(Primera parte)
Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Olvido. Eduardo Ulises Galdámez fue uno de los mejores agentes de investigación que tuvo la antigua Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC).
Resolvió muchos casos y se enfrentó al delito con verdadera vocación y compromiso. Pero una tarde de mayo, hace ya varios años, y en la que se respiraba a su alrededor un podrido olor a Judas, lo asesinaron a balazos casi enfrente de un grupo de sus compañeros.
Y hasta hoy, según se dice, nadie sabe quién lo mató, nadie sabe por qué lo mataron y nadie está interesado en resolver el crimen. Sus amigos más cercanos fueron depurados y el tiempo, que muchas veces envuelve estos hechos como con una mortaja, se ha encargado de mantener impune la muerte de este gran detective.
Porque fue un gran detective, con defectos como todos, con errores en el ejercicio de su carrera, con enemigos… como todos.
Su legado está ahí, en los archivos viejos y polvorientos de la Policía de Investigación, olvidados, junto al expediente de su asesinato.
Los lectores seguramente lo recordarán por aquel caso inolvidable que resolvió en Puerto Lempira, Gracias a Dios, y que se llamó “El extraño caso de los vellos robados”.
Hoy pongo en manos de los lectores y lectoras de “Selección de Grandes Crímenes” uno de sus casos más emblemáticos, como un homenaje a este hombre que no solo fue un buen amigo, sino también (y lo repito con orgullo) un gran detective.
Disparos
Esa mañana húmeda de noviembre, alguien llamó a las oficinas de la DNIC, en el barrio Villa Adela, en Comayagüela, y dijo que en una casa de la aldea acababan de escucharse varios disparos.
“Yo no he ido a mirar –le dijo a la telefonista el hombre que llamaba–, pero ahí dicen que hay un muerto… un hombre al que le dicen ‘El Juancho’. Y es que lo mataron a tiros… Seis plomazos le metieron entre pecho y espalda”.
Cuando Galdámez llegó a la escena del crimen, al pie de una montaña boscosa y nublada, cerca de Lepaterique, se encontró con una nube de curiosos que rodeaban la casa, una vieja construcción de bahareque con techo de teja y piso de tierra, levantada entre pinos y robles viejos y retorcidos.
En lo que parecía ser la sala estaba tendido boca arriba el cuerpo de un hombre joven, no muy alto, fornido, de piel trigueña, pelo cortado al estilo de los soldados y de rasgos indígenas. Estaba tendido sobre un charco de sangre coagulada sobre la que revoloteaban las moscas, tenía los ojos abiertos, como si hubiera visto algo terrorífico al momento de morir, y sus dientes estaban apretados. Cerca de su mano derecha estaba un machete, y más allá, hacia la puerta de entrada, una paila llena de masa.
Le habían disparado cinco veces. Tenía dos heridas en el pecho, una en el abdomen, otra en el brazo izquierdo, a la altura del hombro, y la última en la rodilla derecha.
Cuando Galdámez movió el cuerpo para revisarle la espalda, vio que dos de los proyectiles atravesaron el cuerpo. El del hombro y el del abdomen, aunque al inicio no estaba seguro de esto. Lo supuso porque el ángulo de salida en la herida era inclinado, lo que lo puso a pensar sobre la dinámica del crimen.
“A este hombre le dispararon de abajo hacia arriba –escribió en su libreta de notas–, y a una distancia de unos dos metros. Los disparos, aunque fueron mortales, no le quitaron la vida de inmediato… El hombre murió desangrado, tal vez pidiendo ayuda…”
Análisis
De pie, cerca del cuerpo, Galdámez empezó a analizar la escena.
¿Desde dónde le habían disparado a la víctima?
La sala era pequeña, un rectángulo de unos cinco por seis metros. En esta solo habían dos sillas de madera, un sillón de esponja deteriorado y una mesa grande y vieja junto a la pared que separaba a la sala de la cocina.
A la derecha, y a unos dos metros, estaba una puerta que daba al único cuarto de la casa, una pieza grande en la que habían tres camas de madera: una con un colchón viejo de algodón, otra con un petate y varias colchas sobre el tejido de pitas, y la tercera con varias cobijas sobre tres tablas largas. Pero aquí todo estaba en orden, en la cocina nadie había movido nada y el fogón estaba apagado. Donde había desorden era en la sala.
“Las sillas estaban tiradas en el suelo –escribió Galdámez en su informe–, una pegada a una pared, cerca de la única ventana de la sala, y la otra a un lado de la mesa. Esta estaba pegada a la pared, pero no en ángulo recto. En el suelo había señales de lucha, los pedazos de una tinaja grande estaban en el suelo y se veía lodo en la dirección de la mesa, como si el agua de la tinaja hubiera corrido hacia ese lado. Aquí había huellas como de alguien que se hubiera arrastrado o movido en el lodo, casi como si se hubiera revolcado”.
Las fotografías en el expediente son claras. Hay marcas de pies, una huella “como de dedos” que se arrastraron sobre el lodo y huellas más grandes que Galdámez dijo que eran la cadera de alguien delgado que se revolvió en el lodo.
Preguntas
¿Qué había pasado en aquella sala? ¿Por qué estaban las sillas tiradas en el suelo? ¿Por qué se había quebrado la tinaja que, seguramente, estaba sobre la mesa? ¿Qué significaban aquellas huellas marcadas en el lodo? ¿Qué hacía aquel machete, largo y afilado, cerca de la mano derecha del muerto? ¿Por qué le habían disparado hasta matarlo? Y, ¿desde dónde le dispararon? Además, ¿por qué no había nadie en la casa acompañando al muerto? ¿Qué hacía en el suelo la paila llena de masa de maíz recién molida? Y una pregunta igual de importante: ¿Dónde estaba la familia del muerto?
Uno de los curiosos de más edad le dijo a Galdámez que la esposa se llamaba María, que tenían dos hijos, una niña de ocho años y un niño de doce.
“Él se dedicaba a trabajar la tierra –le dijeron–, pero también ‘chupaba’, o sea, que bebía mucho, y puro guaro del barato…”
“¿Entonces era un hombre violento?”
El testigo se rascó detrás de una oreja, pensativo y como si no quisiera decir nada más.
Dejó que pasaran unos segundos y después respondió:
“Pues… sí. Siempre se andaba ‘peliando’ con todo el mundo, y más cuando andaba ‘guariado’; no se ‘apiaba’ ese machete y la gente le tenía miedo…”
“Y, con la familia, ¿cómo era?”
“Pues, igual… Aunque aquí nadie se mete en los asuntos de los vecinos… Eso es cosa de cada quien”.
Galdámez dejó que pasara un tiempo.
“¿Imagina usted por qué lo mataron?” –le preguntó.
“¡Ah, no; eso no sé! –contestó el señor–. Solo Dios y la Virgen lo saben”.
Por supuesto, Galdámez no iba a entrevistar a Dios ni a la Virgen.
“¿Usted sabe dónde están la esposa y los hijos del muerto?”
El hombre hizo otra pausa.
Tal vez creía que ya había hablado demasiado.
“Mire –dijo–, tiene una tía allá, por el camino real…, como a unas dos leguas de aquí…”
Galdámez terminó de escribir los datos en su libreta y le dio las gracias.
La masa
La llamada a la DNIC fue hecha a las seis y doce minutos de la mañana. Esto significaba que al hombre lo mataron a las seis o unos minutos antes, si se toma en cuenta que el que llamó dijo “que se habían escuchado unos disparos y que había un hombre muerto” y, estando las casas lejos unas de otras, la primera persona que vio lo que pasó debió tardar entre diez y quince minutos antes de dar la alarma y decidir llamar a la Policía.
Ahora bien, la paila de masa estaba en el suelo, y en la tierra del piso había señales de que la paila había caído con fuerza, como si la hubieran lanzado con fuerza o como si se le soltó de las manos a alguien. Además, la masa estaba inclinada hacia el lado donde la paila había golpeado el suelo.
“Creemos que la persona que traía la masa –escribió Galdámez– se asustó al ver al hombre tirado en el piso, desangrándose. Creo que estaba cerca de la casa y escuchó los disparos. Venía del molino, con la paila de masa, y la tiró al suelo al ver la escena. Esto me dice que no fue esta persona la asesina, aunque por el desorden que hay en la sala, también podemos suponer que la persona llegó a la casa con la paila de masa, que fue atacada por el hombre, que se produjo un pleito, que la paila de masa cayó con fuerza al piso y que en medio del pleito se hicieron los disparos desde el suelo, de abajo hacia arriba, para defenderse del hombre que amenazaba con un machete, seguramente a la persona que le disparó”.
La forma en que Edgardo Galdámez redactaba sus expedientes es propia de un novelista y sus libretas de notas son una mina para cualquiera que quiera dedicarse a la literatura policial.
Pero, ¿quién traía la paila de masa?
Seguramente una mujer, la esposa del muerto. Esto era lógico de suponer.
Ahora, ¿fue esta mujer quien mató a aquel hombre?
Si fue así, ¿por qué?
Y, si no fue ella; si al momento de los disparos ella llegaba a la casa, entonces, ¿quién lo asesinó?
Algo más, ¿por qué el muerto estaba solo en la casa? ¿Dónde estaba su mujer y sus hijos?
Continuará la próxima semana...