TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Hace poco, mi buen amigo Jorge Quan me presentó a un hombre, en el amplio sentido de la palabra, que tenía deseo de conocerme. Lo llamaremos Arturo. Le dijo a don Jorge que siempre fue adicto a EL HERALDO, y que una de sus secciones favoritas eran los casos criminales de Carmilla Wyler.
Cuando lo conocí, me causó una grata impresión. Es alto, muy alto, de piel blanca, marcada por pecas y lunares, nariz aguileña, con una giba nasal que le da un aspecto aristocrático, ojos claros, sin ser azules, y pelo blanco, extremadamente blanco.
Es de rasgos finos y agradables modales. Habla pausado, pero con claridad, y sus palabras tienen sentido. Sin embargo, camina con andador o con bastón, y viste siempre pulcramente. Además, conserva intacta su dentadura y, en definitiva, cuida con esmero de sí mismo.
Sus dos hijos varones están con él. Uno de sesenta y seis años; el otro de sesenta y cinco. Su hija mayor, Mayra, de sesenta y siete, y la niña de sus ojos, Julia, de cincuenta y cinco. Es la que más se parece a él.
Se han reunido para contarme su historia, mejor dicho, su caso, un caso doloroso que pocos conocen y que don Arturo no quiere que quede en el olvido, o que solo se guarde en la memoria de sus hijos.
“Pronto cumpliré noventa años –dice, con voz clara–, y no temo a la muerte. Como dice el doctor Emec Cherenfant, de nada sirve huir de ella porque tarde o temprano nos alcanzará, o se sentará pacientemente a esperarnos en el camino, como es mi caso…”.
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Suspira, toma un sorbo de agua y agrega:
“Hay un tiempo en el que uno no quiere morir y es cuando todavía tiene por quién luchar; pero, llega el día en que la vida se convierte en una montaña que pesa horriblemente sobre nuestros hombros, y es en ese momento en que se llama a la Muerte con desesperación. Y es en esta época cuando ya hemos cumplido con nuestro deber en la tierra, con nuestra misión. Hemos criado una familia y hemos visto partir a nuestros padres; se desaparecen los amigos y los hijos vuelan con sus propias alas. Es en esa época cuando ya los placeres que antes nos incendiaban la sangre se han apagado para siempre y no queda ni siquiera el amor al dinero que ansiábamos tanto en otros tiempos. Y no es que no siga palpitando el amor en nosotros; no, señor. Pero, ahora, es un amor diferente, aunque fuerte; es un amor raro, más entregado, más sacrificado, más especial, que tiene algo de divino; algo de Dios”.
Don Arturo calla, sonríe y dice, viéndome directamente a los ojos:
“Pero no vino usted aquí para escucharme filosofar…”.
Yo le sonrío. Don Jorge Quan se mueve inquieto en su silla. Hay en la biblioteca de don Arturo unos tres mil libros; tal vez más.
Suspira, se acomoda en su silla, aprieta el mango del bastón, y dice:
“He admirado su trabajo desde sus primeras publicaciones y he leído sus libros. Considero como héroes de la investigación criminal a Denis Castro Bobadilla, mi particular amigo, a Pachico, a la Española, al H-3 y, sin ningún tipo de rencor u odio, al gran Gonzalo Sánchez…”.
Yo lo miro con una muda pregunta en los ojos.
“Fue Gonzalo Sánchez el que me puso en la cárcel –me explica–; creí, ingenuamente, que había cometido el crimen perfecto, pero ese hombre no pensaba igual que yo, y fue desmenuzando uno a uno mis errores, hasta que me puso él mismo las esposas en las muñecas”.
Hace una pausa don Arturo y, tomando otro trago de agua, trata de aplacar las emociones que se revuelven en su pecho.
Hay un brillo extraño en sus ojos, y entiendo que quiere detener las lágrimas que corren rápidas hasta detenerse en sus párpados.
“Hay dolor en mi corazón –dice, después–, pero no hay ni odio ni rencor. Al contrario, es a mí a quien debe odiárseme, y los que deberían odiarme me dan su amor…”.
Calla de nuevo, y sonríe, pero, esta vez, con tristeza, bajando la cabeza.
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Julia, su hija menor, le acaricia un hombro, y Mayra besa la coronilla de su cabeza. Su hijo mayor trata de consolarlo.
“Si tienes que llorar, padre, llora –le dice–; tus lágrimas son un tributo para aquella santa…”.
No puede continuar porque él mismo ya está llorando.
Cuando los miro, uno por uno, todos tienen lágrimas en los ojos. Don Arturo ha levantado la cabeza, y arde su frente. Mira con devoción hacia el retrato que cuelga en un sitio de honor en la pared frente a él, y parece que viera algo divino. Es el retrato de Victoria, su esposa, una mujer de una belleza especial, que parece verlo con dulzura con sus ojos jóvenes, verdes como las hojas de los árboles en invierno.
“Yo la amaba” –musitó don Arturo.
“Lo sabemos, papá” –le dice Julia.
“Y ella te amaba a ti” –agregó Mayra.
Diana
El suspiro que sale del pecho del anciano llega hasta el cuadro, que le devuelve aquella hermosa sonrisa eterna, dulce, suave y cargada de felicidad.
“Fueron bellos tiempos –musita don Arturo–; tiempos maravillosos, pero, eran especiales porque ella era el centro, origen y motivo de toda esa felicidad…”.
Guarda silencio una vez más, deja que dos lágrimas gruesas y brillantes caigan por sus mejillas pálidas, y espera a que se calme su corazón.
“Fíjese Carmilla –me dice–, que no la conocí hasta un mes antes de la boda. Ella vivía en Jerusalén, con sus tíos, y yo aquí, con mis padres. Eso fue en 1945, en agosto. Acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial y todo estaba revuelto en el mundo. Theodor Herzl empezaba a soñar con un Estado para los judíos y las cosas se ponían color de hormiga en Palestina. Los ingleses dominaban ahora en esas tierras y había pobreza e incertidumbre… Yo tenía veinte años… En realidad, cumpliré noventa y cinco. Lo que pasa es que mi papá dio mal algunos datos cuando me inscribió… Ella tenía quince años, y era bella, bella como la luna, como la rosa más bella, y era más pura que la sulamita… ¡Ni Salomón tuvo nunca una virgen tan pura y tan bella como mi Diana!
El color sube a sus mejillas, y sonríe. Miro el cuadro y Diana sonríe.
“Allí tenía veintiún años –me explica Julia–, seis años de casada y era como si el tiempo no pasara por ella… Y esto que ya era madre”.
Don Arturo la mira con devoción.
“¡Qué cruel es el tiempo, Carmilla –exclama, sin verme–, que se lleva la juventud, y con la juventud la belleza, que marchita hasta el alma y llama imperiosamente a la Muerte, como si la Muerte tuviera necesidad de ser llamada!”.
Hay ira en sus palabras.
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“Dios, el Misericordioso, es el único que sustenta a los viejos –agrega, poco después–; sin Él, todo sería más duro, más cruel…”.
No puede seguir. El llanto lo domina de nuevo.
Cuando han pasado largos segundos, y ya se ha recuperado, don Arturo levanta la mirada, me ve con cierta tristeza, y dice:
“La he llorado estos largos veinte años; cada día, cada minuto, cada segundo… Aún les pido a mis hijas que pongan su plato en la mesa, para que coma conmigo, como lo hizo siempre, desde que me la entregó su padre, en la iglesia… Y, aunque parezca una locura, para mí es algo especial… Sé que ya no está, que solo vive en mí, y en el recuerdo de sus hijos; sé que su espíritu volvió a Dios…”.
Se detiene de nuevo.
“La veré, Carmilla, en la resurrección… Estoy seguro de eso, y, entonces, no nos separaremos nunca… nunca”.
Aprieta los dientes, que rechinan con fuerza.
“Y, ese día le pediré perdón…”.
No puede hablar más.
Un acceso de tos da paso a un llanto sonoro, que muestra el enorme dolor que hay en su pecho.
“Papá –le dice su hijo menor–, dijimos que no llorarías…”.
“Eso es algo que no podremos evitar” –replica Mayra.
“Déjalo –añadió Julia–; solo Dios puede apagar su sufrimiento…”.
Miro a don Jorge Quan, que sigue en silencio, y se limita a sonreír y a levantar los hombros.
“Es un caso especial –me había dicho–; ya va a ver. Pero debe tener paciencia porque quien se lo va a contar es un anciano de casi un siglo de edad… Es muy lúcido, pero lleva un tormento horrible en el corazón…”.
“¿Por qué?” –le pregunté.
“Espere. Tenga paciencia, y ya verá que le va a gustar el caso, y que les va a encantar a sus lectores”.
“Adelánteme algo”.
“No coma ansias… Solo puedo decirle que este señor ha querido conocer a Carmilla desde hace años, que ha leído sus casos y sus libros, y quiere contarle su caso de propia voz…”.
“¿Quién es él?”.
“Llámelo Arturo… Es uno de los hombres más ricos de Honduras…”.
“Y… el caso que me va a contar… es su propio caso”.
“Así es”.
“Un caso criminal”.
“Así es”.
“No entiendo bien”.
“Ya entenderá… Tenga paciencia”.
La misma paciencia de aquel cuadro que adorna la pared, como una diosa en un altar, y que sonríe eternamente…
“Yo la amaba –dice don Arturo–. Como dijo el poeta, si no hubiera sabido que existe Dios, como a Dios la hubiera amado…”.
Toma un poco más de agua. Llora por dentro.
Avisan que ya está servido el almuerzo y nos ponemos de pie mientras sus hijos varones ayudan a don Arturo.
“¿Ha conocido usted un amor más grande?” –me pregunta el anciano, con voz temblorosa.
“Hay muchos en la historia” –le contesté.
“Solo el amor de Dios es más grande que el amor que nos unió por tantos años –replicó él, como una sentencia–. No lo dude, Carmilla”.
Avanzamos hacia el comedor.
A la izquierda de don Arturo está el plato lleno de su esposa, la silla está retirada, y él la mira como si viera realmente a su compañera de tantos años…
“Y la amaba –me dice, una vez más–; la amaba más que a nada…”.
Mayra le ayuda con la servilleta.
“Por eso la maté –exclama don Arturo, de repente–. Por eso la maté”.
Yo me estremecí por dentro.
Continuará la próxima semana