Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres
y se omiten algunos detalles
a petición de las fuentes.
El hombre, envejecido prematuramente, se sentó en la silla de madera, que crujió bajo su peso, y, con mano temblorosa se llevó el pocillo de metal, lleno de café caliente, a la boca. Su mirada vidriosa estaba fija en el patio húmedo, e iba más allá, donde tal vez solo su espíritu conocía.
Estaba triste, con una de esas tristezas tan profundas que solo se apagan con la muerte. Y lloraba por dentro.
“Me quedé solo –dijo–, solo y sin ganas de vivir… Ellas eran todo para mí”.
Siguió a esto un incómodo silencio.
“¿Cómo murieron?”
Esta era una pregunta obligada.
El fiscal se movió inquieto en su silla de mimbre y el médico retuvo la respiración por un momento, al tiempo que tomaba de la mesa su vaso lleno de té frío.
El silencio del hombre fue largo, sorbió el café mecánicamente, sin que el calor le quemara los labios, y pensaba.
“No murieron –musitó, de repente, dejando el pocillo en la mesa–; me las mataron…”
“No lo entiendo”.
Nuevo silencio.
“Mejor hubiera seguido con la diálisis –exclamó de pronto–, y todavía tuviera a mi muchachita en la casa… ¡Todavía las tuviera a las dos!”
Calló de nuevo y, tratando de contener el llanto, suspiró; luego, dijo:
“Le hacían diálisis, o hemodiálisis, que dicen, desde los seis años; sufrió como si Dios la estuviera castigando por algún pecado grave, pero, ¿qué pecado grave podía tener una niña que ni siquiera pudo disfrutar de la vida? ¿En qué pudo ofender al Señor una criatura como ella para que me la castigara con esa maldecida enfermedad?”
Las palabras se hicieron un nudo en su garganta, y no pudo seguir hablando.
Mientras pasaban los segundos, los gallos cantaban cerca de nosotros, las gallinas arañaban la tierra, buscando comida para sus pollitos, dos enormes perros estaban echados cerca de nosotros, y varios cerdos enormes se revolcaban en charcos oscuros, con evidente placer. A lo lejos, varios hombres arreaban las vacas que mugían llamando a sus terneros. Y en la cocina, la madre del hombre y dos cocineras se afanaban cociendo un sancocho de yuca con “chancho”, y el olor delicioso y tentador llegaba hasta el corredor empujado por el viento.
Después de un par de minutos, el hombre agregó:
“¡Ese doctor me las mató!”
“¿Cuál doctor?”
“Ese que me las operó, el que dijo que si le ponían otro riñón a mi niña, entonces viviría, y que hasta se iba a casar y a darme nietos… Pero, ya ve… Me las mató a las dos”.
Hizo otra pausa.
Estaba pálido, y ahora las lágrimas saltaban por sus mejillas cubiertas con una barba hirsuta.
“Me quedé sin mi niña y sin mi esposa” –dijo, a media voz, y en ese momento se quebró, su llanto saltó del pecho y su gemido doloroso inundó el corredor.
Un muchacho de unos veinte años, alto y bien parecido, le puso una mano en un hombro, para darle fuerzas. Era uno de sus hijos.
“Mi esposa estaba sana… –murmuró–, pero después me dijeron que tenía diabetes y que era ‘pipertensa’”.
“Hipertensa, papá”.
“Eso”.
Fiscal
Es un hombre joven, no muy alto, delgado y de agradable presencia. Se considera a sí mismo “el martillo de los delincuentes de cuello blanco” y realiza su trabajo con el celo de un inquisidor. Se muestra indignado y decidido a llegar hasta las últimas consecuencias en estos casos que, según la ley, podrían ser considerados como mala praxis, pero que él llama “asesinatos por experimentación a sangre fría”.
“Ya van varias muertes –me dice–; varios inocentes que, deseando vivir, murieron en manos de irresponsables, de inexpertos que, en mi opinión, no deben seguir ejerciendo”.
“Lo que usted dice es una acusación directa; una especie de juicio valor, como dicen los abogados”.
“Juicio de valor –corrige, sin levantar la mirada del expediente–; pero, no olvide que soy agente del Ministerio Público y que me corresponde la investigación y persecución penal de un delito… Si, al final, este no existe, se desestima el caso, y seguimos adelante… Es nuestro trabajo en beneficio de Honduras”.
Da vuelta a la tapa del expediente que tiene ante sus ojos, hace a un lado su vaso de té frío, empuja después el plato con el pastel, y agrega:
“Madre e hija murieron después del trasplante. La madre es la donadora, y, los médicos que he entrevistado dicen que no se explican por qué muere la señora. Ya sabemos que la niña tenía muchos años de padecer de insuficiencia renal crónica, estaba débil, tenía algunos órganos afectados y era más que claro que si resistía la cirugía de trasplante, las probabilidades de que sobreviviera eran pocas, por no decir mínimas. En esto, no sé cómo el Ministerio Público puede perseguir un delito, sin embargo, ya encontraré algo para presentarle al juez…”
“¿Y esto lo sabía el médico? Me refiero a las condiciones de la niña”.
“¡Los médicos! –exclamó el abogado, levantando un índice mientras hacía la aclaración–, porque ha de saber, Carmilla, que en un trasplante como este trabajan dos equipos al mismo tiempo, en quirófanos cercanos. Uno, retira el riñón… ¡Bueno, mejor que se lo explique el doctor!”
Explicación
El doctor es un hombre maduro, de rostro redondo y rosado, ojos claros y vivos, cejas pobladas, boca fina y aspecto agradable. Toma la palabra, y agrega:
“El procedimiento quirúrgico de trasplante de riñón con donante vivo lo realizan dos grupos de cirujanos especialistas que trabajan al mismo tiempo y en quirófanos contiguos, o cercanos –explica, con voz grave, y con el acento del hombre que sabe lo que dice?. El primer grupo hace la nefrectomía del donante”.
En este punto, hace una pausa; luego, dice:
“Para que sus lectores se ubiquen mejor en el caso, nefrectomía es la extirpación total o parcial de un riñón. En una nefrectomía parcial, se extirpa una parte del riñón o un tumor; en este caso, se extirpa el riñón completo, para trasplante”.
La explicación del doctor duró unos minutos más.
“El segundo grupo de cirujanos –siguió diciendo, después de sorber un largo trago de té–, trabaja con el receptor, prepara el área donde se colocará el nuevo riñón que, por lo general, es en una de las fosas ilíacas… Y esto se hace al mismo tiempo, sin embargo, hay un tercer grupo de especialistas que realizan una labor igual de valiosa: Perfundir el riñón extraído…”
Se interrumpe a propósito:
“Perfundir es hacer que un líquido, suero o solución salina, para ser exactos, entre, o ingrese, de manera lenta en el riñón; a esto se une la hibernación, una técnica que, a través del frío, reduce o anula las reacciones del órgano para mantenerlo con vida. ¿Me va comprendiendo?”
“Creo que sí”.
“Bien. Se realiza el trasplante con la anastomosis vascular, o sea, con la conexión, la unión de las arterias, y se une el uréter a la vejiga… Después de esto, debe funcionar bien el riñón y cambiar positivamente la vida del receptor”.
“Entiendo”.
“Lo que no alcanzo a entender es por qué muere la donante –exclamó, poco después, luego de vaciar su vaso–. ¿Por qué muere ella? ¿Por qué?”
“Es lo que también quiero saber yo –interviene el fiscal–. ¿Mala praxis? ¿Irresponsabilidad en el post operatorio? ¿Contaminación en algún punto del hospital? ¿Descuido de la paciente? ¿Diabetes? ¿Hipertensión?”
“Mi esposa no se enfermó ni cuando trajo a mis hijos al mundo” –intervino el señor, levantando la voz.
“¿Cuál fue la causa de muerte de estas pacientes?”
Mi pregunta queda sin respuesta por medio minuto. El fiscal revisa varias páginas en el expediente.
“No estamos seguros –dice, leyendo en una página–, pero la señora pudo morir por coágulos que le causaron una embolia pulmonar; la niña, por sepsis, infección por salmonela, pero de esto no estamos seguros… Por eso sigue la investigación…”
“Entonces, murieron después de la cirugía”.
El fiscal no responde.
Cierra el expediente y toma otro, de cinco que lleva consigo y que ha puesto en la mesa.
“Si hay responsabilidad penal en estas muertes –dice, con entusiasmo–, deben estar seguros de que el o los culpables terminarán en la cárcel… ¡Como que me llamo…!”
Aquí debe morderse la lengua.
Pasaron unos segundos.
“¿Tiene los nombres de las personas que participaron en la cirugía?”
“Sí, pero hay uno en especial que estoy investigando…, y no solo por este caso… ¡Ya son varios los muertos que carga en su conciencia!”
El doctor sonrió.
“Lamento decirlo –suspiró–, pero si no se está seguro de que la cirugía de trasplante será un éxito, entonces, es mejor esperar… Es preferible que el paciente con insuficiencia renal crónica siga asistiendo a su hemodiálisis, a que se despida del mundo envuelta en falsas esperanzas…”
El médico calló.
“Soy médico –dice, segundos después–, y como tal, debo proteger a mis colegas, pero cuando juré mi profesión dije que mi paciente sería primero y que, ante todo, no le haría daño jamás… Pero estos fracasos en estos trasplantes tienen aterrorizado a medio mundo, y no creo que deben seguir si no se está seguro de lo que se hace… Y no importa que el análisis histopatológico diga que donante y receptor son compatibles… Hay que ver muchas cosas más para bien de los pacientes”.
Hace otra pausa.
“Por supuesto, el trasplante de riñón se está realizando con mucho éxito en Honduras, con mucho éxito, y esto me hace sentirme orgulloso de mis colegas que lo dan todo para salvar vidas…”
Visita
El rostro del dueño de la casa se ilumina con una sonrisa, nos mira, uno a uno, y suspira:
“¡Salvar vidas! –exclama–. Lo que pasó con mi familia es todo lo contrario!”
Mira hacia adelante y, como si taladrara todo con su mirada, llega al cementerio, que está lejos de la casa.
“Allí están ellas –murmura–, una al lado de la otra, esperando el día de la resurrección… para volver a verlas”.
Ya no llora, pero el dolor sale de su pecho y envuelve su rostro en una máscara sufriente.
“Usted quería ir al cementerio, ¿verdad?” –me pregunta, con ojos brillantes.
“Sí –es mi respuesta–; me gustaría visitar las tumbas… Si a usted le parece bien”.
Hace un gesto y entiendo que está de acuerdo.
Historia
El 27 de agosto de 1986 se realizó la primera cirugía de trasplante de riñón en Honduras, a un paciente masculino de cuarenta y siete años que padecía de riñones poliquísticos (RPQ). Recibió el riñón de un cadáver, cuyo tipo sanguíneo era compatible con el suyo, pero, quince días después, murió.
El segundo trasplante de riñón se realizó el 6 de marzo de 1990, cuando a una mujer de treinta y siete años le trasplantaron un riñón de su hermana. La paciente padecía glomerulonefritis crónica, una enfermedad renal en la cual se daña la parte de los riñones que ayuda a filtrar los desechos y líquidos de la sangre. La cirugía tuvo éxito y se considera la primera positiva en Honduras.
“Es un procedimiento novedoso en el país –dice el fiscal, y agrega:– y con los adelantos en la medicina debería ser altamente seguro y efectivo, pero, la verdad es que está marcado por rechazos, necrosis, gangrenas, infecciones severas y muertes, y personalmente creo que si en otros países esto es raro, ¿por qué en Honduras están muriendo pacientes? ¿Por qué? ¿Qué es lo que está fallando?
¿Es que algunos especialistas no tienen la necesaria capacidad para realizar estas cirugías? ¿Será que, confiando demasiado en sus propias destrezas, algunos usan a sus pacientes como conejillos de indias, o sea, que experimentan y experimentan hasta perfeccionar la técnica? Si es así, están haciendo las de Josef Mengele, y eso es un delito que voy a descubrir y a llevar a los tribunales”.
Quizás el fiscal entendió que estaba hablando demasiado. Sin embargo, siguió, exclamando con entusiasmo:
“Y ya casi estoy encima de aquel doctor que le extirpó el riñón bueno a un paciente, en vez de quitarle el malo… ¡Y eso que estaba enseñándole a un estudiante de medicina cómo se hacen ese tipo de operaciones…!”
Hizo otra pausa.
“¡Ajá! –gritó–, ¿y el que le amputó la pierna buena a un diabético…? ¿Y el que le amputó la mitad del pene a un muchacho de veinticinco años creyendo que tenía cáncer y solo era un absceso en el glande porque era diabético?”
Calló por dos segundos.
“¿Me va a dar todos esos casos?” –le pregunté.
“Los casos sí, uno por uno, pero como los casos están en secretividad, los expedientes se quedan conmigo…”
La angustia en el rostro del señor había bajado y, con un suspiro, se puso de pie, ayudado por su hijo e interrumpiendo de tajo el discurso del abogado.
“El almuerzo va a tardar –dijo–; tal vez si vamos al cementerio ahorita…”
Se quebró su voz de nuevo.
“Me dijeron que había un hombre bueno –agregó–, en “Sener”… y en el Seguro, pero no tuve tiempo…”
Se refería al Centro Hondureño de Nefrologías Renales, Cehner, y al Instituto Hondureño de Seguridad Social.
“Dicen que se llama René… –dijo, dando un paso para bajar del corredor–, o Ramón… Román o Efrén… ¿Cómo se llama, hijo? Tu mamá me dijo…”
“No sé, papá –respondió el muchacho–; no me acuerdo”.
“Pues, por ahí va” –dijo el señor.
Solo yo noté la sonrisa maliciosa que deformó la boca del fiscal, y el brillo siniestro que iluminó sus ojos.
“El cementerio está cerca –dijo el señor–; ya me conozco el camino de memoria… A veces, hasta me parece que mis dos mujercitas van a resucitar y que me están esperando…”
No dijo nada más.
Lloraba, y al llorar salía de su alma un inmenso dolor.
Continuará la próxima semana