Crímenes

Grandes Crímenes: El caso de la mujer desesperada

Si el amor llama a tu puerta, que la encuentre siempre abierta
22.05.2022

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

MACHO ALFA. Se llamaba Adán, era alto, fornido, de ancho bigote, ojos grandes, negros y brillantes, y rostro severo. Hablaba con acento ronco, grueso como el del macho alfa, y se conducía con la severidad de un militar antiguo. No de los de ahora, que parecen modelos de pasarela.

Adán era, además, trabajador. No se detenía ante nada, y luchaba día a día por mantener su empresa de seguridad, con la que cuidaba varias colonias, con cien guardias contratados. Y, así, empezó a enriquecerse, mejoró su vivienda, le compró carro a su esposa, y mejoró las condiciones de vida de sus dos hijos. Su esposa estaba feliz. Se había enamorado de él desde hacía diez años, y seguía queriéndolo con locura, esa maravillosa característica de los amores de verdad. Y él también la amaba, como debe ser. Pero, como en todo lo bueno que Dios hace debe meter sus narices el diablo, llegó el día en que Satanás se apareció en el camino de felicidad de Adán, y de la manera más horrible.

Una noche, mientras Adán supervisaba a sus guardias en una colonia, vio que dos hombres acababan de abrir un carro y se lo llevaban a toda velocidad. Sacó Adán su pistola de nueve milímetros, y les disparó. Había sido de las Fuerzas Especiales, y su puntería seguía siendo la misma de antes. Y los mató a los dos. Cuando la Policía llegó, se entregó sin decir nada más que estaba cumpliendo con su deber, pero eso no convenció al fiscal, y menos al juez, que lo condenó a quince años de prisión. Adán, como hombre que era, aceptó la condena con resignación. Su hermano y su esposa se dedicaron a la empresa.

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PENITENCIARÍA

En la vieja Penitenciaría Central todo estaba organizado según la calidad del preso. Adán, con dinero, y con aquella personalidad de militar dominante, cayó bien con el presidente de los reos, y éste le asignó un cuarto solo para él, con televisor, microondas, cama matrimonial, y dos muchachos para que lo atendieran en todo.

A cambio, Adán pagaba generosamente al presidente, le pedía a su esposa que trajera comida para sus amigos, y hasta compraba cervezas, Yuscarán y whisky para las ocasiones especiales. Y con eso, Adán se ganó la estimación de muchos en la zona de “La Mora”.

REO

Un día, llegó a la cárcel un muchacho. Era alto, delgado, blanco y rollizo, sin ser gordo. Era sobrino del alcaide de la prisión, y le pidió al presidente de los reos que se lo tuviera en “La Mora” por mientras le encontraba un buen lugar en la penitenciaría. Por supuesto, nadie podía negarle un favor al alcaide, que era tan condescendiente con todos, especialmente con los que eran generosos con él.

El muchacho se llamaba Reynaldo. Dormía en un cuarto con dos hombres más, y pronto se hizo amigo de todo el mundo, especialmente de Adán, que empezó a protegerlo, a darle comida y a cuidarlo. Hasta que un día le dijo al presidente de los reos que mandara a comprar una cama unipersonal para que Reynaldo se fuera a dormir en su propio cuarto.

Pronto empezaron a circular rumores que molestaron a Adán, los que calló cuando aumentó la cuota mensual para el presidente. Le dijo a su esposa que le comprara ropa y zapatos a Reynaldo, que era un buen amigo, y que le trajera comida extra siempre, porque deseaba ayudar a aquel muchacho que había cometido un error en el banco que trabajaba. Y la esposa, obediente, hizo lo que Adán le dijo; sin embargo, empezó a notar un cambió en su esposo. Ella llegaba, entraba al cuarto, pero Adán ya no la tocaba. Adán le dijo que se sentía enfermo, y ella lo entendió. Pero, aquel mal le duró meses, y ella empezó a preocuparse. Creyó que su esposo había dejado de quererla. Él le aseguro que la amaba como el primer día, pero que estar en prisión estaba acabando con sus nervios, y con toda su vida.

“Los abogados siguen con tu caso le dijo ella, y creen que va a poder rebajarte la pena... Así, vas a salir pronto... si Dios quiere”.

“Eso está bien -le dijo él-. Gracias por apoyarme todo este tiempo”.

“Sos mi esposo, el padre de mis hijos, y te quiero mucho”.

Pero Adán había cambiado demasiado, y llegó el día en que le dijo a su esposa que no volviera a la cárcel hasta que él la llamara.“

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¿Por qué?” -le preguntó ella, extrañada.

“Porque aquí te miran mucho, y eso me puede traer problemas... Además, hay aquí una gente que no me quiere bien, y creo que tarde o temprano vamos a tener problemas”.

Y la esposa, obediente como era, obedeció. Esperó a que Adán la llamara, pero pasó el tiempo, y no tuvo noticias de su marido. Extrañada y, sobre todo, angustiada, fue a la penitenciaría.

“Su esposo salió en libertad hace dos meses” -le dijo el presidente de los reos.

“¿Cómo dice?”

“Eso, señora; salió en libertad hace dos meses... Un poco más, creo yo. Pagó mucho dinero, y salió...”Lo mismo le dijo el alcaide. Regresó a su casa, y, angustiada, empezó a hacerse mil preguntas. Pero ninguna tenía respuesta. Entonces, volvió a la cárcel, y le dijo al presidente de los reos:

“Dígame la verdad... ¿Usted sabe dónde está mi esposo? ¿No fue que algo malo le pasó aquí?”

“Mire, señora -le dijo el hombre-, aquí ese tipo de información tiene precio”.

“¿Cuánto?

”Se pusieron de acuerdo, y la mujer se dio cuenta que su esposo había dejado de quererla, que salió de prisión y ahora vivía feliz con otra persona.

“¿Sabe usted dónde vive? -le preguntó.

“Pues no sé si se lo deba decir”.

“Ya llegamos a un acuerdo, señor”.

“Sí, pero es que me parece que eso no es suficiente, y usted sabe que su esposo es un hombre peligroso, y si se da cuenta que yo le fui a usted con el chisme, pues... usted sabe”.

“Está bien -exclamó ella-; dígame cuánto más quiere”.

“Pues es que no todo es dinero en la vida, señora...”“Hable claro”.

“Pues, mire... si usted aceptara estar conmigo a solas en mi cuarto... un rato, digo yo... pues le diría todo... De usted depende”.

La mujer se quedó pensando por largos segundos, miró al hombre, y dijo:

“Está bien”.

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HOGAR

La empresa de seguridad de Adán seguía funcionando como antes; es más, ahora tenían más colonias qué vigilar, y el dinero llegaba a raudales. El hermano de Adán la administraba, y la esposa aprobaba todo lo que se refería a salidas de dinero.

“Ya sé dónde está tu hermano” -le dijo a su cuñado, un día que preparaban las planillas de pago.

“¿Ya sabe? Y ¿dónde es?”

“Ya lo vas a saber vos también, si es que no lo sabés ya y me has estado viendo la cara de imbécil. Vos sos el que le deposita el dinero a Adán”.

“Yo no sé nada”.

“Bueno; eso no me importa”.

Y, con el corazón hirviendo de celos y de ira, la mujer se fue a vigilar la casa donde supuestamente vivía su esposo. Pero pasaron dos días, tres días, una semana, y nadie dio señales de vida en aquella casa. Sin embargo, ella estaba segura de que el presidente de los reos no le había mentido. Y siguió vigiando la casa, hasta que una noche vio entrar a Adán, luego de bajarse de un carro nuevo. Adán vio hacia todos lados, como si temiera que alguien lo vigilara, y entró a la casa, donde había una luz encendida. La mujer, encolerizada, se dijo: “¿Así es que aquí vivís, maldito mentiroso? Y vivís con una zorra, me imagino... ¡Por una zorra maldecida me dejaste, hasta abandonaste a tus hijos! Y no te importó todo el sacrificio que hice por vos... Pero hoy me las vas a pagar todas”.

La mujer estaba decidida a todo. Avanzó despacio hacia la casa, tratando de pasar desapercibida entre las sombras de la noche, llegó hasta la puerta, y, por esas cosas del diablo, no estaba cerrada con llave. Entró a la casa en silencio. La sala estaba sola, aunque iluminada. Más allá estaba la cocina, sola, también, y frente a ella había tres puertas, de los cuartos, seguramente. Se acercó a la primera, y estaba mal cerrada, y adentro se oían unos ruidos extraños. La empujó sin hacer ruido, y lo que vio le destrozó el corazón. Adán estaba de espaldas a ella, de pie, desnudo y en pleno acto. Y ella ya no pudo más. Metió la mano en su bolso, sacó de él un cuchillo, de carnicero, largo, afilado y puntiagudo, y se lanzó contra su marido. Era tanta su furia, que el cuchillo entró en el cuerpo de Adán hasta el mango. Dio un grito el hombre, y el cuchillo salió para entrar de nuevo, con la misma fuerza. El forense dijo que las dos primeras cuchilladas le perforaron el pulmón izquierdo; la tercera le partió el corazón en dos.

Cayó Adán boca abajo, encima de la persona a la que amaba, y su esposa lo hirió treinta veces más, hasta que se cansó su mano asesina.

Los gritos que llenaron el cuarto no la detuvieron, sin embargo, abrió los ojos sorprendida cuando vio quién era la persona por la que su esposo la había cambiado. Era Reynaldo, el sobrino del alcaide de la penitenciaría. Había pagado abogados para que lo sacaran, y vivía con él desde que dejó la cárcel.

“¿Por vos me cambió este puerco?” -le gritó la mujer a Reynaldo, que se arrastraba en la cama, bañado en sangre, mientras suplicaba que no lo matara.

“Perdón, señora; perdón... Yo no sabía nada... Yo no sabía”.

La mujer dejó caer el cuchillo. Habían llegado varios vecinos, que la detuvieron hasta que llegara la Policía, y ella, sin intenciones de escapar, lloraba con la cabeza baja.

“Por esta basura destruí mi vida y la de mis hijos -decía-; por esta maldita basura... ¡Me cambió por un marica!”

NOTA FINAL

La mujer aceptó su culpa, sus abogados alegaron demencia transitoria, y dos psiquiatras apoyaron esta tesis, incluido el psiquiatra de Medicina Forense. El juez, generoso y benévolo, la condenó a veinte años de cárcel. Salió en libertad condicional a los once años cumplidos, envejecida prematuramente. Todavía se lamenta del error cometido. “Porque fue un error -dice-; hubiera valido la pena si me hubiera cambiado por una mujer... Hoy me arrepiento de haberme dejado llevar por los celos y por el despecho... Perdí parte de mi vida, y abandoné a mis hijos... por una estupidez que no pude controlar... Solo es que estaba desesperada”.

Así terminó Adán, el macho alfa de la Penitenciaría Central.

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