Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Los pininos de Gonzalo Sánchez

25.08.2018

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

Llamada. Era la una de la mañana cuando el teléfono que estaba sobre la mesita de noche repiqueteó sin cesar, alborotando hasta las sombras del cuarto. Una mano perezosa salió de la cobija y tomó el auricular; un segundo después, una voz ronca, como salida de ultratumba, dijo, con acento asueñado:

“Aló; Wilfredo Alvarado”.

Cuando el doctor Alvarado, psiquiatra de profesión, criminalista por afición y director de la Dirección de Investigación Criminal (DIC) supo quién le hablaba, sacudió los restos de sueño que le quedaban y saltó de la cama, encendió la lámpara y escuchó con atención. Al final, dijo:

“Entendido, señor; ahorita mismo”.

Colgó y, de inmediato, marcó un número. Al otro lado de la ciudad, un teléfono repiqueteó más de siete veces. Hacía frío y Gonzalo Sánchez dormía envuelto en una montaña de cobijas. Cuando contestó, el doctor le dijo, sin molestarse en saludarlo:

“Abogado, reúna un equipo de su mejor gente y antes de las dos de la mañana estén en el aeropuerto. Allí los espera un helicóptero. En Tocoa acaban de matar a un amigo del Presidente”.

“Entendido, señor”.

Eran los últimos días de 1995. Gonzalo tenía muchos años menos, un enorme entusiasmo en el corazón y un millón de ilusiones en su cabeza.

“Vamos a hacer de la nueva Policía de Investigación una institución científica” –decía.

Y, en gran parte, su sueño se hizo realidad. Gonzalo Sánchez dejó una huella imborrable en la investigación criminal en Honduras. Puso la razón y la ciencia como parte fundamental de la criminalística moderna en Honduras y ayudó a formar a grandes investigadores. Hoy es catedrático universitario y sigue siendo el más reconocido criminalista del país. Pero en aquella madrugada fría de noviembre, empezaba a caminar en esta maravillosa profesión. Antes de las cuatro de la mañana, estaba sudando sobre una calle de tierra, en Tocoa, en una muestra más de que quien manda, no suplica.

Escena
“¿A qué hora fue el crimen?” –le preguntó a un oficial de la Policía que lo llevó a la escena desde el campo de fútbol donde aterrizó el helicóptero.

“Poco después de las once de la noche… A nosotros nos avisaron exactamente a las once y veintidós minutos”.

“¿Desde ese momento protegieron la escena?”

“Envié una motorizada adelante y después vine con tres hombres… Nadie se ha acercado al cuerpo… bueno, desde que estamos aquí… Varios de sus amigos lo reconocieron después de oír los disparos”.

“¿Quién avisó a la Policía?”

“Dos de sus amigos”.

“¿Están aquí?”

“Sí”.

Gonzalo hizo una pausa y se dirigió a los hombres que lo acompañaban.

“Vamos a esperar que amanezca para que los técnicos de inspecciones oculares revisen cada centímetro cuadrado en toda esta calle; quiero huellas, manchas, casquillos, ramas quebradas, pedazos de papel, todo lo que pueda parecer sospechoso”.

Dijo esto y se dirigió al oficial:

“Por favor –le dijo–, ayúdeme a que los curiosos se alejen lo más posible…”

“Con gusto, abogado” –respondió el oficial.

“¿Cuándo fue la última vez que llovió en Tocoa?”

“Anoche, en las primeras horas”.

“Bien”.

Don Casto
Se llamaba Cástulo, tenía sesenta años de edad y era muy estimado en la zona. Trabajó desde niño y, con grandes esfuerzos y largos sacrificios, hizo su fortuna. Su esposa, la mujer que lo acompañó treinta y cinco años de su vida, veía su cuerpo tendido en la tierra con ojos anegados en llanto, rodeada de sus tres hijas y sus dos varones. Entre gritos de dolor se preguntaba:

“¿Por qué, Casto? ¿Por qué te hicieron esto si vos no le hacías mal a nadie?”

Y esa era la pregunta que se hacían sus amigos y quienes lo conocían.

“¿Será que los asesinos se equivocaron?” –se preguntaban unos.

“¿Por qué matar a un hombre como este por la espalda?” –decían otros.

Pero cuando Gonzalo y su equipo llegaron, se hizo el silencio alrededor.

Detalles
Las luces de dos patrullas caían directamente sobre el cuerpo. Gonzalo se acercó a este, con una linterna en una mano, y lo observó por largos segundos, en absoluto silencio.

“El asesino es un tirador inexperto –dijo, de pronto, mientras uno de sus compañeros tomaba notas rápidas en una libreta–; de los nueve disparos que tiene la víctima, solo uno es mortal, el que le atravesó el corazón… Los otros ocho disparos, los recibió en fracción de segundos, pero el del corazón fue fatal…”

Guardó silencio.

Sobre la camisa blanca de don Casto se contaban nueve orificios de bala, marcados con anillos de sangre seca. Uno en el hombro derecho, otro un poco más abajo, en el brazo, el tercero en el costado derecho, más como un rozón, y el cuarto en el centro del hombro izquierdo; un poco más abajo estaba el quinto, y el sexto había traspasado la axila izquierda. El séptimo perforó la piel del costado izquierdo, con orificio de salida cerca de la cintura, y el octavo estaba arriba del omóplato. El noveno había traspasado el corazón.

Gonzalo terminó de enumerar las heridas y se volvió hacia atrás, sobre la calle en penumbras.

“El asesino es un solo hombre –dijo–, y le disparó de lejos, tal vez desde unos quince o veinte metros de distancia”.

“Eso es más allá de la zanja, abogado”.

“Es posible” –respondió Gonzalo.

Más allá, a unos veinte metros, estaba una línea de tierra acumulada a la orilla de una zanja ancha que cruzaba la calle de lado a lado.

“Por favor –agregó Gonzalo, volviéndose hacia el oficial–, ponga dos hombres al otro lado de la zanja, pero más allá, para que no se contamine la escena… Vamos a trabajar allí cuando tengamos la luz del sol”.

Hizo una pausa, se volvió hacia el cuerpo y, viéndolo con cejas encontradas, se preguntó:

“¿Quién sale ganando con la muerte de este señor?”

Nadie le contestó.

“No tenía enemigos –le dijo, poco después, el hijo mayor de don Casto–; se dedicaba a trabajar y era un hombre bondadoso… Eso lo puede confirmar aquí…”

“¿Tuvo problemas con alguien en los últimos días?” –le preguntó Gonzalo.

“Mi papá nunca tuvo problemas con nadie”.

“¿Tenía alguna novia, una amante, alguna amiga especial…?”

“No –respondió el muchacho, con voz segura–; sí tuvo una aventura hace como veinticinco años, estando ya casado con mi mamá, pero eso se olvidó después de que estuvieron a punto de divorciarse”.

“¿Duró mucho esa aventura?”

“Creo que un año…”

“¿Tuvo algún hijo?”

“Sí, un varón…”

Gonzalo suspiró.

“Bueno –dijo, interrumpiendo al muchacho–; eso no es tan importante”.

Se agachó un poco y dirigió la luz de la linterna hacia un punto de la espalda de don Casto.

La huella
Desde siempre Gonzalo ha sido un hombre serio, responsable y meticuloso en su trabajo.

“Cada detalle de la escena del crimen nos dice algo –explica–; cada elemento en la escena nos habla, solo hay que saber escuchar. Además –agrega–, cada detalle, por pequeño e inútil que parezca, tiene un significado, tiene una carga psicológica que hay que interpretar para conocer la personalidad del criminal… Por eso, el investigador debe ser muy buen observador, debe ser analítico y muy lógico, y no dejar nada por fuera…”

Y, siguiendo sus propias enseñanzas, lo veía todo con especial atención.

“Esta es la marca del asesino” –dijo, de repente, y con acento triunfal, señalando con el haz de luz una mancha negra que destacaba claramente sobre la guayabera blanca.

Era ancha, de unas tres pulgadas al inicio, y luego se encogía conforme avanzaba hacia adelante, formando una especie de triángulo cuya punta se cortaba de pronto. Estaba marcada con lodo sobre la manga izquierda y aún no se secaba por completo.

“El asesino disparó desde más allá de la zanja –dijo Gonzalo–, y me atrevo a decir que estaba nervioso al momento del ataque, sin embargo, estaba decidido a matar a don Casto. Creo que lo vigiló, lo esperó y dejó que se alejara. Cuando lo vio en el suelo, se acercó a él y, para asegurarse que estuviera muerto, lo empujó con el pie, seguramente el derecho… Y es un pie que estaba calzado con una bota, algo vieja ya, y muy usada”.

Sus compañeros y el oficial de Policía lo escuchaban con atención.

“Tal vez creyó que podría darle vuelta al cuerpo al empujarlo con el pie, pero pronto supo que no era posible y que ya no era necesario porque don Casto estaba muerto. Pero apoyó la mitad de su bota en el brazo y lo hizo con fuerza. Y dejó bien marcado el error que lo va a llevar a la cárcel”.

Nadie dijo nada. Gonzalo hablaba en voz baja, como si quisiera que nadie más que sus compañeros lo escucharan.

“En la marca falta la punta de la bota, y es porque de tanto uso se ha levantado, por eso no se pintó en la camisa. Además, parece que la plantilla está más gastada del lado derecho que del izquierdo porque en este lado se ven grietas, como si el dueño tuviera un pequeño defecto al caminar, o sea que se apoya más en el lado derecho de su pie derecho…”

Gonzalo se puso de pie.

“¿Conoce a alguien que use botas vaqueras viejas y que camine como si arrastrara el pie derecho?”

El muchacho miró a Gonzalo con la boca abierta. Estaba asustado, más bien dicho, estaba azorado y por unos segundos no pudo decir palabra. Miró a Gonzalo, luego dirigió la vista hacia donde lloraba su madre y regresó a Gonzalo.

“Ya veo que sí conoce a alguien que use botas viejas y gastadas” –le dijo este.

El muchacho movió la cabeza hacia adelante sin poder articular palabra.

“Deme un nombre” –le dijo Gonzalo.

“Beto… Roberto… mi hermano… el hijo que mi papá tuvo por fuera…”

“¡Excelente!” –gritó Gonzalo.

“Pero… ¿por qué iba a matar a su propio padre?” –preguntó el muchacho.

“Eso ya lo vamos a saber –le dijo Gonzalo–; ahora, dígame, ¿dónde está él?”

“Vive afuera de Tocoa, con la mamá…”

“¿Usted conoce la casa?”

“Sí…”

“Entonces, no perdamos el tiempo…”

Un minuto después, una patrulla casi volaba sobre la calle de tierra.

Beto
La casa estaba a oscuras, unos gallos cantaban en el solar lleno de árboles y un perro ladraba. Cuando la patrulla se detuvo, los policías saltaron con las armas en las manos.

“Unos al patio –ordenó el oficial– y dos que vengan conmigo. Rosales, no te molestés en tocar la puerta, botala y entremos antes de que el sospecho se dé cuenta que estamos aquí”.

Rosales obedeció en el acto. La puerta se hizo astillas y dos rayos de luz inundaron la sala. Los policías invadieron los dos cuartos y en uno de ellos encontraron a un muchacho que se estaba metiendo debajo de la cama. Rosales lo sacó arrastrándolo por el suelo. A esto, una mujer se había levantado, gritando como desesperada.

“¿Dónde está la pistola con que mataste a don Casto?” –le preguntó el oficial, agarrándolo del pelo.

Gonzalo intervino.

“Llévenlo a la sala” –le dijo al policía.

El oficial obedeció.

No tardó Gonzalo en salir del cuarto con un par de botas en una mano. Eran viejas y gastadas y tenían la punta doblada hacia arriba, estaban manchadas de lodo y la derecha tenía grietas en el lado derecho de la plantilla.

“Aquí están las botas” –dijo, levantándolas.

“Falta la pistola” –replicó el oficial.

“Los técnicos de inspecciones oculares la están buscando”.

Estos no tardaron ni dos minutos en dar con ella. Era una pistola de .9 milímetros.

“¿Por qué lo mataste? –le preguntó Gonzalo al sospechoso, amablemente y viéndolo con empatía.

Beto bajó la mirada. El oficial le levantó la cabeza con fuerza, agarrándolo del pelo.

“El señor te hizo una pregunta, basura –le dijo–, y vas a contestar”.

Gonzalo miró al oficial y este soltó el pelo de Beto.

“Voy a decirte cómo mataste a tu propio padre –le dijo Gonzalo–. Lo vigilaste por un tiempo, sabías que iba al grupo de Alcohólicos Anónimos desde hace veinte años y siempre al mismo lugar. Anoche salió casi a las doce, porque estaban celebrando, y vos lo esperaste. Cuando salió, lo seguiste porque él dejó el carro lejos, ya que están haciendo reparaciones en la calle, y él iba solo. Vos dejaste que se alejara y, desde la zanja, le disparaste, con miedo de que te reconociera, pero después, cuando ya él estaba en el suelo, fuiste a comprobar que estuviera muerto y lo empujaste poniéndole tu bota derecha en el hombro izquierdo… Ahora, me vas a decir ¿por qué lo mataste? ¿Por qué mataste a tu propio padre?”

Beto tenía la garganta reseca.

“Él hizo su testamento –dijo, con cierta dificultad– y no me dejaba nada a mí, aunque fuera su hijo reconocido legalmente… Dijo que me había dado estudio y casa, y que eso era suficiente para mí… Pero no había firmado el testamento porque el abogado hizo mal algunas cosas y mañana se lo iban a corregir… Le dejaba todo a sus otros hijos y a la mujer, y a mí me dejaba en la calle, como si yo no fuera hijo de él”.

“¿Quién te dijo todo esto? Lo del testamento…”

El hijo mayor de don Casto intervino.

“Una tía de Beto trabaja en el bufete del abogado de mi papá –dijo–; ella es cómplice”.

“Yo también soy hijo –murmuró Beto–, y me voy a declarar heredero como ustedes porque mi papá se murió sin firmar el testamento… y por eso no vale…”

Gonzalo suspiró.

“Oficial –dijo–, es todo suyo… Póngalo a la orden de la fiscalía… por parricidio”.

“Vamos, basura… Te esperan por lo menos treinta años”.

Nota final
Así fue. A Beto lo condenaron a veintidós años y seis meses de cárcel. Intentó fugarse y lo condenaron a cinco años más. Por desgracia para él, sumaban casi veintiocho años, y no podía beneficiarse de libertad condicional por buena conducta. Pero murió de cirrosis, lejos de su casa y de su madre. La hepatitis fue su peor condena.

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