí, ha hecho eso, y perdió casi un tercio del territorio alemán en ese catastrófico proceso brutal. No, lo que Alemania puede ofrecer a Europa es nada más ni nada menos que su propio ejemplo.
En Alemania, la solidaridad cuenta. Regiones ricas apoyan a las regiones pobres a un alto precio, con la condición de que las regiones más pobres no engañen y respeten la disciplina presupuestaria. En la era de la desconfianza generalizada de los poderosos, los alemanes todavía confían en el gobierno, (el expresidente, quien tuvo que renunciar, está siendo acusado de aceptar menos de 950 dólares para el pago de una factura de hotel en Múnich).
No sé si los europeos están dispuestos a seguir el ejemplo de Alemania. Estoy seguro de que Alemania no va a cambiar. Fuera de la estación del metro Wittenbergplatz, 80 años después de la toma de poder de Hitler, me topé con un gran cartel nombrando una docena de lugares que “no deben olvidarse jamás”. Entre ellos se encontraban Auschwitz y Buchenwald.
Esta es la historia que impide el liderazgo. Alemania es popular, es admirada, pero duda que cualquier otra nación pueda emularla, porque el precio de sus inmensos logros fue el purgatorio.