Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: La trilliza que no murió

Los feminicidios son muchos, y más crueles cada vez
13.03.2022

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

Matanza. Dicen que la actividad criminal es algo “normal” en las sociedades, sencillamente, porque es parte de la naturaleza humana que tiende, casi siempre, al mal. Y, por supuesto, esta es una excelente justificación para la ola de criminalidad que se abate sobre Honduras; justificación que abarca, también, la incapacidad de la cúpula policial que tiene entre los delincuentes a los mejores aliados que les ayudan a justificar los onerosos presupuestos que derrochan sobre la sangre que se derrama cada día.

Viendo los noticieros de la televisión y leyendo EL HERALDO, se da cuenta uno de muchas verdades que otros tratan de esconder. La violencia contra las mujeres se ha multiplicado exponencialmente; los feminicidios son muchos, y más crueles cada vez; siguen muriendo trabajadores del transporte, los asaltos son más sangrientos, queman buses, se extorsiona con mayor descaro y ahora hasta a los sacerdotes matan... Y no se hace nada para darle seguridad al pueblo, lo que se hace es ignorar el sagrado lema de esta noble institución que dice: “Servir, proteger y salvar”.

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Estas palabras tan ciertas son la introducción a uno de los casos más dolorosos de esta sección de diario EL HERALDO. Es la muerte de una mujer, de una madre que no le hizo mal a nadie, pero que pagó con su vida la maldad de algunos poderosos. Lo más grave de esto es que un oficial de Policía -que hoy es todopoderoso en la institución y que ocupa un cargo sin haber hecho méritos para eso- ordenó a los agentes de investigación que dejaran así ese caso, “y que les iba a conseguir algo para los frescos”.

Hoy, este policía singular lleva varios soles en los hombros, luce como un pavo real el uniforme que manchó desde hace mucho tiempo y forma parte de esa cúpula incapaz que hoy dirige Gustavo Sánchez, “el más sabio de los policías, porque hasta es escritor”, pero que ve cómo los hondureños gritan desesperados por seguridad, porque aquí ya no se puede vivir a causa de tanta delincuencia, esa que crece y crece a vista y paciencia de aquellos que se formaron para combatirla y derrotarla, pero que dejan hacer y dejan pasar porque “sin delincuentes, no hay necesidad de policías”.

“Mire, Carmilla -me dijo aquel oficial-, no escriba ese caso... Hay gente que se va a sentir tocada, y hay cosas que es mejor dejar en el secreto...”.

“Pasó hace mucho tiempo, y casi todos están muertos”.

“Bueno; tiene razón. Además, no menciona nombres”.

“No. Siempre hay que proteger la identidad de los inocentes. Y el agente del caso tachó los nombres en el expediente, de modo que ni yo sé quiénes fueron”.

“Incluso hay que cuidar la identidad de los policías...”.

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“Así es. Contamos historias reales que son parte de la historia negra de Honduras, y que debe conocerse para que se implementen cambios en la política de seguridad que beneficie al pueblo...”.

“Eso es urgente”.“Honduras no puede esperar más. La violencia es peor cada día”.

“Fueron tiempos feos aquellos, pero ya la Policía los superó, y hoy estamos tratando de dejar atrás esos vicios que tanto daño nos hicieron...”.

“En el expediente vemos que se cometió un crimen”.

“Sí; por desgracia, mataron a la señora”.“La mataron, después de hacerle semejante daño”.

“Pues... así es”.

“Y, según los agentes que llevaron la investigación, usted les dijo, les ordenó que no siguieran con ese caso”.

“No, Carmilla; yo no les di esa orden. Había otros más altos, más poderosos que yo, y a mí me echan tierra unos cuantos de esos policías porque los depuraron, y unos terminaron hasta de guardias de seguridad, y me echan a mí la culpa... Yo lo único que les dije fue que se fijaran bien en qué terreno andaban, porque había gente involucrada en ese caso que era gente peligrosa, y que podían hacerles mucho daño... No solo los iban a sacar de la Policía; lo peor podría ser que los mataran...”.

“¿Eso les dijo usted?”.

“Eso. Le digo la verdad. Es cierto que uno comete errores en el camino, porque nadie es perfecto, y santo mucho menos, pero yo le puedo sostener a usted, y a todos los periodistas de EL HERALDO, que lo que le digo es la verdad, y puedo decírselo delante de los policías que le dieron el expediente de este caso”.

Yo le dije:

“Desde hace muchos años se quiere hacer de la Policía una institución confiable, pero hay cosas que parecen imposibles”.

“Es que hasta en el cielo hay ángeles imperfectos”.

“¿Usted conoció al doctor?”.

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El oficial me miró por un momento, arrugó el ceño, como si no hubiera entendido la pregunta, y me dijo, después de un largo tiempo, en el que pareció pensar bien lo que iba a decir:

“Sí; yo lo conocí... Era un hombre bueno, pero estaba desesperado...”.

“¿Conoció bien el caso?”.

“Sí; lo conocí bien”.

Hace otra pausa, para pensar, y al final, me dice:

“A la señora la mataron de siete balazos en la cabeza; bueno, no era una señora, porque solo tenía veintidós años, o veintitrés... Acababa de llegar a su casa, desde Tegucigalpa, y estaba cuidando a sus dos niñas, sentada en una cama de pitas, con un petate encima... Era gente muy pobre... Dijo la abuela, una anciana de más de setenta años, que un hombre llegó a la casa, en la aldea, y que sin decir nada, se le acercó y le disparó varias veces... Después, se fue en una moto, y la señora no lo pudo describir porque llevaba puesto el casco”.

MARLENE

Tenía veintitrés años cuando murió. Era delgada, de piel canela y bonita. Su embarazo fue de alto riesgo, y se cuidó desde los tres meses, cuando el médico le dijo, en el Seguro Social, que tendría trillizas. Aunque aquella noticia la llenó de alegría, la entristeció también, porque eran pobres. Su esposo ganaba lo “líquido” para vivir, como guardia de seguridad, y con tres niñas, todo sería más difícil. Pero bendición es bendición, aunque lleve en medio algo de maldición, como sucede muchas veces.

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Cuando su esposo la llevó al Seguro Social, Marlene lloraba a causa del dolor. Fueron veinticuatro horas largas las que sufrió, hasta que llegó el momento del parto. Primero, una; después, la otra; y media hora después, la tercera. Una pesó tres libras, la otra tres libras y media, y la primera, cuatro... Pero... esta murió.

“¡No, Dios bendito! -gritó Marlene, desesperada-. Si me diste a las tres niñas, ¿por qué me quitaste una?”.

“Me costó consolarla -dice su esposo, con lágrimas en los ojos-. El doctor dijo que la niña había muerto después de nacer, y yo le dije a Marlene que era la voluntad de Dios, y que nos conformáramos con las dos niñas que nos quedaban”.Es un hombre mayor, de ojos claros en los que se nota una perenne tristeza.

“¿Dónde está mi hijita? -le preguntó Marlene a una enfermera-. ¡me la voy a llevar para enterrarla en la aldea!”.“Yo solo sé que se murió la niña -le dijo la enfermera-. Pregúntele al doctor que le atendió el parto”.

Pero el doctor no estaba. Y a Marlene la dieron de alta. Le regalaron leche, pañales y algo de dinero, pero regresó triste a su casa. Y, dos días después, sentada en aquella cama de pitas, recibió a la Muerte.“

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Me la mataron -dice su esposo-; y me preguntaba siempre por qué me le habían hecho ese daño. Nosotros no nos metíamos con nadie, nunca tuvimos enemigos, y trabajábamos para medio pasar, porque como usted sabe, uno de pobre tiene que vérselas para salir adelante, y como muchas veces, si tiene para comer un día, solo Dios sabe si va a tener para comer el día siguiente...”.

POLICÍA

Los agentes del departamento de homicidios de la Policía de Investigación llegaron a la aldea. Solo la abuela de Marlene vio al asesino, pero jamás pudo describirlo. Sin embargo, los agentes eran de aquellos alumnos de Gonzalo Sánchez Picado, que les enseñó a estudiar la escena del crimen, y a comprender cada uno de los detalles. En otras palabras, eran de aquellos investigadores que le dieron a la Policía verdadero honor, como Adán del Cid, el famoso H-3, uno de los mejores detectives que ha tenido Honduras.

“Esta muerte fue por encargo -dijo el agente a cargo del caso-, y siendo que esta gente no se metía con nadie, debe haber un motivo grande para matar a esta mujer. Alguien quiere esconder algo grave”.

El detective hizo una pausa.

“Está claro que no es una muerte por celos, que nadie la ha mandado a matar por despecho. El esposo no tiene ninguna aventura, y sabemos que tiene dos años de haberse casado con ella, y que se casaron después de que a él le dieron la baja en el Ejército. Es cristiano, creció en una familia evangélica, y nunca se le conoció algún problema, y menos un delito. Y allí, en la empresa donde trabaja, es muy respetuoso y muy responsable. Entonces, descartamos que esta muerte haya sido ordenada por alguna mujer despechada, y menos por un hombre despechado, porque la muchacha tiene buenos antecedentes”.

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“Entonces, ¿por qué la mataron? -preguntó uno de los agentes-. ¿Se equivocaría el asesino?”.

“No. El asesino sabía por quién venía. Sabía cuál era la casa de su víctima, sabía bien que el marido no estaba y sabía que estaba recién parida. No se iba a equivocar jamás. Además, se aseguró de que la mujer muriera. Le disparó varias veces en la cara, lo que nos dice, también, que es un asesino profesional. Y a este tipo de criminales los contrata alguien que tiene razones de peso para deshacerse de alguien, y estas son las razones que tenemos que averiguar para dar con los asesinos, tanto el que disparó, como el que lo envió a matar a esta mujer”.

“Pero esta es una familia sencilla... pobre”.

“Esto hace que las razones de esta muerte sean más graves”.

“¿Cuáles son?”.

“Es lo que tenemos que averiguar... Y lo vamos a saber...”.

CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA

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