TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Resumen: Un hombre repudia a su hijo desde sus primeros años porque es “diferente”. Él quería un varón, y el niño, desde pequeño, mostró características femeninas. Con el tiempo, el padre llegó a odiarlo; se avergonzaba de él y lo golpeaba con frecuencia, seguro de que el castigo lo convertiría en un hombre de verdad. Una noche abusó de él, después de golpearlo tan fuerte que le quebró la mandíbula en tres partes. El doctor Emec Cherenfant tardó siete horas en el quirófano para reconstruirla. Cuando se graduó de abogado, lo corrió de la casa. El muchacho llevaba el corazón lleno de odio... y de deseos de venganza. Pero... los caminos de Dios no son nuestros caminos...
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VIDA
La frase anterior es parte de la carta que me escribió esta víctima de la intolerancia y del machismo retrógrado e infecundo. Hoy, después de tantos años de sufrir el rechazo de su padre, este hombre vive en paz, trabaja y recuerda; recuerda y sufre, porque, a veces, recordar es volver a sufrir.
“Salí de mi casa recién graduado -escribe-, y me fui a la casa de Las Hadas. Estaba recién pintada y le habían hecho algunos arreglos. Marina me dijo que mi padre la tuvo en alquiler por diez años y que el dinero lo depositaba en la cuenta que me dejó mi mamá; y que fue él quien mandó a pintar y a preparar la casa para que yo la ocupara. Era mía, estaba a mi nombre y me sentí agradecido con mi madre por eso. Sin embargo, aquella actitud de mi padre me extrañó bastante.
¿Por qué se tomaba aquellas molestias por mí si no me quería? ¿Qué le importaba a él si yo me beneficiaba o no con la herencia de mi madre? ¿Por qué no me lo quitó todo, ya que todo estaba en sus manos? Y, ¿por qué la amuebló antes de que yo la ocupara? Pero, algo más extraño todavía era lo que estaba estacionado en el garaje. Una camioneta Ford Explorer, del año, a mi nombre, y una Biblia dentro de ella.
Yo sabía que mi padre se avergonzaba de mí. Yo no podía acercarme a él porque le causaba repulsión mi presencia, y en varias ocasiones me escupió en el rostro. Además, yo le tenía miedo y trataba de estar lejos de él. Pero, todo aquello me sorprendió, y así se lo dije a Marina. Ella me dijo que eran las instrucciones de mi madre; y me dijo, además, que mi papá siempre estuvo enamorado de mi mamá, que la amó por sobre todas las cosas, y que desde que ella enfermó nunca volvió a ser el mismo.
“Tal vez algún día podés perdonarlo, hijito”.
“¡Jamás! -le grité a Marina, con un nudo de lágrimas en mi garganta-. ¡Jamás voy a perdonar a mi papá! El daño que me ha hecho es lo más horrible que pueda sufrir un ser humano, y sé que algún día, algún día, Dios o el diablo me van a dar la oportunidad de vengarme de todo el mal que me hizo”.
Marina se estremeció al oír aquellas palabras y yo escondí mis lágrimas; eran lágrimas de rabia, de ira, de odio, de impotencia...
TIEMPO
Dicen, Carmilla, que el tiempo todo lo cura, y que da salida a las situaciones más difíciles, pero yo no creo en eso porque aquellos sentimientos horribles echaron raíces en mi corazón, y no había noche en la que no recordara los abusos de mi padre.
Él es un hombre exitoso, un abogado de prestigio, y me imaginé un día que si denunciaba sus abusos ante los medios de comunicación y ante la fiscalía, le haría tanto daño que lo obligaría a pedirme perdón. Pero, pronto esa idea se borró de mi cabeza, y me vino otra. Tal vez si contrataba a un par de criminales para que asaltaran la casa y lo golpearan hasta quebrarle la mandíbula como él quebró la mía. O, tal vez contratar a un sicario para que le quitara la vida al salir de la casa. Eran tantas ideas las que se venían a mi cabeza, que a veces me pasaba las noches en vela, recordando y odiando. Hasta que una mañana recibí una llamada. Era mi hermana Elena, una de las gemelas, la que me hablaba con voz desesperada.
“Carlos -me dijo-, tenés que venir a la casa... Es urgente... A mi papá le dio un derrame”.
“¿Qué? -le dije-. ¿Un derrame? ¡Dios bendito! Y ¿cómo está?”
“Está paralizado de la mitad del cuerpo”.
Me levanté de la cama, me vestí, sin bañarme, y me fui. Iba lleno de angustia, y mil cosas daban vueltas en mi cabeza. Me decía que era Dios castigando a mi papá; que era el diablo jugándole una mala pasada. Que era el peso de sus maldades lo que lo había hecho colapsar.
Desde hacía dos años vivía solo con Elena. Mi hermana Claudia se casó joven y se fue a vivir al Perú, con el esposo, ingeniero de minas. Mi hermana Pía se fue a estudiar un posgrado a Estados Unidos, y no quería volver, así que Elena se quedó con él, y con un par de mujeres que los atendían. Yo tenía años de no verlo. Bueno, lo veía a veces en la televisión, y se me revolvía el corazón. Antes de llegar a mi casa, hice una llamada:
“Dani -dije-, me vine para la casa de mi papá; me llamó mi hermana Elena y me dijo que le dio un derrame, y que está paralizado de la mitad del cuerpo...”“Y ¿qué vas a hacer allí si él no quiere ni verte?” “Pues, no sé... No sé... Solo voy... porque es mi padre... Creo que es por eso”.
“Bueno, si es lo que querés hacer, está bien... Yo estoy saliendo de turno y ya iba para la casa... Estaba por llamarte... Si querés, me voy para la casa de tu papá...”“Está bien”.
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ÉL
Estaba en la cama, tendido boca arriba, con el rostro deformado a causa de una horrible parálisis, el brazo izquierdo encogido y una pierna inmóvil. Babeaba sin cesar y respiraba con dificultad. Elena estaba a su lado, y dos médicos lo atendían, a la espera de una ambulancia que lo llevaría al hospital.
No he de olvidar su mirada, aquella mirada llena de angustia, velada por las lágrimas. El párpado izquierdo caído sobre el ojo; el ojo derecho abierto desesperadamente. Me acerqué a él con miedo, y él cerró los ojos. Entendí que le repugnaba verme. Sin embargo, no me fui de allí. Carlos llegó en pocos minutos, y después la ambulancia. Lo llevaron al hospital, y allí estuvo tres meses. Los médicos dijeron que sufrió un accidente cerebrovascular en el hemisferio derecho del cerebro, lo que le paralizó el lado izquierdo del cuerpo. El neurocirujano dijo que el suministro de sangre al cerebro se bloqueó repentinamente, y que eso le produjo el derrame. Afortunadamente no llegó al quirófano.
Al tercer mes regresó a la casa. Se había recuperado un poco, pero le faltaba mucho para volver a ser el mismo de antes, o algo parecido. El problema era que estaba solo con mi hermana Elena, y fue en ese momento en el que decidí irme a su casa para cuidarlo de cerca. Sí, Carmilla, yo, su víctima favorita, estaba decidida a cuidarlo hasta el último de sus días. Así se lo dije a Carlos, y él estuvo de acuerdo conmigo. Carlos es enfermero profesional, y estudia la Licenciatura en Enfermería en la Universidad Católica, y se ofreció a ayudarme incondicionalmente.
“Voy a pedir un permiso -me dijo-, y me quedaré aquí, con tu papá”.
Contratamos dos enfermeras para que nos ayudaran y entre los cinco cuidamos de mi padre por un año largo, lento y pesado.
Yo le limpiaba la saliva que se caía por las comisuras de sus labios, Carlos y una de las enfermeras lo bañaban todas las mañanas, lo aseaban, y Elena y yo le dábamos de comer. Marina, que había envejecido, solo me miraba, y en su mirada había alegría, había amor.
“Eso alegra el corazón de tu madre allá en el cielo -me dijo, una tarde en la que le daba café a mi papá con una cuchara-. Eso alegra también el corazón de Dios”.
Yo no le dije nada, pero mi papá había escuchado, y vi que empezó a llorar. Yo corrí a limpiarle las lágrimas, pero las mías se salieron sin mi permiso. Me acerqué a mí papá, y lo besé en la frente. Él me miró, y vi que se esforzaba por decir algo. Carlos se acercó, para escucharlo, porque era lo primero que tal vez diría en todo aquel tiempo, y Elena le dijo:“¿Qué querés decir, papá?
”Él hizo un esfuerzo más, un sonido ronco se formó en su garganta, y, mirándome, me dijo:
“Perdón. Perdón... hijo... Perdón”.
Yo salté de alegría, Carmilla, y me lancé hacia él. Lo besé, lo abracé y lloré con él.
“No te preocupés, papá -le dije-. Yo te quiero mucho... Mucho... Tanto como te quiso mi mamá”.
Él repitió aquella palabra que todavía suena en mis oídos como si me las dijeran desde el cielo: “Perdón... Perdón, hijo... Perdón”.
Como pudo, levantó el brazo derecho, y me abrazó, me pegó a él, y me besó, o, al menos, es lo que quiso hacer...
Hoy, Carmilla, lo recuerdo y lloro, de tristeza y de felicidad. Sé que Dios perdonó a mi padre, como lo perdonamos mi madre y yo; y sé que está con ella en el cielo, porque, como dice la Biblia, el cuerpo vuelve al polvo de dónde fue tomado, y el espíritu vuelve a Dios quien lo dio. Y sé que mi madre y él están juntos. Yo, Carmilla, vivo en paz. Carlos murió en un accidente de moto, y vivo en soledad, esperando que también me deje la fiel y leal Marina, que ya cumplió ochenta años...
NOTA FINAL
Carmilla, esta es mi historia, y deseo que la cuente, que la escriba, para que los lectores de EL HERALDO entiendan que no se debe discriminar a nadie, ni por raza, ni por política, ni por orientación sexual. Somos así y merecemos el respeto de todos. Y para que los padre entiendan que los hijos no queremos nacer diferentes... solo es que somos así, y que deben querernos porque somos sus hijos. Yo, que viví en carne propia lo terrible de la discriminación, perdoné, y el perdón me hace vivir en paz.