Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: La evidencia que dejó Rosmery

A veces no hay antojo más irresistible que un beso…
14.07.2018

TEGUCIGALPA, HONDURAS

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

Terminaba la tarde de un tranquilo domingo cuando el carro se detuvo frente al portón de hierro, y el chofer pitó dos veces. Esperó unos segundos y pitó una vez más. El portón siguió cerrado.

“Qué raro –le dijo a su esposa, que estaba sentada en el asiento del copiloto–; Rosmery siempre está pendiente de nosotros…”

“Tal vez está haciendo algo –le respondió la esposa–; pitá otra vez”.

Y, de nuevo, el hombre pitó con mayor insistencia, pero el portón no se movió.

“Dame la llave” –le dijo, entonces, a su mujer.

Bajó, abrió el portón y, después de estacionar el carro en el garaje, entraron a la casa. Les extrañó el silencio que había en ella. La puerta de entrada estaba cerrada, sin llave, las luces de la sala y de la cocina estaban encendidas, todo estaba en perfecto orden y nada parecía fuera de lo normal. Sin embargo, Rosmery no aparecía por ninguna parte.

“Ha de estar en su cuarto –dijo la esposa–; a lo mejor está enferma”.

Pero la muchacha no estaba en su cuarto. Y aquello hizo más preocupante el misterio. La cama estaba arreglada, todas las cosas de Rosmery estaban en su lugar, y el televisor estaba encendido.

“A lo mejor salió a hacer algún mandado”.

“No creo –replicó el marido, con acento preocupado–, porque ella sabe que venimos a esta hora y siempre está pendiente de nosotros…”

“¿Entonces?”

“No sé… Esperemos”.

La esperaron en vano. Rosmery no regresó ese domingo, ni el lunes… Fue hasta el martes que supieron algo de ella. La encontraron muerta en un solar baldío, cerca de la casa, en medio de un bosque de maleza. Estaba desnuda y su cuerpo se descomponía entre una nube de moscas y un ejército de gusanos.

“Es ella” –dijo el señor, después de reconocerla. La esposa se desmayó.

Rosmery
Era muy joven y bonita; además, era dulce y hacendosa. Su madre, Cristina, vino a la capital a trabajar como empleada doméstica en aquella casa, y los señores se enamoraron de su hija. Un día, Rosmery se hizo cargo de la casa y nadie podía llevarla mejor que ella. Había crecido allí y se sentía parte de aquella familia. Además, los patrones la querían y la apoyaban para que estudiara y fuera abogada algún día. Pero ya nada de eso iba a ser posible. Rosmery estaba muerta, a menos de doscientos metros de la casa donde había encontrado una nueva vida.

“¿Quién pudo hacerle esto?” –se preguntó el patrón.

“El que la mató es un maldito que merece la muerte” –dijo su esposa.

“Lo vamos a encontrar –les dijo un agente de homicidios de la Policía de Investigación Criminal–; lo vamos a encontrar”.

Escena
Los técnicos de inspecciones oculares llegaron al lugar envueltos en sus escafandras blancas. Buscaban evidencias.

“Un manojo de llaves” –dijo uno de ellos.

“Son las llaves de mi casa” –musitó el patrón, reconociendo el llavero.

“Un blúmer roto, pedazos de una falda, una sandalia de hule, un brazier desgarrado, una blusa hecha pedazos, un anillo de oro en el dedo anular izquierdo, una cadena de oro en el cuello y un billete de cincuenta lempiras…”.

Los técnicos habían hecho una lista de lo que encontraron en la escena. Habían espulgado el terreno centímetro a centímetro, y creían que no hallarían nada más.

“¿Están seguros?” –les preguntó el jefe.

“Creo que sí”.

“Busquen otra vez antes de que le toque su turno al forense…”

“Un botellón de agua vacío –gritó un técnico, desde una esquina alejada del solar–; está intacto y parece que alguien lo tiró desde muy lejos”.

“Qué tomen fotografías y después lo embalen con cuidado, por si tiene huellas digitales”.

“Entendido, señor”.

Minutos después, los técnicos de inspecciones oculares se retiraron.

Forense
El médico observó el cuerpo con detenimiento, antes de agacharse un poco sobre él.

“A esta mujer la estrangularon mientras la violaban –dijo–, o poco después… Y creo que el violador la golpeó con fuerza extrema después de muerta… Tiene un golpe que deformó la parte izquierda de su cara…”

Las cuencas vacías de los ojos lo miraban fijamente, llenas de hormigas y gusanos. El rostro estaba hinchado, la piel se desprendía en algunas partes y el olor era insoportable.

“Creo que la obligaron a venir hasta aquí” –dijo un agente de la DNIC.

“Es lo más seguro” –respondió el médico.

“Me parece que la muchacha se quedó sin agua, salió a comprar un botellón, llevaba el dinero y las llaves de la casa en una mano y, en algún lugar, cerca de la casa, alguien la interceptó, obligándola a venir hasta aquí, dónde la violó y la asesinó”.

“Sí –musitó el doctor–, creo que así pasaron las cosas…”

“Vamos a descartar que ella vino hasta este lugar por su propia voluntad –agregó el agente–; si hubiera querido, estaba sola en la casa y…”

“Entiendo”.

Siguió a esto un momento de silencio.

“Tiene la tráquea rota –dijo el médico, poco después–, lo que nos dice que el asesino apretó con fuerza su cuello, y creo que se trata de un hombre joven, alto y fuerte porque las huellas de sus manos todavía se ven en la piel, a pesar del estado de descomposición en que se encuentra…”.

“El asesino tal vez es un conocido” –opinó un segundo detective.

“Es posible”.

“Alguien que tal vez la enamoraba y a quien ella rechazaba…”

“Puede ser”.

“¿De quién podríamos estar hablando?”

Hubo una pausa más larga esta vez. Al final, el agente dijo:

“Creo que podemos empezar por los guardias de seguridad de la colonia”.

Nadie dijo nada. El agente se dirigió al forense:

“Doctor, ¿cuánto tiempo cree usted que tiene de muerta la muchacha?”

“Unos cinco días –respondió el médico–; máximo, seis”.

“O sea que la mataron el jueves”.

“Es posible”.

“Y tuvo que ser en la noche porque si salió a comprar agua es porque el vendedor ya no pasaría, hasta el día siguiente…”

Siguió a esto un momento de silencio que estuvo marcado por un murmullo que se mezclaba con el zumbido de las moscas.

“Veamos si hay cámaras de seguridad en esta zona”.

De pronto, el agente se interrumpió. El doctor había dado un grito.

“¿Qué es esto?” –se preguntó, agachado a un metro del cuerpo, en línea directa con la cabeza.

“¿Qué cosa, doctor?” –le preguntó el agente, acercándose a él.

“Ese maldito le arrancó la lengua a la muchacha” –dijo el médico.

“¿Por qué lo dice, doctor?”

“Vea esto”.

Con una pinza, el médico levantaba un pedazo de carne que, a pesar del proceso de descomposición, no había perdido su forma. Era un pedazo de lengua humana.

“Fue arrancada –dijo el médico, luego de verla más de cerca–, y parece que la arrancaron de una mordida… Pueden verse señales del desgarre…”

“¡Ese miserable!” –gruñó el detective.

Cámaras
El lunes siguiente, antes del mediodía, los dueños de la empresa de seguridad llevaron los videos a la DNIC.

“¿Cuál es el del jueves, día del crimen?”

“Este”.

El disco empezó a dar vueltas. Horas enteras de grabación pasaron ante los ojos ansiosos de los detectives sin que nada llamara su atención. Anocheció, y todo seguía igual. Pero a las seis y treinta y dos minutos con diecisiete segundos, el portón de la casa se abrió un poco y apareció Rosmery, con un botellón de plástico en una mano y las llaves y el dinero en la otra. Salió a la calle y corrió el portón de nuevo, avanzó unos pasos y, de pronto, apareció a su lado un hombre, en uniforme y con una escopeta en las manos. Ella lo vio, lo saludó, avanzó unos pasos y él se acercó a ella de dos zancadas. Caminaron juntos hasta que se perdieron del ojo de la cámara.

“¿Quién es este hombre?” –preguntó el detective.

“Es uno de nuestros guardias” –respondió el jefe.

“¿Dónde está?”

“No sabemos… Hizo turno el jueves, pero a eso de las siete y pico de la noche le dijo a su compañero que tenía un problema y se fue; dejó la escopeta en la caseta, y no se presentó más a trabajar… No sabemos dónde está”.

“¿Sabe dónde vive?”

“Tenemos sus datos…”

“Excelente”.

En ese momento sonó el teléfono celular del detective. Era el médico forense.

“Buenas noticias –dijo–, la lengua no es de la muchacha… La de ella está completa… bueno, podrida pero no fue arrancada como creí al inicio…”

“Entonces, doctor, ese pedazo de lengua es…”

“Del asesino… Estoy seguro…”

El detective dio un grito de alegría.

“Quizás, mientras la violaba, la besó, metió la lengua en su boca y ella lo mordió hasta arrancársela…”

“Y –agregó el doctor–, en medio del dolor y de la desesperación, el violador le apretó la garganta para que dejara de morderle la lengua, pero ella mordió con más fuerza, y él terminó matándola…”.

El detective guardó silencio.

“Pero, ¿por qué el pedazo de lengua estaba a más de un metro de distancia del cuerpo?”

“Te dije antes que creía que el asesino la había golpeado en la cara –explicó el forense–, pues, creo que, furioso, la pateó con fuerza cuando ya estaba muerta y, del golpe, el pedazo de lengua saltó de la boca de la muchacha y salió volando hacia la derecha…”

“Excelente, doctor. Gracias”.

“¿Qué vamos a hacer ahora?” –le preguntó al detective uno de sus compañeros.

“Ir al Hospital Escuela –le respondió de inmediato–; un hombre como ese no tenía más remedio que buscar asistencia médica gratuita, y ya que tenía la lengua destrozada, no iba a curarse él solo… ¡Vamos!”

Doctor
No tardaron en recordar el paciente.

“Yo lo atendí –dijo el médico–; ese jueves yo estaba de guardia y, a eso de las siete y media o las ocho, vino un muchacho sangrando de la boca. Al examinarlo, vi que le faltaba un pedazo de lengua. Dijo que lo habían asaltado y que los delincuentes le arrancaron la lengua con una tenaza… Lo atendimos, quisimos ingresarlo para darle una mejor atención, pero no quiso… Una hora después, se fue…”.

“Doctor –dijo el detective–, ¿a usted le pareció que le hubieran cortado la lengua con una tenaza?”

“En realidad, no –dijo el médico–; más me parecía arrancamiento por mordida…”

“Bien, doctor… Muchas gracias”.

Búsqueda
Los detectives empezaron la búsqueda del guardia de seguridad. Estaban seguros de que él era el violador y asesino. Su fotografía llegó a las estaciones de Policía de todo el país, pero pronto pareció que se lo había tragado la tierra.

“Tenemos la orden de captura de ese caballero –dijo el detective–; donde sea, lo vamos a encontrar…”.

Pero, seis meses después del crimen, el hombre seguía desaparecido. Y, un año más tarde, el caso se había olvidado. Rosmery seguía esperando justicia en su tumba, hasta que una tarde, en una calle de Siguatepeque, un policía de tránsito detuvo a un motociclista para una inspección de rutina.

“¿Pó qué me pa-á?” –le preguntó el hombre, después de quitarse el casco, hablando con dificultad, pronunciando las palabras a medias y tartamudeando a veces.

“Es un operativo de rutina, señor –le dijo el policía–; permítame sus documentos, por favor”.

“O e-óyau-ádo…”

“No le entiendo bien, caballero –le dijo el policía–, disculpe; permítame sus papeles, por favor”.

“E é-óy a-u-áo”.

(Quería decir: que estoy apurado).

El policía siguió sin entenderle e insistió en ver sus documentos. El hombre se los entregó. El policía se los dio a un compañero, este fue hacia una patrulla, revisó algo en una computadora, y regresó con una buena noticia.

“¡Manos arriba! –le dijo, de repente, apuntándolo con su fusil de reglamento–. ¡Está usted detenido!”

El hombre abrió los ojos y quiso protestar.

“¿O é? –preguntó–. O…”

No pudo decir nada más. Dos policías más lo apuntaron con sus armas.

“Tiene orden de captura por la violación y asesinato de una muchacha hace un año, en Tegucigalpa… ¡Espósenlo!”

En el asiento de atrás de una patrulla de la Policía, entre dos agentes encapuchados, el guardia de seguridad llegó a Tegucigalpa, de donde había desaparecido hacía un año. Aceptó su culpa, escribiéndola frente a los detectives y al fiscal del Ministerio Público, y fue llevado a la penitenciaría. Allí, casi lo matan a golpes, en “castigo” por el crimen cometido. Saldrá en libertad muy viejo.

“Para entonces –dice el fiscal–, ya no podrá hacerle daño a nadie”.