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El asesinato del vendedor de tortillas

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se han omitido otros datos a petición de las fuentes. Un asesinato bien planificado y un motivo increíble

28.04.2012

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se han omitido otros datos a petición de las fuentes.

EN LA DNIC.
La mañana era calurosa. “Jorge”, el detective de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal que dirigió el reconocimiento del cadáver de Jairo, hacía no menos de doce horas, estaba de mal humor.

Su turno no había terminado, la DNIC seguía bajo la presión de la opinión pública y “Jorge” estaba dispuesto a levantar el prestigio de la Institución aun a costa de su propio sacrificio.

Como él mismo dice, “el crimen en Honduras aumenta cada día porque los que podemos hacer algo para detenerlo no hacemos nada o hacemos muy poco”.

El expediente de Jairo estaba frente a él, entre una taza repleta de café helado y una jarra vacía. Dos de sus compañeros estaban con él, uno, bostezando casi hasta desencajarse las mandíbulas, el otro, mordiéndose las uñas y dejando pasar el tiempo.

“Tenemos varios elementos que van a ayudarnos a resolver el caso del vendedor de tortillas –dijo ‘Jorge’, después de beberse el café sin respirar–; para empezar, estamos ante un asesinato bien planificado, aunque muy mal ejecutado. Primero, y mencionándolos en cualquier orden, tenemos una descripción del asesino que reduce el número de sospechosos. Es alto y gordo. Segundo, la víctima llevaba en una de las bolsas del pantalón mil Lempiras, dos billetes de quinientos, doblados, como si los cuidara mucho y tuviera miedo a perderlos. ¿De dónde salió ese dinero? Los padres dicen que nunca llevó más dinero a la casa que el que le producía la venta de tortillas y que no pasaba de ciento cincuenta a doscientos lempiras, dos veces al día. Dicen que no saben de dónde cogió los mil lempiras. Entonces, ¿de dónde salió ese dinero? ¿Alguien se lo dio? ¿Se lo robó a alguien?”.

El detective hizo una pausa.

“Dudo mucho que se lo haya robado -agregó, después– porque los vecinos hablan muy bien de él y porque un vendedor de tortillas no entra a ninguna casa con la confianza de un vendedor de Aguazul, por ejemplo, que se mete hasta la cocina… Me inclino a creer que alguien se los dio. Pero, ¿quién regala mil lempiras en estos dorados tiempos, y menos a un vendedor de tortillas?”

“Un buen samaritano”.

“Podría ser, pero también podría ser un pago por algo…”

“¿Un pago? ¿Qué servicio tan valioso le prestó a alguien como para que le pagara tan caro?”

“Eso es lo que vamos a averiguar. Creo que en la autopsia vamos a encontrar un elemento nuevo. Tengo una sospecha”.

“¿Cuál?”

“Quiero comprobarla primero”.

“¿Qué otros elementos tenemos?”

MÁS.
“Los motivos del crimen. ¿Por qué matar a un muchacho de quince años que no se metía con nadie, que no andaba en pandillas, que nunca tuvo líos con la Policía y que se dedicaba a ayudar a sus padres vendiendo tortillas? Está claro que el asesino lo esperaba a él específicamente y que no se equivocó de víctima. Es más, lo remató y no se fue hasta estar seguro de que el muchacho estaba muerto. Al empujarlo con el pie quiso comprobar que ya no se movía. ¿Por qué matarlo? ¿Qué mal pudo hacerle Jairo a su asesino?”

“¿Qué perfil podemos hacer del asesino?”

“Creo que es un hombre organizado, sedentario, ansioso, casado y con hijos, y con un trabajo estable en el que se siente satisfecho. Es alto y gordo, y esas son características comunes en un hombre como él. Creo que es inteligente y si esperaba a Jairo para quitarle la vida, y asegurarse de matarlo, es porque conocía al muchacho, y el muchacho se relacionó con él de alguna forma”.

“¿No pudieron matarlo los mareros?”

“No lo creo. Mis informantes en la colonia dicen que no se metían con él, que se crió allí y que lo conocían bien; además, dicen que era un muchacho centrado, trabajador, respetuoso y que se preocupaba mucho por su madre, que pasa casi todo el día en el fogón. Era lo que podemos llamar un buen hijo. Descartemos entonces lo de los mareros”.

Hubo una pausa, el detective encendió un cigarro, saboreó la nueva taza de café que le trajeron, y siguió razonando:

“Está claro que el móvil del crimen no fue el robo. El asesino solo quería la vida del muchacho”.

“¿Qué otro elemento tenemos?”

“Uno que pareciera insignificante. El testigo dice que los perros iban delante de Jairo, que se acercaron al hombre, a la sombra que estaba cerca del poste, que lo olieron, lo que significa que se detuvieron un momento cerca de él. Dicen que los perros son bravos y el hecho de que se acercaran al hombre, lo olieran con confianza y luego siguieran su camino sin gruñirle o ladrarle solo significa algo…”

“¡Que lo conocían!”

“Exacto. No he visto perro que se acerque a alguien solo para olerlo sin ladrarle… O talvez me equivoque y no sepa mucho de perros”.

EN LA MORGUE.
Antes de bajarse del vehículo que los llevó a la Morgue del Ministerio Público, “Jorge” mencionó el último elemento en que basaba sus deducciones sobre el crimen.

“Una huella de zapato marcada en la tierra con sangre. Se veía claramente y le dije al fotógrafo que le tomara varias fotografías y a los de Inspecciones Oculares que levantaran un molde en yeso… Solo es la punta de un zapato, pero creo que servirá de algo…”.

Eran las siete de la mañana, el olor característico de la Morgue asaltó la nariz de los detectives y el silencio obligado de los forenses que hacían su trabajo impuso silencio.

“Vas a esperar una hora –le dijo al detective un médico, a través de la mascarilla–, estamos atrasados”.

A eso de las nueve, el cuerpo de Jairo fue llevado a la mesa de disecciones.

“¿Buscás algo en especial?”

Jorge se acercó despacio.

“Sí”.

“¿Qué cosa?”

“No estoy seguro. Quiero ver su ropa y sus genitales”.

Desnudar a Jairo no fue una tarea difícil. Las tijeras sirven de mucho en estos casos.

“No cortés el calzoncillo”.

Jorge estaba ansioso. Le gustaba su trabajo y, a pesar de los obstáculos que le ponían las limitaciones, la falta de apoyo y hasta los celos y la ineptitud de algunos de sus jefes, se dedicaba a él con total devoción. Y siempre iba más allá con los detalles, convencido como estaba que el más mínimo e insignificante detalle podría ser la clave para resolver un caso.

EVIDENCIA.
El calzoncillo blanco talla “S” estaba en manos del detective. Lo vio por un momento, como si buscara en él algo especial, lo olió y una leve sonrisa apareció en sus labios. Le dio vuelta con sumo cuidado y sus ojos quedaron fijos en la parte de enfrente. Ahora la sonrisa se hizo más amplia y algo como un suspiro salió de su pecho oprimido, como si se le quitara un enorme peso de encima.

“Creo que es lo que buscaba” –dijo, a media voz. Y mostró el calzoncillo a sus compañeros.

“¿Ven esto? -preguntó, luego de oler la prenda por varios segundos-. Son restos de heces, de excremento humano… Olor, color, textura… Dame una bolsa de embalaje…”.

Pasaron varios segundos más.

“Ahora veamos el pene.”

“Jorge” se puso un guante, se acercó al cadáver, tomó el pene muerto y lo miró detenidamente por un tiempo. Luego dijo:

“Hay restos de heces en el prepucio. Creo que podemos tomar una muestra por si hay que hacer una prueba de ADN”.

EN LA OFICINA.
“Ahora tenemos el origen de los mil lempiras, el motivo por el que Jairo se tardó en regresar a su casa después de vender las tortillas y, talvez, el motivo del asesino”.

Jorge pidió el desayuno. Dos huevos estrellados con sofrito encima, frijoles refritos, plátanos nadando en mantequilla, abundante jamón, aguacate, cuajada fresca, tortillas tostadas y café, mucho café.

Ahora le brillaban los ojos, estaba sobre una buena pista y eso le había despertado el apetito.

“Un gordo, ansioso, organizado, inteligente, casado y con algunas mañas: el asesino.

Un cipote pobre, preocupado por ayudar económicamente a su familia: la víctima. El asesino tiene sus inclinaciones, quizás desconocidas por su familia y sus amigos. Creo que Jairo tuvo sexo con él, talvez el asesino tuvo miedo de que al muchacho se fuera de la lengua, le regaló o le pagó los mil lempiras, quiso asegurarse que el muchacho no hablaría pero tuvo miedo, y tomó la decisión de matarlo. Era más seguro.”

“Todo eso es posible…”

“Es una hipótesis”.

“¿Dónde vamos a encontrar a sospechoso?”

“¿Ustedes saben lo que es un perfil geográfico en un crimen?”

Nadie contestó.

“¿Dónde vendía las tortillas la víctima?”

Nadie abrió la boca.

“¿Cuánto vendía de tortillas al día? Ciento cincuenta al mediodía, y lo mismo en la tarde. No es mucho, lo que reduce el área donde trabajaba. Creo que debemos hacer una visita a la colonia donde se movía y, si es posible, seguir la ruta del muchacho…Algo vamos a encontrar…”

“¿Qué más?”

“Hay que hablar con los guardias, darle la descripción del sospechoso y localizarlo. Estoy seguro que vive allí…”

CONFESIÓN.
El hombre, con los ojos hundidos, la piel apergaminada y la cabeza llena de canas, apoyó los brazos delgados en la mesa de concreto pintada de rojo, entrelazó los dedos y trató de sonreír.

“Esa es la verdad –dijo–, solo quiero pedirle dos cosas: que no mencione mi nombre y que me diga cómo fue que me encontraron”.

Pasaron unos segundos. Alrededor se escuchaba el bullicio de los reos que bromeaban y reían; al fondo, los cánticos de alabanza y los aplausos de los reos que se habían convertido y, cerca del hombre, el ruido suave de la grabadora que no se había detenido.

“¿Recuerda cuando llegaron a su casa los detectives de la DNIC?”

“Sí, yo me puse nervioso”.

“A ellos les dijeron que vieron salir a Jairo de su casa, primero un sábado y la segunda vez la noche en que lo mataron, pero más temprano. Nadie sospechó nada de usted porque sus vecinos lo consideraban un hombre serio…”

“Sí.”

“Los detectives sabían que usted era el asesino pero necesitaban pruebas. No esperaban encontrar la pistola, porque creían que era la primera vez que hacía usted eso… Entonces dedujeron que usted tuvo miedo después del crimen y que, como no se fue en carro de la escena, pudo haberse ido por la orilla del río. Y entonces fueron con Inspecciones Oculares, varios días después de tenerlo como sospechoso, a buscar algo que pudiera acercarlos a usted.”

“Y encontraron los casquillos de las balas…”

“Y la pistola. La encontraron debajo de una piedra, con la red que guardó las cápsulas…, y lo más grave, con huellas digitales suyas… También encontraron huellas suyas en uno de los billetes de quinientos lempiras. Solo están esperando las pruebas de ADN de lo que encontraron en el calzoncillo del muchacho”.

“¿Siguen esperando después de tantos años? ¿Para qué si ya estoy condenado?”

“No sé… Así trabajan ellos”.

“Son buenos…”

“¿Me va a decir por qué lo mató?”

“¿Para qué si usted ya lo sabe?”

“Sé lo que me dijeron los detectives y lo que escribieron en el expediente…”

“¿Habló con el fiscal?”

“Sí.”

“Entonces ya lo sabe todo, pero se lo voy a repetir.”

El hombre suspiró, tomó un trago de Pepsi, mordisqueó el taco que tenía enfrente y masticó despacio. Alrededor, las risas de los reos y los cantos del culto cristiano que se estaba celebrando más allá, le dieron al ambiente un sentido sobrecogedor. Los ojos del hombre estaban tristes y su voz sonó débil cuando dijo:

“Solo quiero pedirle dos cosas: una, se la, voy a repetir, y es que no aparezca mi nombre en su escrito, y otra, que me haga el favor de buscar a mi esposa y le diga que venga a verme, que quisiera ver a los niños.”

El silencio fue más prolongado esta vez. Dos gruesas lágrimas saltaron de los ojos del hombre.

“Mire –dijo, siempre con acento triste–, yo no es que sea marica; aunque siempre tuve muchas fantasías, no es que me hayan gustado los hombres… Ese día, el primer día, un sábado, mi esposa y los niños andaban en el cine. Yo me quedé viendo pornografía y no sé en qué momento se me empezaron a revolver las hormonas.

El muchacho llegó a dejar las tortillas que siempre le compraba mi esposa, y lo hice entrar. Le pregunté que si quería ver algo conmigo y a él le gustó lo que estuvimos viendo.

Creo que se excitó y, me da vergüenza decirlo, yo lo toqué. Y así empezó todo. La segunda vez fue más fácil, y le di el dinero. Le había ofrecido más.

Pero entonces tuve miedo que dijera algo, que mi esposa lo supiera y que eso me destruyera la vida. Yo tenía un arma, comprada a un traficante que me dijo cómo debía aserrar las balas para que no las reconociera la Policía.

La pistola ya venía con la bolsita para recoger las cápsulas. Lo decidí en un momento, y lo hice. Lo demás usted ya lo sabe.”

“¿Y su familia?”

“Aquí está mi familia, adentro de estos muros. Mi esposa dejó de venir después de un año, y la entiendo. Esto es horrible. Pero quisiera verla.”

“¿Le falta mucho para salir?”

“Mucho, pero creo que cuando salga a nada voy a ir a la calle… Nadie me espera allí…”

“Me dijo que se hizo cristiano”.

“Eso solo es un consuelo… Nada más. Pero sí, me arrepiento…, aunque aquí de nada sirve eso”.

En el momento de la despedida, dijo:

“¿Me va a dejar algo de dinero?”