TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
SARA. Hay en el Laboratorio de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) una mujer excepcional; una mujer que tiene, entre sus muchas virtudes, la de la solidaridad, lo que la hace más especial. Se llama Sara Vásquez, y en estas líneas deseo agradecer su apoyo de mucho tiempo, deseándole muchos más éxitos.
Al presentarles a los lectores el caso de hoy, les presento también a la doctora Vásquez, ejemplo de empatía, profesionalismo y entrega dentro de la Policía Nacional. Personas como ella le dan a la DPI esa imagen de Policía de Investigación científica en la que se puede confiar.
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VELA
Don Marcos estaba en su ataúd, vestido con una guayabera blanca y un pantalón negro. Tenía los brazos cruzados al pecho y la cabeza descansando en una almohada blanca. Su cara estaba pálida, con la palidez de la muerte, y se notaban los pómulos pronunciados, como resultado de la extrema delgadez en que cayó los últimos dos meses de vida.
En un sillón antiguo, doña Marcela, su esposa, recibía las condolencias de los amigos. Vestía de negro, tenía un chal sobre la cabeza, y en sus ojos negros, cansados y rodeados de grandes ojeras, se notaba una extraña serenidad. Tenía setenta y seis años. Vivió con don Marcos sesenta años exactos, y solo pudieron tener un hijo, muerto ya, a los cincuenta años de edad. Con ella estaban sus nietos y tres bisnietos. Don Marcos, a los ochenta y dos años dejó este mundo, después de horribles sufrimientos.
Tenía sesenta y cinco años cuando le amputaron la pierna izquierda, un poco arriba de la rodilla, a causa de complicaciones de la diabetes. Desde ese momento estuvo esclavizado a una silla de ruedas, a pesar de que tenía una prótesis, dos muletas y el apoyo de su esposa, que no lo abandonó jamás, y que le ayudó para que pudiera caminar, aunque ya no fuera como antes. Pero, la vida para un amputado es terrible, y don Marcos sufría.
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El problema fue que la diabetes no lo dejó en paz. Perdió uno de sus riñones tres años después, y su vista dejó de ser lo que era. Doña Marcela, leal como siempre, estuvo a su lado, sencillamente, porque lo amaba.
Había sido un hombre bueno. Cuando su primer marido la dejó con un niño de meses en brazos, Marcos estuvo allí. La apoyó, le ayudó con las enfermedades de su hijo y le dio una casa de adobe, bahareque y piedra a la que ella llamó su hogar. Y cuando su hijo, de apenas un año, desapareció, él lloró con ella.
La Policía no pudo hacer nada y el niño no apareció jamás. Dieciséis años tenía ella cuando se quedó sola. Entonces, aceptó la oferta de matrimonio de Marcos, seis años mayor que ella. Él la había apoyado, le dio casa y comida, sin pedirle nada a cambio, y en aquel momento horrible, él apareció con una propuesta que habría de cambiarle la vida.
“Vamos a encontrar al niño” -le dijo él.
“¿Dónde?” -gimió ella.
“Dios nos va a ayudar”.
Pero, pasaron sesenta años, y el hijo de Marcela no apareció por ninguna parte. Y, cosa extraña, el papá, Eusebio, de veintiocho años, también se perdió de la aldea, y nadie lo volvió a ver.
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“Su exesposo se robó al niño -le dijo un teniente-; es lo más seguro. Pero lo vamos a encontrar”.
“Él no era mi esposo -replicó ella, tímidamente-; es que Eusebio me engañó”.
Los policías no dijeron nada.
La última vez que Marcela vio a su hijo fue una mañana de junio de 1960. Lo dejó dormido en su cama, una vieja cama de madera, con un petate y una sábana, mientras ella iba a la quebrada a lavar el maíz para las tortillas. Vivía sola, con algunas gallinas, dos cerdos y una pareja de patos, y en aquella tranquilidad había comenzado una nueva vida. Sus padres la rechazaban; en la aldea, las comesantos la señalaban, y la esposa de Eusebio la humillaba donde la encontrara. Pero en aquel lugar apartado, cerca de las montañas, en los terrenos de los padres de Marcos, estaba como en un paraíso. Y jamás esperó que le pasara algo malo.
La Policía dijo que el exmarido, o sea, el papá del niño se lo había robado, pero no pudieron explicar por qué y para qué. Eusebio tenía dos hijos con su esposa, y a nadie se le ocurrió imaginar que se robaba uno, para desaparecer, dejando a dos a la mano de Dios. Pero a él no lo habían vuelto a ver desde aquella mañana de junio de 1960, cuando salió de su casa, antes de las cinco de la mañana, “para ir a ver la milpa”.
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Tiempo después, Marcos le ofreció matrimonio a Marcela, y esta, agradecida, se casó con él. Y llegó a amarlo más que a su propia vida. Pero nunca olvidó a su hijo, aquel inocente que se perdió para siempre, dejando un vacío profundo en su corazón.
“Estoy embarazada -le dijo, un día, a su esposo-. Ojalá sea varón”.
“Ojalá -le dijo Marcos-; pero, si es niña, igual la voy a querer porque me la das vos”.
Marcos fue bueno. No bebía nunca, no era dado a las mujeres, trabajaba de sol a sol, y dedicaba gran parte de su tiempo libre a su esposa. Cuando su hijo murió, ya estaban viejos, y resignados, no les quedó más que esperar la propia muerte. Marcela había sufrido demasiado, aunque Marcos se esforzó por hacerla feliz. Por desgracia, una madre jamás olvida al hijo perdido, y ella lloraba siempre. Sin embargo, no había lágrimas en sus ojos en aquel momento en el que estaban velando a su esposo. Y en su rostro lleno de arrugas se notaba un gesto extraño.
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HOSPITAL
Don Marcos llegó al Hospital Escuela casi en los puros huesos. No eran solo la diabetes y sus problemas renales; tenía ahora graves problemas intestinales, tanto, que se creyó que era un cáncer de colon detectado demasiado tarde. Sangraba, estaba siempre con diarrea, y no comía. Presentaba fiebres intermitentes y dolores en el estómago.
A pesar de los cuidados de su esposa, su mal se hacía mayor, hasta que su nieto mayor decidió llevarlo al hospital. Le hicieron todos los exámenes posibles, pero no pudieron ayudarle. Murió desangrado en su cama. Una diarrea incontrolable le quitó la vida. Los médicos le dieron el pésame a la esposa y reportaron aquella muerte a la Policía.
“Es una muerte muy rara -le dijo un doctor al detective-; a mí me parece que este señor fue envenenado... Y que lo estaban envenenando desde hace mucho tiempo”.
“¿Por qué dice eso, doctor?” -preguntó el agente de la DPI.
“Sin contar las enfermedades que padecía, este señor estaba bien... exceptuando la diarrea con sangre... Es como si le hubieran dado algo que le destruyó los intestinos... No sé... Pero, si en algo le sirve mi opinión, que le hagan la autopsia... Así van a saber si se trata de una muerte natural o de un asesinato”.
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El fiscal entró en escena. El todopoderoso y omnisciente fiscal del Ministerio Público.
“Señora -le dijo a Marcela, con esa arrogancia típica en los mediocres con poder-, creemos que a su esposo lo mataron. Su cuerpo va para Medicina Forense...”
Marcela se limitó a verlo.
“¿Por qué dice eso?” -le preguntó al fiscal el nieto mayor de don Marcos.
“Porque los médicos sospechan que lo envenenaron -respondió el fiscal, viendo al muchacho de arriba hacia abajo-, y si es así, vamos a encontrar al culpable, y lo vamos a llevar a la cárcel... ¿Me ha entendido bien, señor?”
“Pero, eso es imposible... ¿Quién pudo envenenar a mi abuelo? Él se murió de viejo”.
“Si fue así, se demostrará en la autopsia”.
Y el fiscal, representante de esa clase privilegiada en cuyas manos está la libertad de miles, sean culpables o inocentes, dejó al muchacho con la palabra en la boca. Lo peor de esto es que el fiscal tenía razón.
“Encontramos en la sangre algo que podría ser venenoso -le dijo el fiscal al nieto de don Marcos-; y aunque no lo pueden identificar en el laboratorio, creemos que es alguna planta, o el extracto de alguna planta venenosa... Esto se lo dieron a beber a don Marcos por algún tiempo; unos dos o tres meses, tal vez, y en pequeñas dosis... Es por eso que le estamos pidiendo al juez una orden de cateo... Vamos a buscar el veneno en la casa de sus abuelos”.
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El nieto sonrió.
“Ustedes están inventando -le dijo al fiscal, que levantó la frente como si acabara de escuchar el peor de los insultos-. ¿Quién pudo estar interesado en que mi abuelo muriera?”.
“Alguien cercano a él, señor -le dijo el fiscal, levantando la voz-. Y creemos que los motivos son estrictamente personales... Alguien cerca de él quería su muerte, y se encargó de asesinarlo”.
“Pero, ¿por qué? Mi abuelo nunca tuvo enemigos. Se dedicó a trabajar su tierra y a vivir en paz con todo el mundo”.
“Señor, de donde menos se espera salta la liebre”.
Y con aquella frase, que no hubiera lucido tanto ni en la boca del rey Salomón, el fiscal dio por terminada la conversación.
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“Van a venir los policías” -le dijo el muchacho a su abuela.
“Que vengan, hijo”.
“Dicen que a mi abuelo lo mataron”.
“Que digan lo que quieran, hijo”.
“Van a catear la casa”.
“Que hagan lo que quieran, hijo”.
Y Marcela se acomodó en el sillón, miró por un momento el rostro pálido de su esposo, y se estuvo así por largos segundos. Dos lágrimas asomaron en sus ojos.
“Mi abuelo fue un hombre bueno -le dijo una de sus nietas, casada ya-; y nos quería mucho”.
“Sí” -respondió doña Marcela.
“Sufrió mucho con esas enfermedades -añadió la muchacha-. ¡Pobrecito!
Doña Marcela dejó que las lágrimas se perdieran entre las arrugas de sus mejillas.
“Fue bueno -musitó-; fue bueno”.
En la sala se sentía el olor a flores, y a muerte...
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA.
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