Crímenes

Selección de grandes crímenes: La esposa perdida

Bien dicen que no todo lo que brilla es oro
17.04.2022

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

Juicio. Era la segunda vez que Carlos salía del Juzgado de Familia, en la Corte Suprema de Justicia. Como en la primera, estaba acusado de violencia doméstica, y de mil ultrajes más.

Su esposa, histérica, lo denunció, y él tuvo que hacer frente a la jueza, una mujer que, en su opinión, “odia todo aquello que huele a masculino”.

La noche del último pleito, su esposa estaba “dale y dale” al celular. Ya le había pedido él que controlara el uso del teléfono, porque “era tanto el vicio de mi mujer, que no se lo despegaba nada más que para bañarse”.

Hasta que esa noche Carlos explotó. Ella estaba hablando, como siempre, y él le reclamó. “Ya es suficiente que estés todo el tiempo con ese celular -le dijo-; por estar con esa cosa ya ni atendés tu casa, te olvidás de tus hijos y de tu marido, y ni siquiera una cena agradable podés hacer”. Y ella, sintiéndose agredida, violentada en sus derechos, sobre todo el de la comunicación, estalló en gritos, en llanto y en insultos, uno más florido que el otro. Y, de repente, le dijo a su marido que se iba de la casa porque ya no podía vivir con él. Y así fue.

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Llamó a la Policía, dijo que su esposo la había agredido y que ella quería irse de la casa pero que él no la dejaba, y la Policía, dejando a un lado sus múltiples ocupaciones en la guerra desatada contra la delincuencia, destacó dos patrullas, diez elementos, y llegó a la casa.

Carlos, sabiendo que terminaría en una celda, se fue antes, y esperó a que su mujer se fuera de la casa. A eso de las once de la noche regresó. Pero, al día siguiente, a la una de la tarde, tres policías llegaron para leerle la imposición de medidas que protegían de “su violencia” a la indefensa mujer. Y esta, con dos patrullas, conseguidas solo Dios sabe cómo, se llevó todas sus cosas.

Todo estaba bien, porque Carlos empezó a comer y a dormir en paz, si no fuera porque un día de tantos le llegó la citación del Juzgado de Familia. Cuando llegó el día de la audiencia, la jueza era la primera enemiga de Carlos. Alta, delgada, de pelo descuidado y descolorido, ojos grandes, como de buey, de mirar alelado, y vestida con ropa casi medieval, la jueza se irguió como uno de aquellos jueces de la época de Adolfo Hitler, y leyó la acusación que la esposa le hacía a Carlos.

Allí había de todo. Hasta dijo la señora que cuando se veía obligada a tener intimidad con él, se retenía lo más posible para no vomitar en su cara. Carlos bajó la cabeza. “Señora juez -le dijo a la funcionaria nacional-socialista que dirigía aquella farsa de juicio-, deseo decir algo”. “Usted va a hablar hasta que yo diga” -le respondió la magistrada. “Pero si lo que quiero es que esto se termine rápido”.

La jueza lo miró, y con sus ojos bovinos, lo taladró, para demostrar que la Justicia también sabe aplastar al culpable. “Hable” -le dijo. “Mire, yo acepto todo lo que dice esta señora en su denuncia. O sea que me allano. Y que diga más, si es que algo se le ha olvidado. Y le pido a usted que me condene lo más rápido que pueda. No quiero seguir aquí. Pero le pido además que nunca esta señora se me acerque. No la quiero ver ni en pintura”. “Ah, claro; usted dice todo eso después de haberle destruido la vida a su esposa”. “Como usted diga, señora jueza. Y puede decir mucho más, si usted desea. Diga lo que quiera, pero termine esto rápido”.

La jueza, molesta porque aquel hombre ni pataleaba siquiera para defenderse, aceptó la propuesta y lo condenó a barrer las calles, a recibir terapia y a alejarse al menos seis meses de su esposa; además, a darle mensual una cantidad de veinte mil lempiras”. “Eso si no, señora jueza -le dijo Carlos-; le puedo dar unos cinco mil lempiras mensuales, porque yo también tengo que vivir. Si acepta eso, bueno; y si no, pues haga conmigo lo que tenga que hacer, a fin de cuentas no voy a cumplir con ese mandato suyo”. “Si cae en desacato a la autoridad, podría ser condenado”. “No me importa; además, cualquier condena sería mejor a seguir cerca de esta dama”.

De pronto, la mujer empezó a llorar, a maldecir y a gritar uno que otro insulto. “¿Ve lo que usted provoca en su esposa, señor agresivo?” -le dijo la jueza. “¿Yo?” “Usted. Eso es violencia psicológica, y creo que usted merece algo más que unas simples medidas...” “Estoy en sus manos, señora jueza. Haga conmigo lo que quiera, pero apárteme de esta señora”. “Le dará usted mensualmente quince mil lempiras”. “Señora jueza, le daré cinco mil, si los quiere; y si no, no le daré nada”. “¿Va usted a contradecir a un juez?” “Al propio Dios contradiría en este asunto. Si quiere eso, bueno; si no, pues, mejor para mí”. “Le dará usted diez mil”. “No”. “¡Yo lo ordeno!” “Puede ordenarlo toda la Corte Suprema... Cinco mil, si quiere”. La jueza echaba rayos por los ojos. “He dicho diez mil, y así será”. Carlos levantó los hombros.

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LIBRE

Quince días vivió en paz, hasta que una mañana, tocaron a la puerta. Era la mujer. Quería hablar con él. Carlos le cerró la puerta. La mujer se puso histérica, gritó, pataleó, amenazó, y se fue. Una semana más tarde, le llegó a Carlos una nueva citación.

La mujer decía que la había amenazado de muerte, que la había obligado a ir a la casa y que la había violado. Dijo, además, que no había puesto antes la denuncia porque Carlos le dijo que la mataría si decía algo. “¿Él estaba solo en la casa?” -le preguntó la fiscal, otra nazi tan enferma y fanática como el propio Heinrich Himmler. “No. Mis hijos, que por desgracia son de ese maldito, andaban en la universidad”. “¿Por qué fue usted a la casa?” “Porque dijo que me iba a buscar si no iba, y que me iba a hacer daño, y lo que quería era violarme”.

La fiscal sonrió como ríen las serpientes, y ya que ella detesta también “a todo lo que huele a calzoncillo”, como dice un médico, cuyo nombre no puedo mencionar porque cobra una fortuna cada vez que se habla de él, presentó un requerimiento que ni a Jeffrey Dahmer... Y capturaron a Carlos. Estuvo seis días preso. La mujer no se presentó a declarar, él llevó testigos de que fue ella la que llegó a amenazar a la casa, y salió, después de pasar una horrible temporada en la cárcel. Era suficiente. Aquella mujer, más tóxica que el cianuro, quería destruirlo. Habló con sus hijos y les dijo que se iría para España una temporada. Los hijos, ya grandes, de veintiuno y veinticinco, estuvieron de acuerdo; pero el día en que salía para San Pedro Sula para abordar el avión rumbo a Madrid, Carlos fue detenido por segunda vez. Ahora lo acusaban de la desaparición de su esposa.

“Yo no sé ni de lo que me están hablando” -les dijo a los policías. “Su esposa tiene tres días de haber desaparecido, señor, y las hermanas, o sea, sus cuñadas, lo acusan a usted de habérsela llevado. Dicen que lo vieron rondar la casa el día en que ella desapareció. Así que debe acompañarnos. Tal vez en la oficina de la Policía nos ayuda a encontrar a su esposa”. Carlos ni siquiera pudo defenderse. La Policía, que es más lo que inventa que lo que investiga, y esto está más que probado, lo presentó a la Fiscalía, y con los testimonios de la hermanas de la mujer desaparecida, el fiscal consiguió que el juez lo enviara a presidio.

“Yo no sé nada de esto -dijo Carlos-; ni siquiera he visto a mi mujer”. “Diga la verdad -le dijo su abogado defensor, un inútil profesional del Derecho que medio se gana la vida en la Defensoría Pública-; diga la verdad, y nos vamos por el juicio abreviado; así lo van a condenar poco tiempo...

Y si es que la mató, pues es mejor que me ayude a negociar con el fiscal, y así, de cuarenta años que le tocan por parricidio, vamos a ver si le dan la mínima, que serían treinta años... Por buena conducta, o sea, si se porta bien en la cárcel, van a ser quince, o diecisiete años...” Mejor abogado no pudo conseguir Carlos.

TIEMPO

Un año pasó Carlos en la cárcel. Envejeció tras las rejas, gritando su inocencia a los cuatro vientos, hasta que un día llegó a visitarlo su hijo mayor, que estudiaba Medicina y que dejó el estudio desde que su padre cayó preso, ya que nadie iba a pagarle la universidad. “Papá -le dijo-, tengo algo que decirte”. “¿Qué es, hijo?” “No sé cómo lo vas a tomar”. “Para el preso nada es más horrible que estar entre estas paredes. Lo demás, es como un cuento...” “Pues es que mi mamá está viva, y la deportaron hace una semana de Estados Unidos... Yo la vi por HCH cuando se bajó del avión, y esperé un día para ir a vigilar a la casa de sus hermanas; y allí está... No había desaparecido. Es que se había ido para Estados Unidos, mojada, y armó todo el lío para decir que vos la habías matado...”

Carlos no dijo nada. Miró al cielo, como si entre las nubes que se movían lentamente sobre el recinto de la cárcel de varones de Támara encontrara una respuesta a todo lo que le había pasado, y dejó que salieran lágrimas de su corazón. “¡Qué mala es esa mujer!” -dijo.

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NOTA FINAL

Salió Carlos de la cárcel, un mes después, y trató de empezar una nueva vida. Regresó a su trabajo, sus hijos volvieron a la universidad, y él trató de olvidar, hasta el día en que, de nuevo, llegaron los policías a su casa: “Solo queremos saber si ha tenido comunicación con su exesposa” -le dijeron. “No” -respondió él. “Estamos investigando su desaparición... Hace tres días que no regresa a su casa”. “Ese no es asunto mío” -dijo Carlos. “Veo que no se sorprende usted por la desaparición de la mujer que fue su esposa -observó el policía-; y eso me parece sospechoso”. “Ya me acusaron una vez de la desaparición de esa señora; y estuve un año preso...”

“Ya sabemos eso”. “Y ahora vuelven ustedes con lo mismo”. “Solo cumplimos con nuestro deber”. “Tal vez se regresó a Estados Unidos”. “Ella dijo que iba a verse con usted... Y salió de la casa esa noche, y no se le ha vuelto a ver... Y tenemos registro de un motel... Su carro entró a la habitación 22 a las ocho y treinta y dos minutos de la noche. Ella salió de la casa a las ocho en punto. Creemos que usted la recogió en algún lugar cerca de ahí, y fue con ella al motel...” “¿Y?” “Pues, fuimos a la habitación, pero no encontramos ni siquiera una señal de que ella hubiera estado allí. Usted salió del motel a las nueve y media.

Las cámaras de seguridad lo ubican a usted en el bulevar Fuerzas Armadas, en el anillo periférico, y después, de regreso por el anillo... Lo demás usted lo puede contar mejor”. “Averigüen bien las cosas, y si tienen algo de qué acusarme, pues, los espero en mi casa”. “Dígame una cosa -le dijo el detective-. ¿Cómo fue que se hizo esas ampollas en las manos?” “¿Estas ampollas?” “Sí”. “No sé. Ya no soy joven, y cualquier cosa que hago me causa lesiones... ¿Por qué?” “Se las pudo hacer mientras hacía una fosa” -dijo el detective, mirándolo a los ojos. “Sí, ¿verdad? ¡Qué buen policía es usted! ¡Sí que es un buen policía!” “Vamos a volver, señor”. “Y, como siempre, serán bienvenidos!”.

Hasta hoy, cinco años después, los policías no han vuelto. La mujer de Carlos sigue sin aparecer. Las ampollas en sus manos se curaron hace mucho tiempo.