TEGUCIGALPA, HONDURAS.-
(Segunda parte)
Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
En la carretera a la aldea El Tablón encuentran el cadáver de un muchacho, casi un niño, al que torturaron horriblemente antes de asesinarlo. Nadie sabe quién es, aunque hay alguien que, al verlo, se desmaya, seguramente a causa de la impresión. Un crimen brutal que los investigadores de homicidios de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) deben resolver, sencillamente “porque ese es su deber”.
Escena
Cuando don Luis se desmayó, el golpe que se dio en el pavimento de concreto fue severo. Sus compañeros lo llevaron al Hospital del Seguro Social, del barrio La Granja, seguros de que se le había bajado la presión, tal vez a causa de la horrible tensión que soportan los empleados de la morgue que deben levantar los cadáveres.
Era realmente impresionante aquella escena del crimen. El cadáver no tenía ojos, le habían cortado la lengua, le arrancaron las uñas de algunos dedos y habían amputado otros... En fin, las torturas previas al asesinato fueron brutales, y el cuerpo, tirado en aquella calle, alteraba los nervios del más fuerte.
Pero, ¿quién era la víctima? ¿Por qué lo habían torturado de aquella manera? ¿Qué motivos tenían los asesinos para causarle semejante sufrimiento? ¿A qué se dedicaba la víctima y qué hizo para merecer ese tipo de muerte?
“Al 911 llamó un hombre que no se quiso identificar y que dijo que acababan de secuestrar a un muchacho, en una calle cercana al centro comercial Mama Chepa”.
El investigador hablaba despacio, como si al hablar recordara cada detalle de lo que había sucedido ante los ojos del testigo.
“El hombre dijo que varios hombres se bajaron de dos carros, con armas cortas en las manos, y que se dirigieron a un muchacho que al parecer esperaba a alguien en una esquina; que lo apuntaron con las armas, lo agarraron de la nuca y lo metieron a la fuerza a la cajuela de un turismo blanco y sin placas. Después, se perdieron calle abajo”.
El detective hace una pausa.
“Dice el hombre que poco después aparecieron dos motorizadas de la Policía Militar, que él les dijo lo que había pasado, y que los policías siguieron a los carros”.
Pero no los encontraron. A la mañana siguiente encontraron el cuerpo, con señales de torturas.
“¿Este es el muchacho que usted vio que secuestraron?” –le preguntó el detective al testigo, esa misma tarde.
“Mire, no sé si sea él... pero, por la ropa, casi estoy seguro que sí”.
Entonces le enseñaron otra fotografía en la que aparecía un muchacho de rostro alargado, blanco y de facciones infantiles.
“¿Y este?” –le preguntó el policía.
“Ese es –exclamó el testigo–; lo vi bien porque estaba como a cinco metros de él cuando los carros se detuvieron en la calle...”
“Se llamaba Jorge –le dijo el detective–, y tenía diecisiete años...”
El hombre abrió la boca, asustado, pero no dijo nada.
Doce años
El niño se levantó del sillón, furioso, y se enfrentó a su madre con un grito. La mujer, aterrorizada, guardó silencio, miró a su hijo con ojos en los que empezaba a asomar el llanto, y se retiró hacia la cocina.
“Y si no quiero seguir estudiando es asunto mío –le gritó su hijo–; ¿cuál es el problema?”
No recibió respuesta.
Se tiró de nuevo sobre el sillón, sacó algo de uno de los bolsillos del pantalón, arrancó una página de una Biblia, y puso sobre ella una hierba seca que ordenó con la yema de un dedo. Luego, formó un cigarro, de unos siete centímetros de largo, y lo encendió. Pronto, el olor a marihuana invadió la sala. En aquel momento llegó a la casa el papá. El niño no se inmutó. Siguió fumando como si estuviera solo y en pleno desierto.
“Ya te dije que no te quiero ver fumando eso” –le gritó su padre.
“¿Y qué vas a hacer?” –le preguntó él.
El niño sacó de debajo de un cojín un revólver y lo puso a un lado, al alcance de su mano. El padre no dijo nada más.
“Sabía que su hijo ya era un caso perdido –dice el detective–, y le tenía miedo, aunque no había dejado de quererlo... ¡Era su hijo!”
Jorge caminaba hacia el abismo. Dejó los estudios, se unió a un grupo de “amigos” y se dedicó a llevar una vida alocada y peligrosa. Cuando cumplió los trece años, ya era bien conocido de la Policía. A los catorce, se le suponía responsable de algunas muertes.
“Uno de sus propios compañeros dijo que había matado a uno de sus cómplices porque se quedó con una parte de un robo, y que lo mató con un bate, golpeándolo hasta que le deshizo la cabeza. Después, enterró el cuerpo y, hasta el día de hoy, no lo hemos encontrado”.
El detective muestra la impresión que le causan los crímenes que me cuenta.
Pero, en su corto camino en el delito, aquel niño se hizo de enemigos cada vez más poderosos. Llegó el momento en que debió defender su territorio y pelear por nuevos. Y, en esta lucha, vio morir a algunos de sus compañeros, y debió matar de nuevo. Tanto así, que a los quince era temido en Comayagüela, y la Policía estaba detrás de él.
“El problema –agrega el detective– era que, aunque sabíamos a qué se dedicaba y había rumores de lo cruel que era con sus enemigos, los policías no tenían pruebas, y no le encontraban nada encima; ni drogas ni armas... Nada. Era muy cuidadoso. Pero sus enemigos ya lo habían condenado a muerte, y, por muy cruel y valiente que fuera, tuvo que esconderse, y su imperio empezó a desmoronarse...”
El papá
No es que Jorge haya regresado al lado de su padre como el hijo pródigo, sin embargo, sabía que podía contar con él en caso de necesidad, o de extrema necesidad; y este era el momento.
“Tenés que ayudarme” –le dijo.
“¿Y yo cómo? –le preguntó el padre.
“No sé... Acordate que tenés parientes en Estados Unidos... Me puedo ir para allá por un tiempo...”
El padre, acuciado por su amor a su hijo y por las súplicas de la madre, accedió, y, un mes más tarde, Jorge llegó a Los Ángeles, California. Pero aquello fue solo la continuación de una vida despreocupada, tan inclinada al crimen como en Honduras.
“Se dedicó a vender droga –dice el detective–, no solo a consumirla, y, seguro de que allá podía hacer lo mismo que en su país, se metió a un grupo del que se hizo líder en menos de seis meses. El problema era que la competencia en Los Ángeles era mayor, y que la Policía es más activa que aquí... Aun así, logró mantenerse lejos de la cárcel hasta los dieciséis, cuando lo detuvieron manejando sin licencia y siendo menor de edad...”
“¿Lo deportaron?”
“No. No sabemos por qué lo dejaron en libertad, si estaba en el país en forma ilegal, pero la verdad es que pronto estuvo en las calles de nuevo, y esta vez, envalentonado y agresivo... Y se dice que volvió a matar, aunque esto no se pudo comprobar”.
El niño
Ahora tenía diecisiete años, se había desarrollado más de lo que se esperaría en Honduras, y era más cruel, más violento y más atrevido.
“Un día –dice el detective–, la Policía hizo un registro en el barrio donde vivía, cayó en su casa y él escapó por una ventana, en calzoncillos. Encontraron armas, dinero y drogas, y la Policía empezó a buscarlo como un delincuente peligroso. Pero también lo buscaban sus enemigos, porque también en Los Ángeles se hizo de muchos, sobre todo salvadoreños que controlaban la venta de droga en su barrio, y, de la misma manera que hizo en Honduras, decidió escapar, refugiándose en su país”.
“Pero, ¿qué vas a venir a hacer aquí, hijo? –le preguntó su padre, preocupado–. ¿Es que se te olvida que tenés enemigos aquí?”
“Ya pasó mucho tiempo de eso, papá –replicó él–; y, además, yo soy tunco...”
“Ay, hijo...”
Y, una tarde, Jorge salió del aeropuerto Toncontín, donde lo esperaban su padre, su madre y sus dos hermanas. A pesar de sus temores, sus padres se alegraron de verlo.
“Pero había otros que también se alegraron de verlo –agrega el policía–; y empezaron a seguirlo desde el aeropuerto... Nosotros tuvimos acceso a los videos de seguridad, y vemos dos camionetas que salen detrás del carro del padre. Las seguimos con las cámaras del bulevar, y las camionetas no se desvían... En la tarde siguiente lo raptaron... Según el papá, esperaba a unos amigos, compinches tal vez, con los que se había comunicado desde Estados Unidos, y a los que él supone que su hijo les había avisado que regresaba a Honduras. El padre cree que uno de ellos lo traicionó”.
Hallazgo
Y aquella mañana fresca, en la carretera a la aldea El Tablón, encontraron su cuerpo, torturado...
“Creemos que lo torturaron por más de cinco horas –dice el detective–. Era tanto el odio que le tenían”.
El policía suspira.
“Pero, como no hay crimen perfecto...” –añadió, después de unos segundos.
“¿Qué quiere decir?”
“El programa Ciudades Inteligentes funciona muy bien –responde–, y las cámaras de seguridad son un instrumento valioso para el trabajo de la Policía. Seguimos a los carros en que se llevaron a Jorge a través de las cámaras, y en un momento, uno de los choferes cometió un error: bajó el vidrio de su ventanilla. Lo reconocimos. Luego, le dimos seguimiento y reconocimos a varios de sus cómplices en el secuestro del muchacho. Las cámaras no mienten, aunque el testigo no se volvió a aparecer... Una mañana nos entregaron las órdenes de captura, y les caímos esa misma tarde... Capturamos a tres. Uno de ellos dice que les mataron a un compañero y que el otro se fue mojado para Estados Unidos... Hoy, esperan la libertad en una celda... Son hombres peligrosos...”
“Creí que cuando se trataba del crimen de un delincuente, la Policía no hacía nada”.
“Pues, creyó mal, muy mal... Un crimen es un crimen, y en la DPI estamos para combatir el delito... El problema es que el que mal anda, mal acaba... y esta es una verdad que no se puede ocultar...”.