TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Eran las siete de la noche cuando Armando empezó a sentirse mal. Había cenado poco, como lo hacía desde hacía varios años, a causa de su diabetes y de la miocarditis de la que difícilmente se había recuperado; además, se cuidaba porque estaba enamorado y quería disfrutar de la vida al lado de su esposa.
Esta era una mujer hermosa. No muy alta, de piel clara, ojos grandes y bonitos y carácter alegre. Pero tenía un defecto, en opinión de los amigos de su esposo: era demasiado joven. Tenía veinticinco años cuando se casó con él; él tenía cincuenta. Aun así, era amorosa, cuidaba de su marido y siempre estaba con él, apoyándolo en todo. Sin embargo, seguir el ritmo de aquella mujer tan llena de vida y tan dispuesta a disfrutarla, le pasó factura a Armando, quien, diez años después, estaba enfermo, debilitado por ciertos excesos, sobre todo los de cama. A sus sesenta años, se sentía acabado, pero se aferraba a la vida porque tenía aún mucho por vivir. Aunque no tenía hijos con su esposa, tenía mucho para dar, y ella era todo para él. Los negocios, las propiedades y los millones solo eran agregados agradables. Su todo era su mujer. Y vivía aterrorizado por la muerte, no porque todo terminara para él, sino porque la dejaría a ella, a la que tanto amaba.
VEA: El cómplice perfecto (Parte I)
Por su parte, Diana, a quien diez años de matrimonio hicieron más bella y, por tanto, más necesitada de ciertos placeres, vivía plenamente y se dedicaba al cuidado de su esposo como en los primeros días. El problema era que estaba muy enfermo y débil, y su fogosidad de antes había desaparecido. Ahora dormía más, tomaba demasiadas medicinas, comía poco, hacía menos ejercicio y casi no salía de la casa. Sus hijos, porque tenía dos hijos de su primer matrimonio, se hacían cargo de sus empresas y estaban pendientes de él, pero para Diana no era lo mismo, ya que dependía de la cuota mensual que le habían asignado desde hacía un par de años, cuota que, aunque era generosa, se quedaba corta ante los gastos exagerados que se le presentaban constantemente.
“No te preocupés –le decía, entonces, su marido–; no va a ser así todo el tiempo. Tenés una buena parte de mi dinero y, cuando yo ya no esté, vas a tener una buena herencia… Acordate que ya hice mi testamento, y te dejo bien… aunque no quiero morirme todavía”.
Ella le agradecía con un beso en la frente. Desde hacía mucho tiempo solo lo besaba en la frente.
“Cambió mucho con mi papá –les dijo su hijo mayor a los detectives de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI)–, y, aunque lo cuidaba, ya no era tan cariñosa, y hasta de sus alimentos se había desentendido… Creo que se cansó de cuidar a un viejo…”.
Armando se estremece ante esas palabras, y baja la mirada.
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Mal
“Empecé a sentirme mal después de la cena –dijo–. Comí aguacate, jamón y clara cocida de huevo con una rodaja de pan integral; tomé un poco de jugo de piña y, después, un té de menta. Esa noche ella estuvo atenta conmigo, como no lo había hecho desde hacía un par de meses, si no recuerdo mal, y, lejos de extrañarme su conducta, me alegró mucho. Me sirvió como en otros tiempos, y yo le sonreí. Dio la casualidad que esa noche le tenía un regalo, y se lo di mientras cenaba. Era un collar con unos cuantos diamantes. Sabía que a ella le gustaban las joyas, y trataba de agradarla con eso”.
“¿Le gustaban mucho las joyas?” –preguntó el agente de la DPI.
“Mucho. Era una apasionada…”.
La voz de Armando se cortó.
“Eso me parece extraño” –dijo el detective.
“No lo entiendo”.
“Si se fue de la casa, y no pensaba volver, ¿por qué dejó todas sus joyas, si es que las amaba tanto?”.
“No lo sé”.
“Además, me extraña mucho que no se haya llevado su carro…”.
“Un carro que acababa de comprarle” –dijo Armando.
“¿Cómo se fue, entonces?”.
“Eso me pregunto yo también”.
“¿Se iría con alguien?”.
“No lo sé”.
“Aun así –dijo el policía–, no se hubiera ido con las manos vacías. Se hubiera llevado su ropa, las joyas, las tarjetas de crédito y de débito… el vehículo nuevo…”.
“No sé qué decirle”.
“Cuénteme qué pasó esa noche en que usted empezó a sentirse mal después de la cena”.
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Dolor
“Sentí un horrible dolor en el estómago, tan fuerte que me doblé sobre la cama, y empecé a vomitar algo amargo y espumoso… Empecé a ver vidrioso y sentía que todo me daba vueltas… Yo la llamé y ella corrió por un vaso de agua… Pero, desesperado como estaba, yo llamé a mi hijo mayor, que vive a tres casas de la mía, y no tardó en llegar. Su hermano llegó después, cuando ya mi hijo me había llevado al hospital… pero, para entonces, tenía una diarrea incontrolable y se me habían dormido las manos y las piernas…”.
“Afortunadamente lo llevaron al hospital a tiempo”.
“Gracias a Dios”.
“¿Qué le dijeron los médicos?”.
“Dijeron que me habían envenenado con arsénico…”.
“¿Tiene los resultados de los pruebas de laboratorio?”.
“Sí”.
“¿Estuvo su esposa con usted en el hospital?”.
“Sí, claro. Estuvo conmigo y con mis hijos y mis dos nueras…”.
“¿Recuerda hasta qué hora estuvo con usted?”.
“Todo el tiempo –respondió el hijo mayor–; no se despegó de su cama, hasta que supo que estaba bien y que se repondría…”.
“Y, las muestras de arsénico, ¿de dónde las tomaron?”.
“De las heces, del vómito, de la sangre… De todas partes…”.
“Señor –dijo el detective, después de pensar bien su pregunta–, ¿cree usted que su esposa trató de matarlo? ¿Cree usted que fue su esposa la que puso el arsénico en su comida?”.
Armando no contestó.
Es un hombre viejo, aunque apenas cumplió sesenta y cinco años. Pasa mucho tiempo en un sillón, se afeita cada varios días y, en general, se ha descuidado de sí mismo. Dos enfermeras viven con él, una cocinera, dos muchachas del servicio doméstico y tres guardias permanentes, sin embargo, su mayor deseo es que su mujer vuelva a su lado. Tiene cinco años de no verla.
“Cinco largos años –me dice, con un suspiro–; cinco años de estar sin ella…”.
“Y, ¿en todo este tiempo no ha sabido nada de ella?” –le pregunto.
“Nada”.
“¿Nadie la ha visto?”.
“Nadie… No se sabe nada de ella. Un día desapareció, lo dejó todo y no se supo nada más de mi Diana… He pagado para que la busquen, pero no aparece por ninguna parte… Y ni su familia sabe de ella… Nadie… Es como si se la hubiera tragado la tierra”.
“Perdone que le haga esta pregunta, don Armando…”.
“No se preocupe… Dígame”.
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“¿Cree usted que fue ella quien lo envenenó con arsénico?”.
Armando calla y baja la cabeza.
“Estaban solos en la casa –intervino el detective–, ella fue quien le sirvió la comida, o sea, la cena, y solo estaban dos guardias en la entrada… Las muchachas tenían libre… Dijeron que doña Diana les dio libre desde el jueves. Y a la enfermera le dijo que ella atendería a su esposo ese fin de semana; que regresara hasta el lunes, y a las tres mujeres les dio dinero…”.
El agente se detuvo por un momento.
“Era algo extraño para las mujeres, pero no dijeron nada… Eso fue lo que le confesaron a la Policía”.
“Y, del veneno, ¿encontraron algo en la casa?”.
“No; inspecciones oculares no encontró arsénico en la casa, en ninguna parte, sin embargo, sí había restos de arsénico en un pedazo del pan que mordisqueó don Armando, y había también veneno en los restos del jugo que tomó esa noche y que a alguien se le olvidó botar, lavar o deshacerse de él… Además, en los otros panes no había arsénico, ni en el jugo, ni en nada más…”.
“Y, en su opinión, ¿eso incrimina a Diana?”.
“Para nosotros es la principal sospechosa”.
“¿Cuántos días después de la crisis de don Armando fue que desapareció Diana?”.
Fue el hijo mayor de Amando el que respondió.
“Mi papá estuvo diez días en el hospital, y, en todo ese tiempo ella estuvo con él, cuidándolo… Al día número once, mi papá estaba mucho mejor y regresaron a casa… Pero ella no amaneció allí el día número doce… Y, desde entonces, no se sabe nada de ella… Ni ella se ha comunicado con papá, con alguien de su familia o con nosotros”.
“¿Qué creen ustedes que le haya pasado?”.
“Personalmente, y aunque le duela a mi padre, no me interesa nada de lo que tenga que ver con esa mujer… Yo soy de la misma opinión del señor agente de la DPI: ella trató de matar a mi papá”.
“¿Pero por qué matarlo? ¿Qué necesidad tenía de hacer eso?”.
“Tal vez porque estaba cansada de cuidar a un enfermo, y viejo… Perdón, papá… Y quería heredar ya porque desde que mi papá enfermó, ella dejó de meterse en los negocios de la familia, y nosotros le asignamos una cuota mensual, una especie de salario… en dólares… Sin embargo, era poco para ella…”.
“¿Cuánto le asignaban mensual? Si se puede saber”.
“Sí se puede saber, Carmilla. Allí está en el expediente del caso que lleva la Policía. Le asignábamos quinientos mil lempiras mensuales… Y tenía acceso a lo que le asignábamos mensual a mi papá… Aparte de eso, nosotros cubríamos los gastos de la casa, medicinas, médicos, empleados y otros más… Era suficiente dinero para ella, pero no le ajustaba…”.
“¿Por qué dice que no le ajustaba?”.
“En varias ocasiones me pidió que le adelantara el mes. Y aún faltaban siete o cinco días para la fecha…”.
“¿Supo usted en qué gastaba su dinero?”.
“No, no lo supimos nunca; y no nos interesó jamás preguntarle… Era su dinero…”.
“Sin embargo –dijo el agente de la DPI–, su desaparición es extraña… No se llevó nada. Sus joyas están intactas, su relojes están allí, su ropa, su carro… Se fue con lo que llevaba puesto encima porque hasta el bolso que usaba ese día está sobre su cómoda, con sus cosas personales, sus tarjetas… Lo único que se llevó fue su teléfono celular, pero la última comunicación que tuvo fue a eso de las cuatro de la tarde, cuando llamó a una farmacia para que le llevaran unos medicamentos para su esposo… Desde entonces, no llamó más y no contestó después de las ocho de la noche… cuando se apagó para siempre. Y no se ha recuperado su teléfono”.
Nadie dijo nada.
“¿Es posible que la hayan raptado?” –le pregunté.
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“Es posible, pero, ¿de dónde se la llevaron? Los guardias dicen que no la vieron salir de la casa, aunque tampoco la vieron entrar esa tarde en que don Armando regresó a la casa del hospital… Y los hijos y las nueras de don Armando dicen que ella vino con ellos, que se quedó con el papá cuando se retiraron a sus casas… Además, las enfermeras dicen que ella estuvo con don Armando hasta las siete u ocho de la noche, que ellas se quedaron con él y que ella bajó a la sala, o a otro lugar de la casa, pero las muchachas del servicio doméstico dicen que no la vieron en la cocina o en el comedor, donde habían servido la cena, una cena que nadie tocó… Además, los guardias dicen que solo vieron salir los carros de los hijos de don Armando, y que no la vieron salir a ella…”.
“Entonces –dije–, ella desapareció en su propia casa”.
“Así parece –respondió el agente de la DPI–; y es muy extraño…”.
“Y, de eso hace a cinco años”.
“Sí, cinco años”.
“Es extraño”.
“Las últimas personas que la vieron fueron los hijos de don Armando. Estaba en la sala cuando ellos se iban… Desde ese momento nadie ha sabido nada de ella”.
“¿Hablaron con ella?”.
“No” –respondió el hijo mayor de Armando.
“Ni siquiera para despedirse”.
“No lo recuerdo… Aunque creo que no me despedí de ella… No me interesaba porque desde que los agentes de la DPI me dijeron que era sospechosa de haber envenenado a papá, tuve contra ella cierta aversión…”.
“¿Supo ella que era sospechosa?”.
“No –dijo el detective–. Teníamos que investigar algunas cosas más, como las llamadas y los mensajes de su teléfono celular, esto para saber con quién se comunicó días antes del envenenamiento, y para tratar de saber si ella compró el arsénico o lo hizo alguien cercano a ella…”.
“Y, hasta hoy, ¿qué han sabido?”.
“Nada… La investigación se detuvo… Ella desapareció, y quedamos en el aire…”.
“¿Creen que se trata de un crimen?”.
“Es posible”.
“¿Tienen sospechosos?”.
“Sí, pero las investigaciones no avanzan… No podríamos probar nada…”.
Nota final
¿Qué fue lo que pasó con Diana? ¿Fue ella la que envenenó a su esposo? ¿Por qué desapareció de esa forma? ¿Alguien la raptó para matarla?