TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres. Parte 1/2
REGRESO. Eran las siete de la noche, y Juan no regresaba a su casa. Y era algo extraño porque no se tardaba nunca. A las cinco ya estaba sentado ante la mesa, mientras su esposa le servía la cena. Cerca de él estaba siempre, en un cochecito viejo, su hijo de apenas un año, a veces dormido, a veces jugando; y Juan era feliz. Era pobre, pero era feliz, y, a veces, no hay mejor riqueza que esta. Pero ese día, no volvió a casa. Su esposa lo esperó hasta las ocho, hasta las nueve, y hasta la medianoche. Llena de angustia, llamaba una y otra vez al teléfono de su esposo, pero este nunca le contestó, a pesar de que el teléfono sonaba y sonaba.
Cansada, y con miedo por lo que pudiera haberle pasado a Juan, la mujer se durmió. Al despertar, a la mañana siguiente, seguía sola en su cama. Juan no daba señales de vida. Y ahora, su teléfono estaba apagado.
Desesperada, le pidió a una vecina, de esas que en todo se meten, que le cuidara al niño mientras ella iba al plantel donde trabajaba su esposo para ver qué era lo que le había pasado. La mujer, que también tenía la lengua floja, y opinaba de todo y sobre todo, le dijo que a lo mejor Juan se había quedado por ahí con los amigos, borracho tal vez, o quizás, con alguna mujer.
“Y es que los hombres son así, mamita -agregó-. Mire, los hombres que yo he tenido nadita de fieles han sido; y solo sirven para eso... y para estarle montando maceta a uno...”
Martha, la mujer de Juan, no creyó que esto fuera posible, porque el suyo era un hombre bueno, trabajador, dedicado a su familia, y que la amaba mucho. Y nunca le había dado un problema. Ni siquiera le había levantado la voz en los tres años que llevaban juntos.“Mire, doña Nacha -le dijo Martha, con angustia en la voz-, si Juan no ha venido, es porque algo le pasó... Y si se hubiera quedado trabajando, me hubiera llamado... No, doña Nacha; mi Juan es bueno...”
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“Yo solo es que te digo, mija, porque cuando uno tiene mucha experiencia en estas cosas, porque ya ha tenido sus hombres, pues, lo mejor es aconsejar a las cipotillas como vos, que apenas vienen saliendo del cascarón, y nada saben de la vida”.
TRABAJO
Juan tenía veintiocho años, era un hombre bueno, al decir de su esposa, y era trabajador. Martha confiaba en él. Por eso, fue a buscarlo a su trabajo.
Era este un plantel grande, de unas dos manzanas, en el que se arreglaban camiones, tractores y otros vehículos del tipo pesado. Estaba situado afuera de la ciudad, entre árboles, una hondonada, por la que pasaba una quebrada, y restos de viejos camiones que se oxidaban acumulados más allá de la hondonada.
El dueño era Tulio, un hombre mayor, de pelo canoso y abdomen abultado. Era un hombre de pocas palabras, pero, cuando las decía, lo hacía con maligno placer. Nada bueno salía de su boca, trataba a sus empleados como si fueran sus enemigos, y todos le tenían miedo. Aunque tenía una virtud; una sola: nunca dejaba de pagarles el sueldo de la semana cada sábado. Aunque renegaba, insultando a todo el mundo.
En realidad, no era un buen patrón. Por eso, y aunque pagaba puntual, casi a nadie le gustaba trabajar con él. Pero, como se dice, “la necesidad tiene cara de perro”... Llegó Martha hasta el plantel, y él ya estaba allí, revisando un motor enorme.
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Le preguntó por Juan, y él ni siquiera se dignó a contestarle. A la tercera vez, le gritó a la mujer:“No sé nada ni quiero saber nada de ese hijo de p... marido suyo. Ni buen trabajador que fuera para que yo estuviera pendiente de él. Y mire, sálgase de mi plantel si no quiere que la saque de aquí con los perros...”
El hombre, en ese momento le mostró a Martha su cara amarga, y miró en todas direcciones con aquellos ojillos de lobo que tenía. Estaba claro que buscaba a alguien.
“¡Me lleva el diablo! -exclamó, de repente, dejando lo que estaba haciendo en el motor-. Ese vigilante, hijo de su perra madre, no ha venido... Ah, pero a la hora de cobrar, es el primero que está... Y el que estaba en la noche ya se fue... Y como si sirvieran para algo...”
“Señor -le dijo, entonces, la mujer-, dígame si sabe algo de mi esposo... Mire que él es muy puntual para llegar a la casa, y anoche hasta con la cena servida me dejó... Y mi esposo no deja de llegar nunca a su casa”.
Tulio no dijo nada. Se fue hacia el lugar donde tenía amarrados con gruesas cadenas dos perros enormes, y se paró frente a ellos, que empezaron a gruñirle.
“¿A mí me gruñen ustedes, malagradecidos? ¿Es que no saben que yo soy el que les da de hartar?”
Y, mientras decía esto, agarrón un látigo que tenía colgando en un palo seco, y empezó a golpear a los perros.
“Solo así entiende los malagradecidos. Y usted, señora, mejor váyase de aquí antes de que suelte a los perros y la hagan pedazos. Su marido se fue de aquí ayer a las cuatro, como todos los días. Y si no llegó a su casa, es asunto de él y suyo. A mí no me importa. Así es que mejor se me está yendo de aquí. No quiero estorbos. Ah, y si ese bueno para nada de su esposo no viene al trabajo a la hora, mejor que se dé por despedido... No quiero haraganes aquí”.
Martha, con lágrimas en los ojos, no dijo nada. Los empleados iban llegando uno a uno, y ella empezó a preguntarles si habían visto a su marido ayer, a la hora de salida.
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“Yo lo vi -le dijo uno de ellos-, ya casi a la hora de salida. Ya se iba a cambiar para irse. Estuvo trabajando en un camión”.“Es que, mire que no llegó ayer a la casa, y tengo miedo de que le haya pasado algo malo”.
Otro compañero le dijo que lo había visto, que se quedó en el plantel cuando todos se fueron, y es que dijo que iba a sacar unas tijeras de un camión viejo. Pero, nada más. No sabía nada de Juan. Y un tercer mecánico, le dijo a Martha, a manera de confidencia: “Mire, señora, mejor váyase de aquí. Don Tulio es muy enojado, y no le gusta que las mujeres de los empleados los anden buscando en horas de trabajo. Es capaz de echarles al vigilante, o de soltarles a los perros. Ese viejo es un hombre malo. Y si Juan no regresó a su casa anoche, mejor vaya a buscarlo a otra parte. A las postas, por ejemplo... Ya ve que aquí no está, y lo que usted hace es perder su tiempo...” Martha le dio las gracias, sacó su celular, marcó otra vez el número de su esposo, y otra vez sonó apagado. En ese momento, la llamó don Tulio.
“Mire, ve... tenga... este el sueldo de su marido de esta semana. Le descuento el día de hoy, que es viernes, y el mediodía de mañana... y dígale que ya no lo quiero ver en el plantel”. Martha, con los ojos llorosos, agarró el dinero, y casi arrastrando los pies, dejó el plantel. Llevaba el pecho destrozado. Su esposo aún no aparecía. En realidad, no volvería a verlo nunca. Al menos con vida.
PREGUNTAS
¿Qué había pasado con Juan? ¿Por qué no llegó a su casa después de salir del trabajo? ¿Es que le había pasado algo malo? O ¿doña Nacha tenía razón? ¿Por qué nunca contestó el teléfono? Y ¿por qué ahora estaba apagado? ¿Dónde estaba Juan? Y ¿por qué don Tulio era tan severo, tan duro con sus empleados?
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA
LANDAVERDE
“Si me van a matar por decir la verdad, pues, bienvenida sea la muerte”. Estas palabras, dichas con valentía, mostraban el compromiso que tenía con su patria el ingeniero Alfredo Landaverde, asesinado el 7 de diciembre de 2011. La historia de este mártir de la lucha contra el narcotráfico y contra la violencia que ha dominado en Honduras por décadas, y hoy, más que nunca, en este gobierno de la mentira utópica socialista, es ejemplar, y pronto estará en manos de los lectores de esta sección de diario EL HERALDO como un homenaje sincero a este héroe moderno, que cargó su cruz con decisión, porque, como él decía con absoluta convicción, “hay que salvar a la juventud de las drogas y de la violencia, y darle a Honduras un tiempo mejor, una vida mejor, donde el desarrollo tantas veces prometido y tantas veces esperado se haga realidad”.
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Alfredo Landaverde murió. Su muerte no debe ser en vano. Su viuda, enamorada de él como el primer día, guarda su legado como un catecismo de lucha contra el mal que ha asolado a Honduras en completa impunidad. Es hora de honrar a este hombre valiente, a este mártir, y que sea tenido entre los nuevos próceres de Honduras, porque él también ofrendó su vida por este país al que amaba tanto.
Pero mientras esto sucede en este gobierno del caos socialista, hay un caso que estuvo guardado en los archivos de mi buen amigo Jorge Quan, y que en aquel momento llenó de indignación a quienes lo conocieron, e hizo que los policías que lo investigaran lo tomaran como algo personal, por la perversidad que había en él.