Este relato narra un caso real.
Se han cambiado algunos nombre.
El caso de hoy es uno de los mejores casos que resolvió el H-3, el agente de Homicidios número 3 de la vieja Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC), hoy DPI, por lo cual he dicho y sostendré siempre que Adán del Cid, el H-3 es y será el mejor agente de investigación criminal de Honduras.
Estaba de turno esa noche cuando llegó aquel hombre angustiado a poner una denuncia. Dijo que su esposa había desaparecido desde la mañana y que no sabía nada de ella. Dijo, además, que la estuvo llamando desde la tarde y que, aunque el teléfono sonaba, nadie lo contestaba.
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“Tengo miedo de que le haya pasado algo –le dijo al H-3–, y por eso vengo a poner la denuncia de su desaparición”.
“Entiendo, señor –le respondió el policía–, pero, según la ley, debemos esperar un poco más para declarar a su esposa como desaparecida. Si para mañana a esta hora no sabe nada de ella, venga, por favor, y vamos a empezar una investigación”.
El hombre miró al H-3 y, sin saber qué decir, se retiró después de darle las gracias.
El H-3 se quitó el cigarro de los labios y miró extrañado al hombre que se alejaba.
“¿Pasa algo con ese señor? –le preguntó uno de sus compañeros.
“Creo que sí –respondió el H-3–; viene a poner una denuncia, pero parece tener prisa por irse, y su angustia no me parece la suficiente como para demostrar una verdadera desesperación por la esposa perdida. Dice que no sabe nada de la mujer desde esta mañana, que la ha llamado y que su celular suena pero nadie contesta, y se va apenas le digo que no podemos declarar como desaparecida a su esposa antes del tiempo estipulado para eso… Además, noté algo raro en sus ojos, como si se los hubiera restregado antes de venir aquí para aparentar que lloraba…”.
Se interrumpió el H-3, y le dio una larga chupada al cigarro.
“Me parece que este hombre quiere curarse en salud” –dijo, después, soltando el humo hacia un lado.
“¿Cómo así? –le preguntó su compañero–. No te entiendo”.
El H-3 se tomó un tiempo antes de contestar.
“Pues, que yo creo que ese hombre sabe perfectamente donde está su mujer, y que también sabe qué fue lo que le pasó, pero viene aquí como para cubrirse de algo… Ya lo vas a ver venir mañana”.
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No dijo nada más el H-3 y dejó que pasara el tiempo.
REGRESO. A eso de las tres de la tarde, el H-3 estaba en su oficina cuando le avisaron que el señor del día anterior lo buscaba para denunciar la desaparición de su esposa. El H-3 lo atendió.
“Dígame –le dijo–, ¿desde cuándo desapareció su esposa?”
“Ya se lo dije, agente –respondió el hombre, con acento claro y mirada limpia–; desde ayer en la mañana. Salió al trabajo, más temprano que de costumbre, y no regresó a la hora… Y cuando la llamé, no me contestó. Y la sigo llamando y el teléfono suena, pero ella no contesta”.
“¿Dónde trabaja su esposa?”
“Es aseadora del Hospital Escuela”.
“Y, ¿a qué hora entra a su trabajo?”
“A las seis de la mañana”.
“Y, ¿a qué hora se fue ayer?”
“A las cuatro y minutos…”
“¿Mucho antes de las cinco?”
“Sí”.
“Y, ¿eso le extrañó a usted?”
“Claro, porque siempre salía a las cinco y media; vivimos en Villa Adela y los buses a esa hora no se tardan mucho en llegar al Hospital Escuela”.
“¿Qué le dijo usted?”
“Nada”.
“¿Había peleado usted con ella?”
“No; no me acuerdo. Siempre tenemos las discusiones normales de una pareja”.
“¿Cuántos años tiene ella?
“Veintidós”.
“¿Y usted?”
“Cuarenta… bueno, cuarenta y dos”.
“Ya. ¿Tienen hijos?”
“Yo tengo dos de mi primer matrimonio, pero ya están grandes y ya hicieron su vida; ella tiene un niño de dos años, pero lo tiene la mamá en Orocuina, allá por Choluteca”.
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“¿Cuánto tienen de estar juntos?”
“Seis meses”.
“Excelente”.
Siguió a esto una pausa.
“Y, ¿no será que ella se está escondiendo de usted?”
“No tendría por qué…”
“¿Está seguro?”
“Seguro”.
¿Está usted enamorado de ella?”
“Sí; estoy enamorado como un burro”.
“Ah, ya… Aunque no sé cómo es que se enamoran los burros”.
El hombre sonrió.
El H-3 le preguntó.
“¿Cree usted que le haya pasado algo?”
“¿Por qué me pregunta eso?”
“Porque usted habla en pasado cuando se refiere a ella… y me parece que no está usted tan enamorado de ella como dice”.
“¿Por qué?”
El hombre se estremeció de pies a cabeza.
“Y me parece que usted no está sufriendo mucho por su esposa”.
El hombre abrió la boca para decir algo, pero las palabras se quedaron en su garganta, y abrió los ojos asustado.
“Y, además –le dijo el H-3–, a mí me parece que usted sabe muy bien lo que le ha pasado a su mujer… Y que sabe muy bien donde está… ¿O me equivoco?”
El hombre tembló una vez más.
“Dígame, señor, ¿me equivoco?”
“No sé por qué dice eso”.
El H-3 sonrió maliciosamente, encendió un cigarro, llenó de humo la oficina y preguntó de nuevo.
“Dígame la verdad”.
El hombre se puso de pie.
“¿Cuál verdad?” –exclamó.
“La que usted bien sabe. Dígame dónde está su esposa…”
“Yo no sé… Ella se fue al trabajo ayer temprano…”
“Demasiado temprano”.
“Sí”.
El H-3 le indicó al hombre con un gesto que se sentara.
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“Y, ¿qué me diría usted si yo le dijera que su esposa no salió nunca de su casa, que nunca llegó al trabajo, que usted sabe bien qué fue lo que le pasó y que ha venido aquí para curarse en salud, como dicen, creyendo que tarde o temprano la Policía va a buscar a su mujer y que de una o de otra manera va a llegar hasta usted? ¿Qué me diría?”
El hombre se sentó.
Ahora sudaba y se retorcía las manos.
El H-3 le dijo:
“Si tiene algo que decirnos, sería bueno que lo diga ahora, porque eso podría servirle de mucho, si es que, por esas cosas de la vida encontramos a su esposa… muerta”.
El hombre se puso de pie otra vez.
“¿Usted me está acusando de algo que yo no hice?” –gritó.
“Entonces –le dijo el H-3, fríamente–, ¿quién lo hizo? Porque de que le pasó algo malo a su mujer yo estoy seguro… Y usted también”.
“Yo no sé nada, señor, y si usted me está acusando de algo malo, mejor me voy”.
El H-3 se puso de pie.
“Mire –le dijo–, vamos a hacer una cosa. Usted se va de aquí, claro, porque nadie lo está acusando de nada ni lo estamos deteniendo, pero vamos a ir con usted a su casa, para ver algunas cosas, y por si su esposa ya regresó”.
“Ustedes nada tienen que ir a hacer a mi casa”.
“Pero vamos a ir… Venga. Lo vamos a llevar en una patrulla”.
El hombre se puso pálido.
CELULAR. Vivía en el barrio Villa Adela, en una casa de piedra de dos cuartos, una sala pequeña, cocina y patio con área de lavandería. Todo estaba en orden.
El H-3 salió al patio, fumando en silencio, y le pidió a uno de sus compañeros que le dijera al hombre que llamara de nuevo a su esposa, por si esta vez le contestaba.
El hombre obedeció.
“Está sonando –le dijo al detective–, pero no va a contestar”.
“Déjelo que suene”.
En aquel momento se escuchó un ruido en el patio, como de madera y láminas de zinc que eran tiradas hacia algún lado con fuerza.
Los compañeros del H-3 salieron al patio. Era él que estaba quitando unas tablas y reglas que estaban acumuladas en la orilla del muro, cerca de la pila. Sobre estas había algunas láminas de zinc.
“Ayúdenme a quitar todo esto –dijo–, por aquí suena un teléfono celular”.
Así era.
Aunque se escuchaba débil, era el timbre de un teléfono celular.
“¿Será posible que la mujer botó su teléfono antes irse para que el marido no la estuviera llamando?” –preguntó un agente.
“O, tal vez fue algo peor que eso –respondió el H-3–. ¿Ven que aquí hay tierra removida?”
Debajo de la madera y de las láminas de zinc había tierra removida. Cuando hubieron quitado todo, el H-3 se encontró con un rectángulo dibujado en el suelo con tierra fresca. Se puso de rodillas y empezó a escarbar.
“Busquen una pala” –dijo.
“El celular ya dejó de sonar”.
“Ayúdenme a escarbar, y tráiganme al esposo adolorido”.
NOTA FINAL. La sala estaba vacía. El hombre había desaparecido. Cuando le preguntaron por él al chofer de la patrulla, dijo que lo había visto salir que le dijo que el policía lo mandaba a la pulpería a comprar frescos.
El H-3 soltó una carcajada.
Cuando terminaron de escarbar, encontraron el cuerpo de una mujer joven, con una cuerda enrollada en el cuello. Tenía, además, golpes en la cara. La habían enterrado a menos de un metro del suelo. El teléfono celular estaba en uno de los bolsillos del vestido verde que vestía, el uniforme con el que iba siempre al trabajo. Del hombre no se ha vuelto a saber nada.