Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Una pasión insaciable

El amor y el interés fueron al campo un día...
05.03.2023

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-

CASO. Hoy quiero contarles un caso que sucedió hace ya algún tiempo, y que está guardado en los archivos del buen amigo Jorge Quan; un archivo que ya casi es tan grande y tan valioso como el de la propia DPI.

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Cerca de la frontera con El Salvador, casi a orillas del río Grande, vivía doña Tila, una señora que había envejecido bajo el inclemente sol del sur del país, trabajando día a día al lado de su esposo, casi desde el mismo momento en que regresaron de su luna de miel. Juntos lograron acumular una pequeña fortuna. Vendían ganado para carne, cerdos para los mercados de Nacaome, Choluteca, Tegucigalpa y San Salvador, caña de azúcar para los ingenios del sur, y carne de pollo de una granja que cuidaban desde hacía algunos años, y que había crecido gracias a su esmero y a la bendición de Dios.

Así, la vida pasaba para doña Tila y su esposo, que se llamaba don Julio. Sus hijos, una niña y un varoncito, iban creciendo, estudiaban y trabajaban con ellos, “para que valoraran el esfuerzo de sus padres, para que aprendieran a trabajar en el campo y para que aprendieran a cuidar lo que sería de ellos algún día”. Y es que así pensamos los padres, siempre en beneficio de nuestros hijos. Sin embargo, la vida no es siempre color de rosa, ni bellos amaneceres, y llegó el día en que la Muerte visitó la hacienda de doña Tila.

Su esposo, joven todavía, y fuerte, a pesar de las enfermedades que lo habían atacado desde los cuarenta años, se sintió mal una tarde, después de una hermosa tormenta de invierno, y lo llevaron al Hospital de San Lorenzo. Dos horas después, don Julio murió. Su corazón, cansado de tanto trabajo, se detuvo para siempre. Y doña Tila se quedó sola con sus hijos a medio crecer, y con una hacienda y con varios negocios que atender. Pero aun en medio de su dolor no se rindió.

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Años

Pase lo que pase entre los seres humanos, el tiempo no se detiene, y la vida sigue su curso sin mirar hacia atrás. Así, pues, los hijos crecieron, empezaron a ayudarle a doña Tila para hacer crecer los negocios, y Dios también los bendijo. La fortuna creció, y doña Tila, aunque le hacía falta su esposo, se dio por satisfecha de lo que había hecho en su vida. Hasta que llegó el momento en que ella también tenía que dejar este mundo.

“Les dejo todo a ustedes -les dijo a sus hijos, en su lecho de muerte-; y se los dejo por partes iguales. Lo mismo para cada uno. Vos, Julio, que sos el varón, ayudale a tu hermana, y cuidala como hiciste siempre, desde que eran pequeños... Y si te casás, ojalá que tu esposa sea una mujer buena, y que me quiera a Tilita.

Murió doña Tila, y el tiempo no se detuvo. Se casó Julio, y enamorado, no veía mujer más bella que Lucrecia. Y es que, en verdad, era bonita. Una trigueña hermosa, de pelo largo, cara fina, ojos color miel y sonrisa agradable, que mostraba su amor por su esposo a cada momento.

Un año pasó, y la felicidad era completa. Julio y Lucrecia vivían en su propia casa, a unos cincuenta metros de la casa vieja, donde vivía Tilita, y se veían casi todos los días, ya que trabajaban juntos. Sin embargo, un día de tantos, el diablo, que anda metido en todo, se metió en la vida de los hermanos...

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“Don Julio -le dijo al muchacho una de las viejas sirvientas de su mamá-, fíjese que desde esta mañana Tilita salió de la casa, y son estas horas, y no ha regresado”.

“¿Cómo dice, Nana? -le preguntó Julio-. Y ¿usted sabe a dónde fue?”

“No, mijo, si la última vez que la vi fue anoche, cuando le llevé la taza de leche con canela para que se durmiera... Y hoy, que la estaba esperando para el desayuno, no apareció... La fui a buscar a su cuarto, y nada. La cama estaba desarreglada, señal de que durmió allí; pero, lo que es esta hora, no ha regresado... Me dijo que iba a ir a la iglesia temprano, pero usted sabe que siempre voy con ella, y a mí me dijo doña Juana que la niña no fue a misa hoy... Y por eso estoy preocupada”.

“¿Ya la llamaste al teléfono, Nana?”

“Ay, mijo, usted sabe que yo no sé de esas cosas...

”Julio la llamó. Su teléfono estaba apagado. La llamó varias veces más, y lo mismo. A eso de las ocho de la noche, Julio llamó a la Policía.

“Mire, señor -le dijo el encargado de turno-, si su hermanita se desapareció esta mañana, no podemos hacer nada. La ley dice que se da por desaparecida a una persona hasta las veinticuatro horas en que no se sabe nada de ella... Así es que tenemos que esperar... Si mañana no aparece, entonces, venga a las oficinas de la Policía, a Nacaome, y pone la denuncia, y nosotros le vamos a ayudar... Pero antes de las veinticuatro horas no podemos hacer nada”.

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Verdad

Cuando la Autoridad, así, con mayúscula, habla de aquella forma, nada puede hacer el pueblo. Es por eso que el general Sabillón quiere que la Policía Nacional sea una institución mejor cada día, y que, como él dice: La Policía sirve, protege y salva. Pero, en aquella ocasión, a Julio lo obligaron a esperar. De todas maneras, Tilita no iba a aparecer esa noche, ni el día siguiente, ni la noche que vino después... Fue hasta el tercer día que la encontraron.

Unos muchachos que andaban pescando en el río, y que jugaban a lanzarse de cabeza a una de las pozas más hondas del río Grande de Nacaome se llevaron una horrible sorpresa. Eran tres, y uno tras otro se lanzaron a la poza, que estaba cubierta por las grandes ramas de un guanacaste y otros árboles. Cuando uno de ellos salió a la superficie, dio un grito. Había topado con algo, como un cuerpo... Sus compañeros se sumergieron otra vez, para comprobar lo que su amigo les estaba diciendo, y salieron de la poza aterrorizados.

“Es un cuerpo -dijo uno de ellos-. Es el cadáver de una mujer”.

“¿Viste quién es la muerta?”

“No, ni me interesa... Vamos a avisar a la hacienda”.

El escándalo no se hizo esperar. Vinieron varios de los trabajadores de Julio, y se metieron a la poza. Allí estaba el cuerpo, colgado boca abajo, amarrado de los pies con una soga gruesa. También tenía las manos amarradas, y una mordaza en la boca. La Policía no tardó en llegar. Era Tilita.

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“Esta mujer tiene al menos tres días de haber muerto -dijo el forense-, y parece que primero la golpearon con algo pesado en la cabeza, y que después la amarraron. Por la inflamación en las manos y en los pies, la amarraron viva... O sea, que la tiraron al agua, donde murió ahogada...”.

DPI

¿Quién podría ser el asesino de Tilita? ¿A quién le estorbaba la muchacha? ¿Por qué matarla, y con qué objetivo?

Esas eran algunas de las preguntas que se hacían los agentes de la Policía de Investigación Criminal, y no obtenían respuestas.

“Creo que el primer sospechoso es el hermano -dijo uno de los agentes-. La muchacha heredó la mitad de todos los bienes de la madre, pero quien los trabaja es el hermano. Tal vez se cansó de hacer dinero para su hermana, y quiso quedarse con todo. Según dicen, en el testamento la madre dejó bien claro que, si uno de los muchachos moría, el otro heredaría la parte que le había dejado...

”Julio respondió de inmediato a aquellas acusaciones:

“Pueden investigarme todo lo que quieran; es más, pueden llevarme preso ahorita mismo, pero yo no le hice eso a mi hermana... Yo quería a Tilita, desde que éramos niños, y nunca ambicioné la parte de la herencia que le dejó mi mamá...”

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“Pues no encontramos otra razón por la que alguien quería ver muerta a su hermana, señor... Y lo que más creemos es que alguien quería la herencia para una sola persona...

”En ese momento, Julio sintió que el corazón se detenía en su pecho, se puso pálido, empezó a sudar frío, y sus labios temblaron.

“¿Qué le pasa, señor? -le dijo el agente a cargo del caso-. Parece que acaba de ver al diablo... O, más parece que sospecha usted de alguien... A ver, hable con nosotros...”Julio tardó en reponerse.

“Espérenme un momento -dijo-; voy a hablar con mi esposa...”

“¿Quién es su esposa?”

“Ella”.

Se acercó Julio a Lucrecia, que lloraba sentada en el asiento del chofer del carro de su marido, y este le dijo:

“¿Qué fue lo que hiciste, mujer?”

“¿Hacer qué? ¿Qué me querés decir?”

“Vos siempre estabas diciéndome que le quitara a mi hermana la parte de la herencia que mi mamá le dejó; vos siempre me dijiste que era yo el que más trabajaba, y que por eso, me tocaba más de la herencia, y que era injusto que Tilita tuviera lo mismo que yo... Vos siempre me dijiste eso... ¿Qué fue lo que hiciste, Lucrecia?

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”La mujer se puso blanca como el papel, y empezó a sudar. Un policía le puso una mano en un hombro, y la bajó del carro.

“Señora -le dijo-, queda usted detenida por suponerla responsable del asesinato de su cuñada... Tiene derecho a guardar silencio...”.

Nota final

Lucrecia confesó. Dijo que ella estaba segura de que Tilita no merecía la mitad de la herencia, porque era su esposo el que más trabajaba en los negocios de la mamá, y que, por eso, era mejor que la muchacha desapareciera. Así, todo iba a quedar en las manos de Julio.

“¿Cómo la mató?”, -le preguntó el agente.

“Esa noche la llamé, le dije que quería verla... Y cuando salió de la casa, le pegué con un leño en la cabeza... Después me la llevé en el carro hasta la poza... Y lo demás ya lo saben ustedes... Por mi ambición voy a pagar en la cárcel a saber cuántos años... Por estúpida lo perdí todo”.

Lucrecia está recluida en la cárcel de mujeres de Támara. Pasarán muchos años para que vea la libertad de nuevo. Su esposo se divorció de ella.

Selección de Grandes Crímenes: Misterio en la habitación 21